Tuve la suerte de ver a Bruce Springsteen en el Estadio Malvinas Argentinas de Mendoza, durante el Human Rights Now !, tour organizado por Amnesty, por allá por octubre de 1988. Por esa época, post el megaálbum Born in the U.S.A., que lo hizo pasar de ser un rockero de culto a un fenómeno global, Springsteen (o The Boss, nadie le dice o pocos le dicen El Jefe) tocó al final. El recital de Mendoza, como se sabe, era el recital dedicado a Chile, el recital que Pinochet no dejó ingresar. Las estrellas importantes eran otras (Sting, Peter Gabriel, incluso Tracy Chapman) y estaba Bruce Springsteen, al que todos consideraban americano.
Quizás es mi memoria o capaz que mis prejuicios o algo parecido a un mecanismo de defensa, pero yo me recuerdo solo en en el estadio (en realidad, no solo, pero con pocos, y rodeado de un número exiguo de chilenos agotados que colapsaron con Sting), y con Springsteen cantándome (rompiéndola, dándolo todo, tres horas sin parar) los temas en los que, durante mi paso por ese reducto maoísta que fue la Escuela de Periodismo de la Chile, yo me refugiaba. Canciones de los álbumes Darkness on the Edge of Town, The River, Nebraska y Born in the U.S.A. Me acuerdo que su último disco en ese entonces, Tunnel of Love —cuyo ascético video en MTV de su primer single, “Brilliant Disguise”, aparecía en las cintas de un VHS que me traje de un viaje a California—, no estuvo en su set list de Mendoza.
Sí recuerdo los temas que eran despreciados por mis compañeros que ahora estaban en ese estadio: “No Surrender”, “Bobby Jean” (Dios, cómo me gustaba “Bobby Jean”), “My Hometown”, “Glory Days” y “Dancing in the Dark”, donde cantaba que deseaba “cambiarse la ropa, el pelo, su cara...”. Yo sentía que ese tema era más que un hit. En su libro Born to Run, Springsteen explica esta y muchas otras canciones: “... es una canción sobre mi propia alienación, fatiga y deseo de escapar del estudio de grabación, de mi habitación, de mi disco, de mi cabeza... y vivir...”.
Desde muy pronto Springsteen quiso hacer arte americano y fijarse en cómo el rock es a veces el único escape para el mundo obrero y para aquellos que viven en la provincia . Ese es el mundo de Springsteen y este libro se hace cargo de esa ruta, de esa poética.
Springsteen era considerado americano en mi Escuela y, a diferencia de otros países, como en España donde es y siempre ha sido un Dios, acá tiene sus fans y es respetado, pero no provoca la locura que otros cantantes o bandas. O quizás antes era así. Andar por los pasillos de la Escuela con ese álbum con la bandera americana era peligroso y también era una manera de dejar claro que yo no era como el resto.
Born to Run, las líricas e inspiradas pero no por eso lejanas memorias literarias de Bruce Springsteen, finalizan así: “Enfilo la salida de la autopista y me adentro por una oscura carretera secundaria. Enciendo las luces largas y escruto los llanos campos de las granjas por si aparece algún ciervo. Todo está despejado, y piso el acelerador, me apresuro a volver a los cálidos brazos del hogar”.
No cualquier novela termina así; no cualquier biografía de un famoso cierra de esa manera. Y Bruce Springsteen es, al final, en un mundo perfecto, un perfecto escritor y/o poeta y, tal como insinuó en una acertada sátira el sitio Lit Hub, acaso el mejor libro del novelista Springsteen es el delgado volumen imaginario de cuentos titulado Everything That Dies Someday Comes Back (estrofa de ese temazo triste que es “Atlantic City”). Y es que sin duda la obra de Springsteen puede imaginarse como una serie de novelas (esas grandes novelas americanas que tanto autor no es capaz de lograr) junto a docenas de cuentos perfectos sobre lo que es ser joven, tener ganas, pero no las oportunidades y aceptar lo que tienes, pero con rock más que con frustración.
