Ha sido una buena (digamos intensa) semana desde que, contra casi todos los pronósticos, Bob Dylan ganara el Premio Nobel de Literatura.
Sí, de Literatura.
Ahí empezó el ruido, los festejos, el asombro.
Ahí empezaron los problemas.
Juan Carlos Fau, el fundador de las Qué Leo, librero clave, tipo con el que siempre coincido, declara: “Se mezclaron ámbitos e hizo que la gente se confundiera”.
Sí, se mezclaron las cosas.
¿Acaso no se puede?
¿Y no es bueno confundirse un poco?
El arte hace eso: confundir.
La semana partió, en mi caso, una semana antes, con una respuesta algo automática para Quique Planas de El Comercio de Lima. Me preguntó lo típico: quién creía que ganaba. No quién me gustaría. No respondí Philip Roth por esa razón (estaba releyendo la estupenda biografía a partir de sus libros que es Roth desencadenado de Claudia Roth Pierpont).
Respondí esto:
“Me gustaría que la Academia Sueca optara por poetas norteamericanos que en rigor son músicos, pero que han escrito canciones, versos. Si se filtraran sus deliberaciones, sabríamos que entre los candidatos estaban Patti Smith y Bruce Springsteen, todos con estupendas autobiografías en sus mochilas, pero al final optaron por Bob Dylan, dejando a Michael Stipe como un finalista a considerar para más adelante. Uno de los temas que se filtraron fue la imposibilidad de premiar a Prince y Bowie”.
Leí por ahí esta semana: “Dylan no necesita el Nobel para ser Dylan”.
Es cierto.
¿Alguien necesita el Nobel para ser quién es?
Es probable: ¿Svetlana Alexiévich se hubiera convertido en Svetlana Alexiévich sin el Nobel del año pasado? Creo que no. Neruda se potenció y lo quiso y lo buscó, pero pudo haber sobrevivido a no obtenerlo. Borges lo superó. Alice Munro obtuvo más lectores, pero no lo necesitaba porque nunca ha querido ser tan grande. A Gabo le hizo bien; creo que a Mario Vargas Llosa también.
¿Estaría Gabriela Mistral en nuestros billetes e inconsciente colectivo sin haberlo ganado antes del Premio Nacional local?
Capaz que no.
Quizás debí haber anotado en mi diario todo lo que sucedió en estos días.
Lástima (¿lástima?) que no tengo.
Igual anoté algunas cosas, no en una bitácora, sí en una de esas libretas Field Notes. Pero resumo: pocas veces un premio me ha agotado/agitado/electrificado tanto.
He explicado y me he explicado.
De alguna manera el Nobel de Literatura de este año me hizo tomar una posición. Y eso me hizo dudar/revisar/alterar/ponderar no sólo lo que pienso de Dylan, sino acerca de la literatura y, a diferencia de los que muchos insisten, acerca de la poesía.
Leo que Diamela Eltit está a favor y me preocupo, pero luego pienso, mejor que Eltit se pase al pop: “Cruzó las siempre tensas fronteras de los géneros y se impuso desde siempre como un poeta en el interior de la música, de la misma manera que lo hizo Serrat y, aquí mismo, Patricio Manns y su trova poética de la felicidad y del infortunio, premio Nobel de muchos de nosotros”.
En una ceremonia con el ministro Ottone el jueves pasado (despedida de las delegaciones de autores chilenos a las próximas ferias literarias de Oaxaca y Guadalajara), el ministro celebra el premio (lo mismo que la presidenta) y me topo con el poeta Raúl Zurita que me dice:
“Mi gato se llama Bob Dylan”.
Luego, puesto que estamos en el Museo Violeta Parra, me dice esto:
“¿Sabes? Al premiarlo a él se premia simultáneamente a Violeta Parra. Dylan, el más extraordinario poeta norteamericano, fue capaz de devolverle a la poesía la dignidad de lo antiguo, la poesía que nace con la música”.
Luego me subo al metro y pienso: creo que esto no fue un premio para un cantante o un cantautor (aunque hay algo de eso y de premiar también una tradición, a aquellos que son parte de una tradición en extremo americana, como el folk y lo country), sino que un premio para un poeta menor (OK, voy a empezar a entrar en problemas) o, al menos, un poeta decente que, sin duda, como alegan los que están en contra de este premio, no es un poeta de tomo y lomo.
Los que alegan (y me refiero a los que están dispuestos a conversar; no a los que dicen que esto es una tomadura de pelo) argumentan, no sin razón, que sus letras no son poemas; la manera cómo llegan al cielo y a la gente es con voz, guitarra, melodía; y que se potencian aún más con la cara de Dylan, su actitud, su extraña voz, su ropa; que “Like a Rolling Stone” (que es un gran tema y posee una letra misteriosa, perfecta, desolada) se asocia a los covers, a los clips, a las películas en que se ha usado, a los documentales... que la letra en sí no basta.
Retiro lo de poeta menor.
Un gran poeta. Las letras funcionan, se cuelan, quedan.
Si poemas se han transformado en canciones, por qué las letras de canciones no pueden ser poemas.
Don´t get up, gentlemen/ I´m only passing through...
