Hay que agradecerle a la cueca urbana por mantener el alma clásica del choro. Fue la razón de ser para miles de anónimos personajes en las ruedas de canto y otros escenarios en los barrios de las grandes ciudades de la zona central de Chile. En los mercados y en los barrios populares, también en los cerros, bares y restaurantes del antiguo Barrio Chino o en El Almendral de la ciudad de Valparaíso. En todos cundió la rebeldía pícara de los callejeros, cantando a grito pelado décadas antes del punk, torneando compases arrotados, tendiendo hacia la alegría como un rumor de fondo, porque muchas veces los músicos —a estas alturas cultores— se lucen en tonos menores. Esos signos, quizá de otra época, siguen vivos en sus trincheras más irreductibles como en la Quinta de los Núñez. Cuesta llegar si no se está familiarizado con las sendas del puerto, aunque los taxistas estacionados en la subida Ecuador saben encaminar a cualquiera. Se debe bajar por un pasaje esquivo, después enfilar por un pasadizo, bajar de nuevo una escalera y luego llegar a un camino mezcla de pasto y tierra húmeda donde aparecen las primeras señales, mientras la música crece: garrafas vacías a modo de adorno, banderines multicolores, una vieja moto casi colgando. De fondo luce una gran bandera chilena, mientras que otra de Santiago Wanderers da la bienvenida. Un equilibrio precario, algo por lo demás muy porteño. Mesas de colegio y pisos de plástico para sentarse, gallinas que corren por debajo de las faldas de las señoras, niños que van tras ellas. Es normal que la fiesta siga hasta tarde, a veces hasta el San Lunes, pero transcurriendo bajo lo que suele llamarse un “ambiente familiar”, que no es tal sin algo para comer entre tanto baile y canto.
Lo simple manda hasta el momento de comer entre un pie de cueca y otro. Pero en el sentido culinario las tradiciones de la tierra le quitan terreno al producto marino. El dorado y crocante costillar de chancho de esa tarde denotó tanto buena mano casera como también la fuerza de una costumbre donde se mira poco la despensa marina.
En particular, al porteño le gusta el chancho, que posee algunas ventajas comparativas respecto a otras carnes: abundancia a bajo precio, experticia de años de preparación y sencillez al no requerir más punto de cocción que el “bien cocido”. Un rasgo surgido tras siglos de enfermedades parasitarias por consumirlo medio hecho, cosas que pesan en la memoria genética. Por supuesto también está la sensación de ir por algo especial fuera de casa, bajo un contexto de fiesta y con la posibilidad de llevarse las sobras y parar la olla al día siguiente. Lo anterior también hace juego con cifras que delatan lo escuálido de nuestro consumo marino. Un chileno promedio come casi siete kilos per cápita de pescados y mariscos al año, casi la mitad del promedio mundial y bien lejos de los 25 kilos de carne de vacuno, los 24 de cerdo y 37 de pollo a nivel nacional registrados en 2013. Los datos pueden diferir conforme las costumbres se acerquen a la costa, pero no alteran demasiado esa paradojal vocación por lo terrestre.
Y en Valparaíso eso se nota. Las pruebas del arraigo culinario porcino porteño se reparten por varios conocidos restaurantes de la ciudad. En los más antiguos, sobre todo. Los dos locales del O’Higgins, cerca del Congreso Nacional, tienen una receta de la casa basada en costilla, chuleta, arrollado, prietas y longaniza. En el Bar Cinzano, de Plaza Aníbal Pinto, la combinación es similar: costillar, chuleta y longaniza; un gusto que con seguridad no ha variado en sus 120 años de vida. Cerca, en la subida Ecuador, el más reciente El Pimentón suele contar con un pernil asado con la piel crocante, preferido por un público que ronda los 30 años de edad en promedio. Y vamos sumando nombres: El Parrón, también centenario y dedicado a las carnes parrilleras, el Hamburg y su aire de viejo marinero alemán que, por supuesto, tiene chancho con acento centroeuropeo. Tampoco se puede dejar afuera a Los Deportistas y su cuidada cocina casera, a cargo de Ida Delgado, donde no fallan las prietas o el trozo de pulpa asada a la hora de almuerzo.
El cerdo protagoniza el comer del plan y también el menú cuequero en cerro La Loma, donde los domingos funciona la Quinta de los Núñez. Un gozo asociado a la abundancia, emparentado con la acepción de una palabra que define una buena y alegre comilona a la chilena: el patache, sinónimo de comida sabrosa, copiosa y festejosa. Esa influencia ha dejado una descendencia regada por las calles de Valparaíso, a través de recetas pensadas para compartir a lo grande y donde la carne es la protagonista. Una de ellas es el causeo de pata de vaca y porotos, sazonado con ají, cilantro y cebolla del bar San Carlos (también conocido como El Yugoslavo); y, por supuesto, la chorrillana, en su domicilio más conocido: el Casino Social J. Cruz Malbrán. La mezcla de carne de vacuno en tiras, cebolla y huevo revuelto sobre una cama de papas fritas nació a principios de los años 80 en ese comedor encajonado en un pasillo de calle Condell, para darles alimento barato a los universitarios de la época. Hoy es el plato más conocido de Valparaíso y donde el cerdo y la longaniza también aportan con lo suyo en algunas recetas más contemporáneas, sobre todo durante la última década.
Con todo, aún figuran algunos platos marinos hechos para compartir, como las calugas de pescado, aunque sobrepasados por esa suerte de burguesía cárnica y porcina, consolidada en los viejos tercios gastronómicos de la ciudad. Por algo el cronista y crítico gastronómico César Fredes aseguró que “el pescado más famoso de Valparaíso es el chancho”.