Por Álvaro Bisama, escritor // Ilustración: VicenteReinamontes Noviembre 4, 2016

El espíritu de la ciencia-ficción de Roberto Bolaño ya está aquí. Acaba de ser publicada por Alfaguara y es una de las novedades editoriales del semestre. Es una novela corta, un inédito perdido que apareció entre los archivos conservados del autor chileno. Según lo que consta, hay dos versiones manuscritas: una primera (original) y una segunda, pasada en limpio. El volumen cierra con fotografías de esos archivos y el lector puede comprobar cómo trabajaba Bolaño, cómo se editaba a sí mismo con una letra tan clara como pequeña.

Algo hay ahí: Bolaño es un calígrafo aplicado, escribe entre las líneas prefijadas del cuaderno, jamás se sale de orden. Habría que ver qué dice un grafólogo sobre eso, pero las imágenes de los manuscritos que cierran el volumen sugieren que siempre supo que había un horizonte, que lo que redactaba se dirigía hacia alguna parte, y que todo debía de estar más o menos claro cuando fuese descifrado, en ese futuro fantástico que es nuestro presente.

“El espíritu de la ciencia-ficción” está cerrada como novela. No es algo que quedó botado en el camino. Sí, Bolaño la mencionó alguna vez, pero luego la olvidó, no habló más. Pero ese olvido es el que decreta su valor. La semilla de “Los detectives salvajes” yace acá.

Ese orden formal quizás le da sentido, pues El espíritu de la ciencia-ficción está cerrada como novela. No estamos ante un experimento, no es algo que quedó botado en el camino. Sí, Bolaño la mencionó alguna vez, pero luego la olvidó, no habló más. Pero ese olvido es el que decreta su valor. La semilla de Los detectives salvajes yace acá. Acá está el corazón de su poética pues el libro funciona como un preview, un teaser, un trailer que prefigurará la obra que vendrá y lo que sabremos de él, dándonos apuntes sobre cómo hilará la mitología subversiva de su propia generación. Eso se debe a que El espíritu de la ciencia-ficción es una novela juvenil, una bildungsroman, un relato de aprendizaje sobre dos o tres o más escritores muy jóvenes en el México de los 70-80.

No sucede demasiado en la obra. Los personajes no aprenden mucho en ella. O quizás sí. Las mejores bildungsroman son aquellas donde no sucede nada. Esta es una. Dos chicos viven juntos en un departamento. Uno le escribe cartas delirantes a novelistas de ciencia ficción norteamericanos, el otro sobrevive como puede en la picaresca cultural de la ciudad mientras da vueltas con un poeta por los talleres literarios y garajes. Todos recorren las calles subidos en motos, perdiéndose en una noche que parece no terminar nunca. Todos están a la deriva. Buscan algo que los salve. El mantra de Luca Prodan es el suyo: no saben lo que quieren, pero lo quieren ya. Hay candor en eso. Y fe en el futuro. Porque este Bolaño, más inocente que cínico, cree que aquello puede ser el amor, la Revolución, la literatura.
Así, El espíritu de la ciencia-ficción describe los 80 tal y como Hate, el cómic de Peter Bagge, describiría luego los 90: con los protagonistas viviendo en el vacío, aferrados a los conocimientos extraños que atesoran, fetichizando sus propias vidas pues, como dice uno de los personajes del libro, confunden “esta sala hundida en medio de sabe quien qué clase de bosque con un palacio de cristal en lo alto de una colina (…) Aún no se han dado cuenta que esto es una ratonera. ¿Quién demonios cree que soy yo?¿Sid Vicious?”. De hecho, la mención a Hate no es accidental: el Jan Schrella de Bolaño, al escribir esas cartas delirantes a sus autores de sci/fi favoritos no puede dejar de parecer un hermano espiritual del George Cecil Hamilton III de Bagge, aquel muchacho negro de Seattle, obsesionado con el fantastique y las conspiraciones, que nunca salía de la casa pues le tenía miedo a todo contacto con otros seres humanos. Hermandad imposible, Bolaño y Bagge captan bien el sinsentido de ese delirio, esa sensación de que la realidad está hecha de secretos que sólo la literatura puede revelar porque tras ella se esconde un complot contra el mundo.