De todas las teorías y frases y convicciones lanzadas o escuchadas al azar durante la semana del Nobel de Dylan —que partió con un concierto esa misma noche para casi puros adultos mayores en un casino de Las Vegas y que finalizó sin que el galardonado dijera una palabra (menos las gracias)—, una de las más me atrajeron fue que este Nobel puso en el ojo del huracán la tensión entre alta y baja cultura. O iluminó la inmensa distancia que aún existe entre apocalípticos e integrados.
Este mismo año me preguntaron, algo exaltados, si no sentía que un libro mío era demasiado pop.
¿Se puede ser demasiado pop?
¿Es un pecado?
El premio a Dylan ha sido tildado de demasiado pop, de rockero; y cuando escucho esas palabras, esos conceptos, en las bocas equivocadas, siento algo de temor.
Porque algunos están dispuestos a defender el statu quo.
El albanés Ismaíl Kadaré hubiera sido un premiado ideal. Casi casi desconocido, casi casi no traducido, casi casi no leído, casi casi no entendido.
Autores para wikipediar. Premios para especular.
Es cierto: un premio Nobel les da más lectores y traducciones a autores perdidos; parte de la labor de la Academia es “encontrar”. Ahí están Tomas Tranströmer (sí, ganó hace unos años) o Elfriede Jelinek (por Dios que le ayudó la adaptación al cine de su novela La profesora de piano con Isabelle Huppert) o Le Clézio. Hay autores pop que el Nobel eleva y no los daña: ahí está Pamuk o Saramago, dos casos recientes de escritores que nunca hubieran llegado a ser tan populares sin el toque pop del Nobel.
Me piden que escriba algo para El Comercio para hacerme cargo de que mi predicción fue tan certera.
Escribo rápido:
“Podría escribirte párrafos de Dylan. Entre otras cosas que es el primer ganador del Oscar (creo) que gana un Nobel. Gana USA (sí, USA, lo americano, los cafés folk, Inside Llewyn Davis de los Coen, el folk, Woody Guthrie… gana una USA contestataria, de izquierda, pero USA…) y ganan los marginales como Bukowski y Fante, y claro que ganan los cantantes como Patti Smith y Michael Stipe y Bruce Springsteen. Gana la idea de la poesía pop; de la música como literatura. Gana la poesía, pero no la típica. Ya el año pasado ganó la crónica. Ahora ganan las letras de las canciones. De pronto la Academia está captando señales y estas son: la literatura es más como la entiende Saramago o hasta Vargas Llosa. Me encantó el premio a Dylan; es sexy, divertido y enreda, a todos nos obliga a tener opinión. Es pop, se cuela por todas partes, puede estar en una revista, puede estar en MTV, en un vinilo. Es un gran momento. Things have changed, como dice el propio Dylan”.
Me topo con el poeta Raúl Zurita, que me dice:
“Mi gato se llama Bob Dylan”. Y luego agrega:
“¿Sabes? Al premiarlo a él se premia simultáneamente a Violeta Parra. Dylan, el más extraordinario poeta norteamericano, fue capaz de devolverle a la poesía la dignidad de lo antiguo, la poesía que nace con la música”.
Me llamaron de diarios, hablé con don Héctor Soto y Matías Rivas en la Duna (peleamos con don Héctor, que estaba furioso), estuve en Tele13 Radio con Carola Urrejola (de pronto era ¿el mánager de Dylan o era un representante local de lo pop?) y Rivas (“me parece magnífico que se premie a un rockero, a un tipo de la contracultura, a un norteamericano que representa a todo el mundo a la vez. Y que se vuelva a juntar algo que siempre ha estado junto, el que los poetas están vinculados con los cantantes, porque la poesía y la música van de la mano... sus canciones hablan de la gente de la calle, que tiene problemas, amores. Eso me parece muy potente”).
Veo en twitter que yo dije esto (sin pensar o pensando en voz alta) acerca del nuevo premio: “Bob Dylan lo que hizo fue reconfigurar las letras de las canciones, hay unas que son tradicionales, pero tiene canciones sin estribillos. En las letras siempre hay alguien que habla, son narrativas... se está demostrando que la literatura es otra cosa que sólo escribir cuentos o novelas típicas (…) Lo que está perdiendo es la idea de que la literatura es como de biblioteca, de que es algo escrito por gente no conectada con el mundo”.
Luego leo que dije esto: “Me parece que el año pasado se lo dieron a una cronista, me encanta que lleven dos premios atacando a la literatura tradicional”.
¿Se ataca a la literatura tradicional?
Sí, y algunos del gremio han salido a reclamar.
¿Esto es lo que hace un premio?
Debería.
No han colocado tanto a Dylan en medio de la tormenta (Dylan es capaz de sortear todo tipo de tormentas, entre otras cosas porque no sabe que está lloviendo), sino que han colocado el tema de la poesía en un debate mediático. Todo el ruido lo provocó Dylan y si se lo merece o no; si acaso es un exceso. Quizás John Ashbery es un poeta americano vivo más que premiable, pero ese supuesto premio a Ashbery (bien dado) no hubiera provocado ruido.
Los libreros y los académicos y los poetas hubieran dicho: bien dado.
Y nadie más hubiera dicho nada.
Ahora hay ruido.
¿El ruido puede ser poético?
Yo creo que sí.