Viajó como un turista cualquiera. Era la primera vez que Patricio Guzmán (1941) volvía a Chile después del golpe militar, a mediados de los 80. Guzmán, el cineasta que se había dado a conocer al mundo por La Batalla de Chile, una monumental trilogía sobre los días de la UP y del gobierno de Allende, hizo el viaje Madrid-Santiago como un turista más. En su pasaporte nunca tuvo estampada esa temida “L” con que se identificaba a los exiliados chilenos.
Cuando aterrizó en Santiago, hizo todos los trámites de rigor con esa misma calma y ese tono pausado de la voz en off de sus documentales. Dos hombres lo vigilaban todo el tiempo. Lo miraron pasar por la aduana, sin perderlo de vista ni por un momento. Eran los únicos dentro del aeropuerto que sabían que Guzmán no era un turista cualquiera.
Al terminar los trámites, los hombres se le acercaron. Eran dos abogados de la Vicaría de la Solidaridad, dispuestos a actuar en caso de que pasara algo. Pero no pasó nada. Guzmán entró a Chile sin despertar sospecha de las autoridades militares y se encerró en un departamento en Pedro de Valdivia Norte. No hizo vida social ni se juntó con amigos.
Guzmán se dedicó a lo que mejor sabía hacer: filmar en las calles. Fue un rodaje largo, duro, espartano, que duró tres meses. Solamente salía de ese departamento para filmar. Y lo que filmó fue un país en llamas:
—Había movilizaciones en la universidad, en la calle, en el centro y, en particular, en los campamentos había allanamientos por la noche. Era un ambiente policial, estaba lleno de carabineros por todas partes, y había una región roja, que eran todas las poblaciones que hay por la Gran Avenida. Recuerdo un sector enorme de Santiago donde había protestas a cada rato, con barricadas, con fogatas, era un ambiente tenso. Era un estado de sitio.
El rodaje terminó de manera inesperada. Un día, el ingeniero de sonido del equipo de Guzmán, Pablo Basulto, y el asistente de dirección, Hernán Castro, fueron detenidos mientras filmaban una protesta, en plena calle Providencia. Guzmán decidió regresar a Madrid.
De ese viaje nacería En Nombre de Dios (1986), documental sobre la labor de la Vicaría de la Solidaridad en plena dictadura, pero que también serviría como un retrato del Chile de esos años. Un trabajo menos conocido de Guzmán, que será parte del homenaje que el Festival del Cine de Valdivia —que se realizará entre el 10 y el 16 de octubre— le dedicará al realizador.
—Mi idea era filmar una película sobre Chile, la Vicaría era un pretexto para entrar, y ese pretexto lo usamos con gran agrado de la Vicaría, porque la Vicaría estaba interesada en mostrar todo lo que pasaba.
—¿Te sorprendió encontrarte con estos curas dando la pelea? ¿Eso era conocido afuera?
—No se conocía nada. Yo estudié mucho tiempo en Madrid, como en todas las películas que hago, estuve un año estudiando qué era la Iglesia chilena, cuál había sido el papel de la Iglesia durante la dictadura, antes y durante Allende. Recuerdo que hice venir a Lucho Maira desde México, especialmente a Madrid, para que me diera una conferencia de todo lo que había sido la Iglesia. Maira era el mejor. Siempre fue católico, perteneció a la DC, fue a parar al MAPU primero, luego a la Izquierda Cristiana.
Lo que Maira le contó fue la historia de una Iglesia católica chilena que desde los años 60 estuvo cerca de los problemas sociales, muy influida por el Concilio Vaticano II y la teología de la liberación.
—Eso transformó a la Iglesia chilena en un polo progre muy interesante. Pero no hay que olvidar que ese polo era un tercio de los obispos. El resto era un clero más convencional, muy ligado con la DC o al Partido Nacional. Era una Iglesia progresista en una parte, no en su conjunto. Y a pesar de eso, desde los 60 en adelante los que lideraron la Iglesia era el grupo progre. Esto era lo que más me interesaba mostrar en la película.
Acerca de “En Nombre de Dios”: “Mi idea era filmar una película sobre Chile, la Vicaría de la Solidaridad era un pretexto para entrar, y ese pretexto lo usamos con gran agrado de la Vicaría, porque estaban interesados en mostrar todo lo que pasaba”.
