El día en que Canal 13 estrenó Robotech, un piedrazo me rompió una ceja. Pasó media hora antes. Estaba jugando con unos amigos en un patio lleno de materiales de construcción. No fue nada grave. No me dejó cicatriz alguna, pero recuerdo con claridad haber vuelto a la casa de mis padres para ver aquel episodio en una tele pequeña, sosteniendo un algodón sobre mi ojo izquierdo, tratando de comprender qué sucedía en la pantalla mientras la sangre se coagulaba y yo rogaba porque la herida comenzara a cerrarse y no tuvieran que coserla. Era el verano del 87, creo. No pasaba mucho en el capítulo, la verdad, pero estaba ahí la intuición de que lo que veíamos era inédito y sensacional. No nos equivocábamos. La historia de cómo la raza humana sobrevivió a tres invasiones extraterrestres por medio del uso y abuso de aviones que se transformaban en robots de combate se convirtió en un ritual diario, que acontecía en la mitad de la tarde, luego de que terminaran las teleseries brasileñas.
La adicción nos pegó a casi todos. Aún flotaba por los patios del colegio el mito urbano de que habían censurado Mazinger Z. Algunos idiotas se habían quejado de que era violenta y que podía hacerles daño a las mentes infantiles. Eran dibujos animados, ¿por qué diablos no debían ser violentos?, ¿había alguna otra razón para que los viéramos entonces? Robotech era, por lo tanto, un desagravio a aquello. Al cabo de una decena de episodios, ya no quedaba duda: era lo que anhelábamos.
Montada por el productor Carl Macek para Harmony Gold a partir de tres series japonesas distintas (The Super Dimension Fortress Macross, Super Dimensional Cavalry Southern Cross y Genesis Climber MOSPEADA), las aventuras del piloto Rick Hunter y sus amigos y enemigos fueron una cita obligada que nos acompañó a través del fin de la infancia. Ahora sabemos la verdad, que Macross no tenía la cantidad suficiente de episodios para ser emitida en Estados Unidos y que por eso le pegaron otras dos series al lado. Eso hizo que Macek y su equipo reescribiesen la trama para darle algún sentido, mientras trataban de llegar a los 85 episodios requeridos. El efecto era genial. Robotech era mejor que Macross porque dibujaba un tapiz más amplio desde donde desplegar las tramas sucesivas de invasiones alienígenas, robots de batalla y héroes sensibles que se buscaban a sí mismos entre las ruinas de la civilización humana.
Era un milagro, pero también un misterio. Porque había en “Robotech” cosas que apenas entendíamos, detalles incoherentes, agujeros en la trama. ¿Qué diablos era la “protocultura”? ¿Por qué había una relación directa entre la música pop y los alienígenas?
Por esos días estábamos acostumbrados al apocalipsis: habíamos visto suficientes veces Mad Max y sus secuelas como para no percibir que toda esa chatarra eran los desechos de nuestro presente, que sólo un poco de suerte nos separaba de esos paisajes arrasados. Pura cercanía. Macek había captado la metáfora obvia que nos seducía, la promesa de futuro que había en la imagen de un avión varitech elevándose sobre un cielo nuclear, la poesía que podía irradiar una canción de pop basura que suena en la pantalla mientras las bombas explotan en el aire.
Eso estaba ahí. Era un milagro, pero también un misterio. Porque había en Robotech cosas que apenas entendíamos, detalles incoherentes, ideas contradictorias, agujeros en la trama. ¿Qué diablos era la “protocultura”? ¿Por qué había una relación directa entre la música pop y los alienígenas? ¿Por qué los hijos de algunos personajes no se parecían a sus padres? ¿Por qué la tecnología carecía de cualquier continuidad? No teníamos respuesta alguna porque no la había (no conocíamos aún el dato de las tres series convertidas en una sola), y en esos enigmas descansaba quizás el encanto de la serie, como si ahí se instalase la posibilidad de un debate, de participar como espectadores completando el sentido de lo que faltaba.
No había juguetes que nos guiaran. Robotech nunca implicó ninguna franquicia. Por ahí, a ratos, circulaban algunos invids, pero eso era todo. Lo mismo pasaba con los cómics. Eran adaptaciones norteamericanas, dibujadas casi por encargo y, por lo tanto, carecían del nervio y la intensidad de la animación. La serie de Macek existía en un puro plano mental, era motivo de una especulación constante y no podía ser resuelta de modo alguno más allá de verla una y otra vez, de dibujar sus mechas en un cuaderno escolar con lápiz pasta, en un ritual de apropiación constante.
Vaya que funcionaba. En la serie hay ideas que siguen presentes en la cultura de la ciencia ficción y se niegan a irse. A la rápida, el final de Día de la independencia y la secuencia más perfecta y chula de Star Trek Beyond le deben no poco al combate definitivo entre el SDF-1 y el planeta factoría Zentraedi. Por eso la continuación que planeó Macek (el filme Robotech II: Los Centinelas) era tan frustrante; por eso todas las otras versiones de Macross no le llegaban a los talones. Porque la serie siempre estuvo ahí. Se quedó. El Canal 13 la dio una y otra vez, y algunos nos aprendimos muchas de sus secuencias de memoria. Porque al final se había vuelto una colección de citas. O una casa, un lugar donde estar, donde quedarse por un rato, donde huir. Todo era confuso, pero la vida también era confusa, carecía de sentido, del mismo modo que en Robotech los héroes eran idiotas o estaban movidos por deseos apenas verbalizados, por pulsiones ciegas. Y si no era así, cómo explicar que el héroe eligiese a una idol descerebrada como Lynn Minmay por sobre la chica que lo amaba de modo incondicional.
La gran virtud de la serie radica, justamente, en que es fruto del azar, en que el orden de su narrativa era improvisado y que, a la distancia, podemos percibir algo de apuro en su concepción. Pero ahí estaba su gracia. De aquellas fisuras dependía su magia, por más que mientras mirásemos el show una y otra vez podíamos descubrir las junturas, captar los hilos de la trama.
El 2010, cuando Macek murió, Robotech ya era parte de la cultura popular. La palabra “canon”, que usamos para algunas obras literarias que logran atravesar el tiempo porque son capaces de renovar sus sentidos, puede definirla. Quizás eso sucede por su naturaleza mutante, inverosímil, hecha de accidentes, pero también por el hecho de que en las decisiones improvisadas de su relato es posible que se cuelen las visiones de los espectadores, haciendo que las canciones pop, la angustia sexual adolescente y la destrucción masiva existan en un mismo nivel. No es tan raro, en 1995 el Evangelion de Hideaki Anno usó aquella premisa hasta llevarla al límite.
Por ahora, el estreno completo de Robotech por Netflix, hace un par de semanas, es una buena excusa para ver si todavía funciona, si la nostalgia aguanta hasta cobrar un sentido que no sea pura melancolía y podamos pensar que ahí no hay catástrofe alguna sino que más bien hay una coreografía, un baile de fuego en medio del vacío del espacio y la confusión de la memoria.