Nada más interesante que ver cómo el presente contiene al pasado en Star Trek: Más allá. Anoto esto porque hay dos escenas en las que me quedé pensando después de ver esta, la tercera de las películas con las que la productora Bad Robot resucitó la vieja franquicia creada por Gene Roddenberry. En la primera, una vieja nave espacial está a punto de lanzarse hacia una ola compuesta por miles o millones de otras naves, más pequeñas. En ese fotograma, tal como en un grabado del siglo XIX del artista japonés Hokusai, la USS Franklin (la Enterprise fue destruida una hora antes) luce dimunuta ante ese mar de bestias cromadas que están a punto de devorarla. De hecho, suena “Sabotage”, de los Beastie Boys, de fondo y en unos segundos todo se volverá una excusa para que Justin Lin, el director, entregue una de las secuencias más chulas y poderosas de la cinta. Pero eso será después. Lo que importa acá es un sentido del espectáculo, la belleza de una ciencia ficción tan ligera e inverosímil.
Lin lo sabe, es consciente de esa levedad, pero también es capaz de pensarla como una necesidad narrativa. Se entiende: Star Trek: Más allá aparece justo cuando se cumplen 50 años desde que salió al aire el primer episodio de la serie original y, debido a eso, su relato se mueve entre la ruptura y la tradición, avanzando entre las viejas citas a dicho universo ficcional y la espectacularidad de un blockbuster. Pero no hay seriedad acá. Lin es un director aplicado, al que le interesa el desplazamiento y la velocidad. Fue él quien salvó a las películas de Rápido y furioso, convirtiéndolas en un espectáculo de piruetas luminosas y físicamente imposibles, algo asombroso, pero también vacío. Lo mismo corre para los episodios iniciales de la segunda temporada de True detective, donde propuso que el tono visual del show descansara en una pesadilla de caminos oscuros y carreteras como laberintos.
Pero Lin no es Christopher Nolan tratando de hacer calzar la primera parte de Interstellar con la secuencia inicial de Solaris, de Tarkovski. O J.J. Abrams haciendo lo mismo con Lucas y Spielberg, buscando por medio del homenaje las coordenadas de su propia memoria cinematográfica. Lin no tiene nada de eso. No tiene esa ambición. Su medida es él mismo y eso es lo que lo vuelve fresco, gracias a un oportuno sentido de la novedad. Quizás gracias a esto la película funciona, las dos horas que dura la cinta pasan rápido y la pirotecnia de los efectos digitales no se vuelve grave y pesada. Ahí, el guión de Simon Pegg y Doug Jung es lo suficientemente inteligente como para no tomarse en serio a sí mismo en este relato sobre cómo los personajes son empujados a un planeta distante y sometidos por un villano que desea venganza sobre la Tierra. Pero ahí donde podría haber un drama innecesario, hay ligereza y velocidad, además de la conciencia de que lo que más importa del imaginario Star Trek es justamente el encanto de su condición de sci-fi camp y el hecho de que sus héroes son, antes de todo, íconos culturales.
Lo anterior tiene sentido en la celebración del medio siglo de este universo. Ahora mismo, Netflix ha anunciado que va a transmitir todas las series fundamentales de televisión de Star Trek: la original de los 60 (3 temporadas clásicas, psicotrónicas e indispensables); La nueva generación (otro clásico, ahora de los 80/90, que consolidó el tono y la mitología de Roddenberry), Abismo espacial 9 (un relato oscuro y violento sobre una guerra espacial al borde un agujero negro); Voyager (una colección de aventuras fantásticas y quizás innecesarias en una galaxia lejana); Enterprise (una precuela situada al comienzo de los encuentros espaciales de la saga). Hay que agregar Discovery, un show nuevo que se estrenará el próximo año y que, al parecer, será otra precuela a cargo de Alex Kurtzman y Bryan Fuller. Lo de Kurtzman no asegura nada (es uno de los fijos de Bad Robot, escribió las dos películas de Abrams de la saga, pero también bodrios como Cowboys vs. Aliens), pero sí Fuller, que tuvo a su cargo Hannibal, la serie que logró llevar al caníbal creado por Thomas Harris a un barroco televisivo impensado y exquisito en su escenificación del mal. Hay que sumar a esto que la nave (la USS Discovery que le da nombre al programa) utilizará un viejo diseño de Ralph McQuarrie, desechado para una película de Star Trek que nunca llegó a rodarse en 1977.
Todo lo anterior compone el escenario desde donde Star Trek: Más allá se mueve, excediendo con creces los límites de una película de aventuras y efectos especiales. Que J. J. Abrams haya reinventado la franquicia sólo aumenta la complejidad del asunto. Abrams filmó Star Trek (2009) y Star Trek: En la oscuridad (2013), y retorció tanto las líneas temporales que, en medio de las explosiones espaciales y las masacres planetarias, el universo de la serie terminó por volverse un juego de espejos infinito y quizás delirante. Basta pensar que la segunda de esas cintas traía de vuelta a Khan, un viejo villano de la serie original y de la segunda de las películas clásicas (La ira de Khan, 1982), que había sido interpretado por un Ricardo Montalbán tan sádico como ridículo.
