Lo más fascinante de la cautivadora y entretenida y, sí, querible y hasta tierna serie de horror/ciencia ficción/gore Stranger Things no es tanto la serie en sí (aunque tiene mucho por lo cual vale la pena celebrar y aplaudir, partiendo por sus creadores, dos mellizos de apellido Duffer que son tan unidos que no queda claro cuál es cuál y no les importa mucho y hasta se venden como lo que son: un dúo) o cómo ya la televisión es la depositaria de nuestras historias (aunque sean ajenas, extranjeras, lejanas, terminan siendo nuestras, parte de nuestro disco duro emotivo, decodificadas por cada uno a partir de sus propias pulsaciones y traumas y sueños locales), además de ser (qué duda cabe) la central nuclear de donde emanan las radiaciones pop (Netflix y los canales de cable tipo HBO y Showtime y para qué seguir). La televisión local masiva es eso: masiva, popular, básica, burda, sin culpa, chatarrosa. Y ahora el cine (¿qué es el cine?, supongo que esas multisalas con pantallas gigantes y hordas de personas en fila y toneladas de cabritas y trailers que perforan los sentidos) es algo parecido: cajita feliz, 3D, explosiones, superhéroes. La antigua cinta mediana, la cinta no-tan-cara, adulta o incluso aquellos filmes menores o B o sin estrellas que incluso estaban dirigidos a los niños o los adolescentes, desaparecieron. Tal como se desvanecieron los filmes de adultos en el cine (¿alguien vio Julieta de Almodóvar? ¿A alguien le importó? ¿Hizo ruido o generó conversación? Nada, las cintas de autor ahora deben ir al cable o encontrarse en otras plataformas). Así, el cine ahora es donde conviven, de manera curiosa, los estridentes blockbusters con las cintas ultraindies o una que otra cinta nacional que quizás encontraría mejor fortuna en la televisión. Pero cine es cine o, para hacerme explicar mejor, el cine tiene la capacidad de sorprendernos cuando logra lanzarnos una idea o provocarnos una emoción o hacernos ingresar a un universo en poco tiempo. Cada vez tengo más claro (y a medida que veo y veo y hasta me vuelvo adicto o ingreso a maratones televisivas) que la mayor gracia, lo que lo hace imbatible, no es tanto la pantalla grande sino su capacidad de decirlo todo en poco tiempo. Su poder está en lo compacto, en economizar; al final es un arte más cercano a la poesía que a la narrativa. El cine, al final, no depende tanto de las historias, como creíamos (basta apreciar la obra de De Palma o de Hitchcock gracias a dos documentales nuevos que andan circulando por ahí), y sí de su poder sugestivo.
Mirando Stranger Things (en paralelo con otras series como la estupenda The Night Of de HBO o la segunda temporada de Narcos o ese placer culpable disco-rap que es The Get Down del sobregirado Baz Luhrmann) pensé varias cosas. La primera es que, al final, la batalla (la cultural y la cinefilia, la de los 80, pero también la actual) la ganó Steven.
Los Steven.
Steven Spielberg, Stephen King.
Stranger Things, que ha producido un tsunami de nostalgia retro, pero también de empoderamiento ochentero y un deseo intenso de celebrar una cierta manera pop de entender el mundo (más de eso, pronto), ha sido considerada uno de los hitos culturales de los últimos meses, ha sido aplaudida y amada en los cinco continentes, ha colapsado las redes sociales y está siendo celebrada con una segunda temporada (que me asusta un tanto, puesto que me parece que la historia se cerró y bien). Stranger Things codificó y puso en primera fila artefactos culturales que, hasta no hace demasiado tiempo, eran considerados chatarra.
Por eso quizás el regreso y la resurrección de Winona Ryder (qué grande era, qué grande es, qué distinta es, qué bella es, qué sensible es, qué frágil es) en quizás uno de los castings más decisivos y brillantes vistos en décadas: quién mejor para hacer la madre de unos chicos de los 80 que la chica que definió ser distinta y rara y articuló la sensación de outsider a fines de los 80 para convertirse en la reina de cultura pop joven a comienzos de los 90. En Stranger Things se cita mucho, acaso demasiado, pero es más que un pastiche: es la apropiación como religión, es el fetichismo de lo análogo para la generación digital. Y el real triunfo de Stranger Things no es tanto la serie en sí (monstruos, conspiraciones del gobierno, un mundo paralelo, familias suburbanas, niños aburridos e inquietos), sino cómo saluda, celebra y eleva la cultura de los 80 hasta no sólo darle legitimidad, sino coronarla. Como escribió Aaron Brady en la posmoderno LA Review of Books, Stranger Things es “la mejor adaptación de una novela de Stephen King que alguien ha visto” (algo que nunca sucedió), o bien es “el mejor remake que John Carpenter hizo de una cinta de John Hughes” (esto nunca sucedió y no es mala idea... es una buena idea.... y esa idea es justamente Stranger Things). Los hermanos Duffer, como una vez lo hizo J. J. Abrams en la notable Super 8 y que ahora se dedica justamente a reprocesar franquicias retro, le rinden más-que-un-homenaje al año antes que ambos nacieran: 1983. Y así juntan varias generaciones: la de ellos, que lo vivieron de chicos, los que la vivieron de adolescentes o jóvenes universitarios (entre ellos yo) y, de paso, obligan a conversar a los adultos de ese entonces, que odiaron esos filmes, y a los más jóvenes que quizás no captan las referencias, pero que les parece que este tipo de narrativa los cautiva porque al final lo que importa es la historia, los lazos, las dosis de ternura y la posibilidad de identificarse y empatizar. Incluso la serie ha generado fan fiction y afiches tipo Drew Struzan, el responsable de los afiches originales de los filmes que la serie cita, como El enigma de otro mundo, de Carpenter, y Los Goonies, una cinta infantil de aventuras producida por Spielberg y dirigida por Richard Donner que, treinta años después de estrenarse, pareciera ser una de las cintas matrix que ahora están alimentando y perfilando buena parte de la actual cultura pop (uno de mis primeros cuentos de Sobredosis tenía un grupo llamado Los Goonies).