De este modo, la primera de las cartas está dirigida a Alice Sheldon, una psicóloga experimental que trabajó para la CIA y que firmó buena parte de su obra como James Tiptree Jr. Sheldon. Ella es una de las claves de la literatura de Bolaño, alguien mucho más relevante en su obra que Philip K. Dick y Ursula K. Le Guin. Consigna secreta que aparece también en Amuleto y Amberes, la cita a Sheldon señala el carácter anacrónico de El espíritu de la ciencia-ficción, esa condición de homenaje a la década del 70 (los años de gloria tanto de Sheldon como Tiptree y de los otros autores mencionados, como Robert Silverberg o Philip José Farmer), la época en que los personajes de la novela eran jóvenes y la ciudad se les presentaba como un laberinto. Los mismos años en que Bolaño era joven y aún nada pasaba porque el tiempo era algo que sólo podía ser medido gracias a la lectura de esas novelitas olvidadas y donde aún no llegaban el éxito, la enfermedad (la propia y la del mundo) y el crimen (Sheldon mataría a su esposo en 1987 para luego suicidarse). Gracias a lo anterior, el volumen se permite reflexionar sobre su lugar, sobre qué espacio ocupan los personajes y sus escrituras en el campo cultural del México de aquellos años: “¿Literatura? Sí, para mí sí; para Octavio Paz, por poner un ejemplo, no: garabatos, sombras, diarios de vida, frases tan misteriosas como una guía de teléfonos; para un profesor universitario, estelas lejanísimas, apenas el rumor de un fracaso desconocido; para un policía, ni siquiera algo subversivo”, dice alguien.

No es algo menor: El espíritu de la ciencia-ficción llega cuando hemos perdido un poco la perspectiva sobre quién era y qué importancia tiene la obra de Bolaño; aparece en el momento exacto en que su obra ha sido atrapada por miles de lugares comunes. Por lo mismo, nos devuelve a sus coordenadas básicas, a la primera parte de Los detectives salvajes, a los fantasmas de Ciudad de México, a las lecturas terribles y secretas de autores invisibles. Sí, es una obra de juventud, pero también algo más. También es una fotografía de época. En ese sentido, hay que leerla al lado de Entre la lluvia y el arcoíris, la antología de poesía chilena que Soledad Bianchi publicó en 1983 (donde Bianchi presentaba a Bolaño en el marco de los autores de su generación y le permitía incluir un vómito punk suyo como poética) y de Berthe Trépat, esa vieja revista de poesía editada por Bolaño y Bruno Montané que era tan under que ni siquiera figura en los raccontos de los fanzines españoles de aquella época.

Así, deja flotando en el aire el gesto de escribir sobre la propia vida para volverla una leyenda y lo que aquel gesto puede significar ahora mismo. Bolaño tenía 32 años cuando escribió este libro (está fechado: Blanes, 1984). Ya se había retirado del mundo. Ya había dejado México y Barcelona. Ya se había esfumado. Ya era un fantasma anónimo más de un exilio chileno lleno de miles de fantasmas anónimos. Por eso es interesante El espíritu de la ciencia-ficción, pues la podemos leer como la despedida de un treintañero a la juventud que ya pasó en un intento de retener un mundo que sobrevivirá sólo como literatura, como mito hecho de las notas sobre una ciudad y unas siluetas que alguna vez la habitaron, antes que esta las devorara.

Quizás por eso tiene su gracia estrellarse con El espíritu de la ciencia-ficción ahora. Mal que mal, Los detectives salvajes va a cumplir casi dos décadas. Es una obra maestra que ya mitificó a los poetas infrarrealistas y de paso reescribió los márgenes de alguna historia de la literatura. Esta novela no alcanzó a hacerlo. Quedó guardada, sepultada. Quizás estaba demasiado cerca en su intento de hacer una literatura de la vida o no tenía la distancia ni el espesor suficiente al tratar de resolver el enigma del propio pasado inmediato. No sé. Quizás sólo es el primer intento de algo que Bolaño ensayó cien veces hasta volverse un experto imbatible: aquel arte de congelarse a sí mismo para la posteridad, de convencerse de que la propia experiencia es la única épica confiable porque es lo único a lo que se puede aferrar alguien que mira el tiempo muerto en el horizonte del mar silencioso de un pueblo costero.

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