Su siguiente documental, La Cruz del Sur (1992), que también estará en Valdivia, fue una continuación de esta historia, pero ampliada a las iglesias del resto de América Latina, con un rodaje que lo llevó a México, Guatemala, Perú, Brasil y Ecuador.
—¿Cómo ves el rol de la Iglesia Católica chilena hoy en día, que ha estado cuestionada por el encubrimiento de los casos de abusos?
—Fue Wojtyla (el Papa Juan Pablo II) el que descabezó a la Iglesia, y que echó a todos los curas progre. Cuando los obispos progre se retiraron, los reemplazó por obispos conservadores, por obispos del Opus. El papel social que había hecho fue enterrado. Eso mismo ocurrió en América Latina entera, porque la teología de la liberación fue desmontada pieza por pieza, no quedó nadie. La Iglesia entera en América Latina se derechizó, y lo más curioso o trágico es que en ese momento es cuando entran las iglesias norteamericanas. Fue una contrarrevolución que pilotó el Papa y fue siniestra.
El cine como fábula
Patricio Guzmán aprendió a viajar con el dedo. Tenía 7, 8 años, y sus padres le contrataron a una profesora particular, que vivía frente a su casa en Viña del Mar. Con ella aprendió a viajar. Ella abría un atlas, ponía su dedo en Santiago, le empujaba su mano y juntos cruzaban la cordillera de los Andes hasta llegar a Buenos Aires. De ahí subían hasta Río de Janeiro y, si les alcanzaba el tiempo, incluso podían llegar hasta Europa.
—Ese viaje con el dedo es básico para entender a Julio Verne, porque yo creo que él hacía algo parecido. Las novelas son muy elaboradas, y lo hace con un sentido común, y a ese sentido común le añade la fantasía. Una fantasía que está basada además en cosas que podrían haber sido, es decir, es un escritor de ciencia ficción, eso me resultó fascinante.
Con este recuerdo de infancia parte Mi Julio Verne (2005), otra de las películas que se mostrarán en Valdivia, y que muestra al director en una faceta distinta al cine más político que lo ha hecho conocido.
En esa película también viaja a Nantes, la ciudad natal del escritor francés, e incluye otra serie de viajes, reales o imaginarios. Un amor por Julio Verne y la aventura que luego derivó en su gusto por la ciencia ficción. Porque, a diferencia de lo que los prejuicios podrían dictar, lo que más lee Guzmán son cómics o libros de ciencia ficción. El día de esta entrevista, por ejemplo, cuenta que en París —donde vive actualmente— acaba de comprar un cómic de Jodorowsky con dibujos de François Boucq.
—Tus documentales siempre son como un cuento, eso hace que enganchen con el espectador. ¿Qué tan importante es la literatura en lo que haces?
—No soy un buen lector realmente, porque lo que he leído siempre está relacionado con la ciencia ficción, con las historietas, no creo que mi cultura literaria sea la mejor. Lo que me gusta trasladar al cine documental es una fábula, empezar a contar algo que interese al espectador porque es un cuento. No es una sucesión de hechos, sino que es una sucesión de hechos que se van encadenando y que atraen al que mira la película. Eso siempre me ha interesado mucho mantenerlo en el guión. Incluso si ves La Batalla de Chile, está de tal modo concatenada que un hecho produce el siguiente, y ese hecho siguiente produce el otro y el otro y el otro, de tal manera que es una concatenación desde el comienzo hasta el final. Y eso me parece fundamental en el documental, porque el documental cuando olvida la historia que cuenta se transforma en una lata.
Sus más recientes trabajos, Nostalgia de la Luz (2010) y El Botón de Nácar (2015), justamente, funcionan como fábulas en que la historia política del Chile reciente es parte de un viaje hacia la memoria y territorios mucho más concretos. Ya sea el desierto chileno o los canales australes. Ambas películas, que han recibido elogiosas críticas en el extranjero, han terminado por afianzar la figura de Guzmán en el mapa del cine mundial. E incluso lo han hecho entrar al canon, como lo prueba que la prestigiosa revista británica Sight & Sound haya incluido a La Batalla de Chile y a Nostalgia de la Luz dentro de los mejores 20 documentales de la historia.