Cómo no darnos cuenta en su momento.
El nuevo canon
¿Era tan obvio que este tipo de cintas, este tipo de moral que hoy se llama Amblin o VHS iba a ser aquella que perduraría? La moda sigue espantando, pero la banda sonora a lo Tangerine Dream o que cita los sintetizadores del propio John Carpenter (más todo tipo de pop y rock británico como The Clash o Modern English, y Bowie y los americanos, como The Bangles o Toto) ahora funciona. O quizás sí me di cuenta y no quise explicitarlo. La marea roja cultural, los bullies de la Jota, la dictadura estética de lo políticamente correcto no lo permitía. El cine era algo serio, comprometido, un arma para manipular al pueblo.
“Stranger Things” ha producido un tsunami de nostalgia retro, pero también un deseo intenso de celebrar una cierta manera pop de entender el mundo. En la serie se cita mucho, acaso demasiado, pero es más que un pastiche: es la apropiación como religión, es el fetichismo de lo análogo para la generación digital.
Este cine de aventuras de Hollywood me parecía que manipulaba, pero lo hacía para emocionar. Sin duda que lograba reflejar su mundo, pero no había cinta italiana o francesa o latinoamericana de esa época que lograra seducirme así. Así que callé. Iba al Normandie, pero también iba solo a ver estas cintas de aventuras y terror y efectos especiales análogos. Me acuerdo que perdí a mi único amigo cinéfilo por una pelea acerca de los Gremlins y la obra de Joe Dante. Igual yo no era crítico en los 80 y era más asiduo y adicto al cine Normandie de Plaza Italia, del que se reía, con algo de razón, Jorge González, que le parecía algo snob y plagado de protohipsters en su tema “¿Por qué no se van?”. En el Normandie daban cintas europeas y sólo filmes norteamericanos de autor o comprometidos o avasallados por la industria (como mi cinta fetiche La ley de la calle, de Coppola). En cambio, Los Goonies y ET y Los Exploradores y The Evil Dead y Tiburón y todo lo que se adaptaba de Stephen King (Carrie, Firestarter con Drew Barrymore, El resplandor) y Poltergeist y Alien (“en el espacio nadie te puede escuchar”) eran parte de la cartelera comercial y eran consideradas “muy americanas” o capaz que simplemente no conectaban con un país que aún no abrazaba del todo la manera neoliberal de las cosas. La única cinta citada o apropiada que siento que tuvo un eco tanto a nivel popular como de crítica fue Cuenta conmigo, entre otras cosas porque no tenía elementos fantásticos y era ambientada en los 60. Ningún crítico serio tomaba en serio las sagas de La guerra de las galaxias o Volver al futuro, y autores más jugados no eran cotizados simplemente por apostar o rozar los géneros: hablo de Brian De Palma, que en esa época era considerado un artesano que le robaba a Hitchcock.
La palabra clave o maldita que hizo que la crítica ninguneara todo el universo del que beben los Duffer para crear su pueblo de Hawkins, Indiana, y sus tres misiones de búsqueda (madre-sheriff; los chicos nerds; la pareja dispareja adolescente) era reaganiana. Todo lo que entraba de Hollywood con éxito parecía estar teñido u olía a Ronald Reagan. Hoy, treinta años después, decir que Reagan ganó la batalla política y económica es adelantarse. La historia no se empasta en lomos de cuero tan rápido. Pero el arte que apareció durante su época sin duda ha ganado. Basta recordar o intentar recordar las cintas que, por esos años, ganaron premios o sobreexcitaron a las audiencias. Hoy esas vanguardias se han venido al suelo y ese arte popular, algo despreciado, masivo, es aquel que hoy supera la nostalgia y se transforma en algo más impensado: el nuevo canon.