Abrams puso a Benedict Cumberbatch como Khan y le funcionó. Sabía lo que hacía. Con eso, terminó de usar las aventuras del capitán Kirk y sus amigos como campo de entrenamiento. Cuando Disney compró Lucasfilm todo terminó de calzar: fue a Abrams a quien llamaron para hacer de Star Wars:El despertar de la Fuerza, otro relato donde las citas y los reflejos de las mismas se multiplicaron hasta al paroxismo. No había dudas; lo que determinaba la estética de Abrams era la idea de que el cine sólo podía entenderse como una reescritura neurótica y constante.
Star Trek pasó al cine de modo tardío, luego de que en la década del 70 la serie animada y las repeticiones del programa original se convirtiesen en una constante en los televisores yanquis. Hay una moraleja ahí: Star Trek nunca triunfó del todo. Su épica siempre fue la de un éxito a contrapelo.
Pero aquello que en Star Wars se hacía obligatorio después de todas las precuelas miserables que perpetró George Lucas, definía a Star Trek desde su origen. Mal que mal, en los 60 Gene Roddenberry tuvo que rehacer el piloto de la serie, cambiar al protagonista (ahí entró el imprescindible William Shatner) y reelaborar su propio trabajo una y otra vez. Más confusión: ese capítulo (“Where no man has gone before”) no se exhibió hasta ya avanzada la temporada. Lo que se estrenó, el debut por el que ahora celebra medio siglo, fue otro episodio, llamado “The man trap”, un relato que incluye a un extraterrestre que cambia de forma y a una vieja novia del doctor “Bones” McCoy. Sí, todo es confuso, pero una regla en Star Trek es que todo se recicla, todo se cita a sí mismo. De hecho, si bien la grabación del piloto original se perdió, escenas del mismo sirvieron como material para otros capítulos de la serie, pedazos de un archivo falso que encontró nuevos sentidos.
LA COMUNIDAD TREKKIE
La cinta de Justin Lin sólo reafirma lo anterior, pues la gracia del mundo de Star Trek descansa justamente en la flexibilidad de su material, en la forma que tiene de releer de modo constante su propia tradición. Así, en una industria donde las películas de superhéroes parecen lobotomizar todo, aquella complejidad resulta inusitada, pues existe más allá de la cinta recién estrenada y adquiere su valor en la conexión de las historias de este universo ficcional con el paisaje afectivo del espectador. No es raro; Star Trek pasó al cine de modo tardío, luego de que en la década del 70 la serie animada y las repeticiones del programa original se convirtiesen en una constante en los televisores yanquis. Hay una moraleja ahí: Star Trek nunca triunfó del todo. Su épica siempre fue la de un éxito a contrapelo, medio confuso, lleno de ideas que nunca cuajaron, de fracasos, de fanáticos empecinados y candorosos (como los que aparecían en Trekkies, el documental dirigido en 1997 por Denise Crosby, actriz de La nueva generación), o de costados extraños; como el hecho de que William Shatner, el primer capitán Kirk, se volviese novelista, hiciese stand up y terminase grabando un disco, donde hacía un cover de “Common People”, de Pulp; o que Leonard Nimoy terminase consagrado como un artista de la fotografía erótica; o simplemente que una de esas películas (La última frontera, 1989, dirigida por el mismo Shatner) incluyese un encuentro directo con Dios.
Entonces, vuelvo al comienzo y recuerdo la segunda escena que me importa de la película. En ella, un personaje mira una vieja foto. Ahí aparecen, vestidos con el uniforme de la federación, William Shatner, Leonard Nimoy, DeForest Kelley y todo el cast de la serie original de la franquicia. En la foto, todos están viejos, todos son héroes que han atravesado la propia parodia para alcanzar la condición de figuras pop. En la cinta la foto proviene de un futuro alternativo y el espectador lo sabe y no le importa. Aquello no ahoga el candor que proyecta la imagen, pues sabemos que en la vida real varios de esos actores están muertos. Lo que importa es que en aquella fotografía que aparece en la cinta de Lin late una idea poderosa, una que sugiere que el único tiempo que vale es el de los afectos, el de una comunidad posible construida a lo largo de medio siglo. Ahí, da lo mismo la verosimilitud o coherencia argumental, porque en Star Trek esos son apenas detalles, acaso irrelevantes, porque lo que importa es que ahí el pasado es en realidad el futuro y todos (los espectadores, los fans, los personajes, los actores y directores) habitan una memoria familiar imposible y falsa, tan cercana como conmovedora.