—¿En qué está la preparación del cierre de la trilogía compuesta por Nostalgia de la Luz y El Botón de Nácar?
—Recién estamos preparando el viaje de localización. Es una película sobre la cordillera de los Andes, es una película que va a narrar cómo es esta cadena montañosa que aísla a Chile, que es como una pared, es parte del encierro chileno, entre el mar y ese cerro tan grande, voy a recorrerla en parte para ver qué es. Porque la verdad es que uno pasa en avión y aterriza, pero no vuelve a ella. En cualquier ciudad de Chile siempre está y resulta que no la conocemos bien. Yo quiero entrar y contar por qué razón ha formado nuestra identidad, nuestra manera de ser.
“Primero me dijeron ‘usted va a ser fusilado’. Cuando pasó un día y medio y no me fusilaban, me metieron a un camarín. ‘Ya no me van a fusilar’, pensaba yo. Ahí vinieron 14, 15 días, que fueron una pesadilla total”, dice Guzmán sobre su detención en el Estadio Nacional.
—¿Cómo tomas esto de entrar al canon del cine?
—Lo bueno de estas listas es que te permiten encontrar más rápido los recursos cuando terminas un guión. Esa es la gran virtud. Lo demás es secundario. Yo estoy seguro que cuando presente esta sinopsis de Cordillera, que acabo de terminar, las instituciones cinematográficas nos van a dar un pequeño fondo para financiar la investigación. Saben que va a tener una circulación en salas de más allá de 60 mil personas. El Botón de Nácar hizo 82 mil espectadores sólo en Francia y eso les interesa.
—¿Y qué pasa con el ego?
—Te hacen cariño, pero lo más importante para mí es que te abren una puerta económica al futuro. Eso es más real. Hay un momento en que el ego empieza a desaparecer un poco en tu vida. Al principio, cuando hice La Batalla de Chile, me sentía muy orgulloso, pero ya mucho menos.
Guzmán está preparando un libro en que relata el inicio de este largo viaje. Una crónica sobre todo lo que rodeó La Batalla de Chile. Desde su rodaje, que empezó luego de que Chilefilms quedara sin recursos para financiar su largometraje de ficción sobre Manuel Rodríguez en 1972, hasta un titánico montaje que duró cuatro años en Cuba. Porque el viaje al exilio comenzó pocas semanas después del golpe, después de su detención durante dos semanas en el Estadio Nacional. Guzmán salió aterrado:
—Primero me dijeron “usted va a ser fusilado”. Cuando pasó un día y medio y no me fusilaban, me metieron a un camarín. “Ya no me van a fusilar”, pensaba yo. Ahí vinieron 14, 15 días en el estadio, que fueron una pesadilla total, es un periodo que cuando recuerdo se me eriza la piel.
Fueron sus compañeros de la escuela de cine de Madrid, donde había estudiado a fines de los 60, quienes reunieron el dinero para comprar su pasaje Santiago-Madrid. Guzmán nunca más volvería a vivir en Chile. “Seguir errando por el mundo sería absurdo. Aquí está mi oxígeno”, declaraba en una entrevista a revista Análisis, en 1986. Pero Guzmán siguió volviendo a Chile de otras maneras. Ya sea con sus películas, con la creación del Fidocs (Festival Internacional de Documentales de Santiago) o dictando su seminario de cine documental, en que generosamente y de forma muy inspiradora, transmite su experiencia a las nuevas generaciones. Este año volverá a dictarlo en noviembre, organizado por CinemaChile y la Universidad de Chile.
—La pedagogía siempre me interesó mucho. Me acuerdo que, en los tiempos de Allende, en Chilefilms di el primer taller de cine documental, y había salido hace dos años de la escuela en España. Siempre me gustó transmitir lo que ya me había impresionado, del mismo modo que lo que vi yo en Europa me impresionó, yo quería transmitirlo a los jóvenes chilenos, para que hicieran más rápido que yo el proceso.
—¿Sigue estando tu oxígeno en Chile?
—Si tú tienes una idea en tu cabeza, vives en cualquier parte y la desarrollas igual. Si viviera en otro país que no fuera este, haría el mismo tipo de cine. Digamos que no voy a abandonar el tema chileno. No lo puedo abandonar. Sigues estando en ese país para tu creación.