Autoficción musical
Estas memorias han sido recibidas como se recibe el nuevo libro de un Premio Nobel. Portadas de revistas, entrevistas de una hora, reseñas de nada menos que Richard Ford (le gustó). En español apareció bajo el sello Literatura Random House y así ha sido en todos los países. Esta no es una biografía no autorizada o una autobiografía/ajuste de cuentas rockero salpicado de sexo y drogas. No hay droga y quizás lo más insólito que revela es que, para ser el poeta de las autopistas y los caminos secundarios, Springsteen aprendió a manejar bastante tarde, pues antes no tuvo auto ni licencia. Da lo mismo; ahora lo cuenta. Lo que importa no es que que haya sido un gran conductor (un personaje a lo Springsteen), sino que inventó o les dio voz a esos personajes. Estas memorias son, en un sentido, un manual para fans y están llenas de los secretos y making-of de las canciones, e intentan poner por escrito lo que puede ser el mayor de los misterios: cómo un tipo flaco llamado Bruce Springsteen se transforma en Bruce Springsteen.
“Escribir sobre uno mismo es algo muy curioso. Al fin y al cabo es sólo otra historia, la historia que has elegido extraer de los acontecimientos de tu vida. No lo he contado ‘todo’ sobre mí mismo. La discreción y el respeto a los sentimientos de otras personas me lo impiden. Pero en un proyecto como éste el escritor hace una promesa: mostrarle su mente al lector. Y eso es lo que he intentado hacer en estas páginas”, escribe.
Estas memorias han sido recibidas como se recibe la nueva obra de un Premio Nobel. Un libro que deja claro lo que siempre se sospechó: que Springsteen se siente parte de la tradición literaria de Norteamérica.
Tal cual. Springsteen siempre ha sabido escribir; lo que pasa es que nunca había escrito un libro así. Lo que sí ha hecho es haber leído, algo que no siempre se da entre músicos. Sus memorias dejan claro lo que siempre se sospechó: él se siente parte de la tradición americana y no de cualquiera. El mundo que pueblan las canciones-cuentos de Springsteen se arma de su propia historia, de esos pueblos desangelados cerca de la costa de Nueva Jersey y de autores como Kerouac, Steinbeck, James M. Cain, Flannery O´Connor y Jim Thompson. No sorprende; la prosa y la poética de The Boss es espartana pero melancólica, expresa poco pero insinúa mucho.
“Mis discos son siempre el sonido de alguien que trata de entender dónde poner su corazón y su mente. Imagino una vida, me la pruebo, a ver cómo me queda. Me pongo en el pellejo de otro, transito los senderos soleados o sombríos que me atraen compulsivamente pero en los que quizá no me gustaría acabar viviendo. Un pie en la luz, otro en la oscuridad, esperando un nuevo día”.
Desde muy pronto en su carrera Springsteen quiso hacer arte americano y fijarse en cómo el rock es a veces el único escape para el mundo obrero, para aquellos que habitan las provincias y los caminos y los desiertos y no son parte de las élites. Ese es el mundo de Springsteen y este libro se hace cargo de esa ruta, de esa poética y, cada tanto, cita obras de arte o películas para explicar su popia vida: “La relación de mi padre fue muy Al este del paraíso”.
Uno de los grandes momentos de Born to Run es cuando el cineasta Paul Schrader le envía un guión acerca de dos hermanos rockeros que tocan en una banda en bares de mala muerte. Springsteen es fan de Schrader y de Taxi Driver. La idea es si puede componerle una canción. Ve el guión: se llama Born in the U.S.A. Se produce una electricidad. Al rato ya tiene buena parte del tema, pero capta que no es para una cinta independiente; es para su nuevo álbum. El disco que, además, lo tenía claro, debía ser popular. Contacta a Schrader, le explica y le ofrece un tema para el futuro: el tema y la película pasan desapercibidos. “‘Light of day’ fue mi educado intento de compensar a Paul por el fortuito robo que haría despegar mi carrera”, confiesa.
Estas memorias (que se leen como una novela americana y que tienen un ritmo muy Bruce, que pocos narradores premiados poseen) aparecen en un momento en que los libros de autoficción de músicos están entre lo más leído, premiado y sorprendente de lo que se está publicando. ¿Por qué será? ¿Será el elemento fama? ¿O esa extraña mezcla que poseen los músicos de ser carnales y a la vez poéticos? Sea la razón que sea, Patti Smith lleva dos libros que nadie osaría mezclar con algún libro de un youtuber y tanto Carrie Brownstein o Mark Oliver Everett hasta ídolos como Bob Dylan y Keith Richards han escrito libros (libros, sí) con su propia pluma, donde no sólo hablan de su vida, sino reprocesan vidas particulares (es decir, buenas historias) con todas aquellas dudas, tropiezos y sensación de estafa que pueden desencajar a un artista que capaz tenga más de poeta que de narrador.