Es verano en Barcelona y todo el mundo está de vacaciones. Ferran Adrià (54) es de los pocos que no: por motivos familiares se quedó en la ciudad y se dedicó a trabajar. Son las seis de la tarde de un lunes y en su laboratorio, bautizado elBulliLab —que no es una oficina, sino la planta entera de un edificio—, está uno de los chefs más famosos del mundo vestido de short y sandalias, solo en medio de un espacio donde en un día normal hay más de 70 personas trabajando. La idea del laboratorio de un chef al que los medios asocian al concepto de cocina molecular da para muchas imágenes, pero aquí no hay pipetas, tubos de ensayo, ollas ni hornos: esto es un laboratorio de ideas, un gran estudio de cemento poblado de papeles, archivadores y paneles. Es decir, nada que se pueda comer.
—Seguramente me lo vas a preguntar: la cocina molecular, la famosa cocina molecular. No hay ningún libro que explique qué puñetas es. ¿Por qué se empezó a hablar de eso? Ven, ven —dice Adrià, quien dos minutos después de sentarse salta de su silla y camina hacia un panel donde hay enmarcadas revistas y diarios en los que fue portada. Toma el primer marco de la fila—: Año 2003, The New York Times. Esta portada es histórica, porque después de cuatro siglos, la alta cocina deja de ser un monopolio francés. Y le ponen un nombre muy bonito: “The nueva nouvelle cuisine”. Pero aquí en España somos tan tontos que no compramos. Y esto fue polémico, decían que fue porque Francia dijo “no” a Estados Unidos para la guerra de Irak.
Adrià deja el marco donde estaba y camina hacia una mesa en el otro extremo de la sala:
—¿Por qué te enseño esto? Porque ahí no hablaban de cocina molecular. Fíjate en cuántos artículos hablan hoy de eso. ¿Por qué nadie ha investigado de dónde viene esa idea? —reclama, y saca de entre una pila de carpetas el libro La ciencia en los fogones de la cocina molecular italiana, de Davide Cassi y Ettore Bocchia—. Esto es de 2005. Son científicos que estudian los procesos químicos y físicos en la cocina. Ahí empieza el lío de que esto es malo para la salud, y si te preguntas qué es la cocina molecular, no hay concepto detrás: no hay ninguna cocina que no sea química y física. La cocina no es natural por excelencia. Que no es sano: hostia, cuando bebes dos litros de vino Petrus, tampoco. Esto fue una movida muy política, de muy alto rango. Te explico para que veas lo poco ordenados que están la información y el conocimiento en gastronomía.
La palabra “molecular” no había aparecido en ningún momento de esta entrevista, pero Adrià la menciona para introducir el trabajo al que se ha dedicado estos últimos cinco años, desde que se sacó la chaquetilla de cocinero y cerró elBulli, el restaurante tres estrellas Michelin que fue elegido cinco veces el mejor del mundo por la revista británica Restaurant, y con el que revolucionó el arte culinario. El BulliLab, dice, ha sido su forma de investigar y organizar —junto a cocineros, historiadores, ingenieros, artistas, filólogos y antropólogos— el caos de una disciplina a la que le faltaba rigor científico.
—Lo que hacemos aquí es comprender cómo creamos, por un lado y, por otro, crear conocimiento para volver a crear. Esto tiene dos patas, y eso es lo difícil de comprender —advierte, y saca un cuaderno para dibujar un esquema:
—Una parte del BulliLab es la innovación y la creación, y la otra es la comprensión y el conocimiento. Estos son los dos trabajos que hacemos y se retroalimentan: para innovar hay que comprender. Imagínate que habláramos de pintura, me preguntas quién creo que fue más influyente, Braque o Picasso, y yo te dijera: “¿Quién es Braque?”. En cocina es igual. En gastronomía estamos con una fragilidad continua por falta de conocimiento, y por eso nos manipulan. La libertad para crear te la da el saber y la comprensión —explica, con el mismo espíritu docente que lo tiene hace siete años dando cursos sobre creatividad en la Universidad de Harvard. Toma una carpeta de una mesa y continúa:
—Esto es un trabajo de hace 3 meses, “Los tipos de cocina según las diferentes clases sociales en España”. ¿Qué es para ti la cocina popular?
—¿La cocina del pueblo?
—¿La que crea o la que come? ¿Es lo mismo? No. Hay muchas cosas que comemos que pueden haber sido creadas por clases altas y que en verdad no han cocinado ellos, sino sus sirvientes. Sólo esto, que es cultural, es increíble. No es sólo historia, es el presente: ¿qué es hoy la cocina popular? Vivimos la revolución más importante que ha habido en los últimos años: niños y hombres cocinan en casa porque las mujeres trabajan. Con MasterChef y todo eso no tenemos claro cuál es la cocina popular.
Adrià camina hacia otro rincón, donde guarda la colección de volúmenes que ha publicado hasta ahora, una treintena de trabajos cuya entrega más reciente es elBulli 2005-2011, siete libros de lujo que Editorial Océano trae a Chile a fines de este año, y en los que se reúnen, como en un catálogo de arte, todos los platos servidos en la última etapa de vida de su restaurante. Para quien quiera aventurarse, también vienen las recetas.
—Este libro es el final de una historia que marca el principio de esto, del BulliLab. Todas estas publicaciones, junto con las anteriores, suman 7 mil páginas. Es la primera y única vez en la historia que se catalogan los platos. Entre los grandes chefs de Francia, nadie ha datado los platos. No entienden que de aquí a 50 años no se van a poder estudiar. El tema es por qué me he metido en este lío —ríe—. Es el reto que me hacía falta cuando en elBulli no tenía muchos más. Es apasionante. Pero es difícil de explicar.
Deconstruir la cocina
El BulliLab puede leerse como una extensión física de la mente de Ferran Adrià: hay mapas conceptuales, esquemas y post-its por todos lados; algo así como una deconstrucción de ideas y saberes que se entronca con el estilo minimalista y posmoderno de la cocina tecnoemocional (término que prefiere usar en lugar de molecular) que lo hizo famoso. Hoy, con elBulli cerrado, de lo último que le interesa hablar es de comida: este laboratorio es ahora su cocina y acá, dice, se “come conocimiento para alimentar la creatividad”.
—Si te hablo de elBulli, ¿en qué piensas? —pregunta.
—En un restaurante.
—Ese es el problema. ElBulli se ha distorsionado mucho. La galaxia Adrià-Soler es todo esto —dice, y apunta a dos paneles de unos 20 metros de largo con los proyectos en los que han participado algunos de los miembros del equipo formado por él, su hermano Albert y Juli Soler, su socio histórico, fallecido el año pasado. Hay enmarcados desde una bolsa de papas fritas Lay’s con romero y ajo hasta una invitación para su restaurante.
—Hemos hecho tantas cosas, que ya no se sabe qué vertiente abordar, si la de Harvard, la de la innovación, la del restaurante, los libros, los negocios, la ciencia, el arte. El gran tema de elBulli es cómo fuimos disruptivos durante 25 años. No lo digo yo, lo dicen todas las escuelas de negocios: no hay ninguna empresa, ni Apple, que lo haya logrado —dice, delante de un cuadro con una caricatura de sí mismo hecha por Matt Groening, el creador de Los Simpson. En otro panel, detrás suyo, se lee en un diagrama: “¿Qué técnica se ha utilizado para elaborar este pollo al curry?”, una referencia al primer plato en el que utilizó la técnica de la deconstrucción, en la que las formas y texturas de los ingredientes se modifican hasta quedar irreconocibles y se recomponen en el paladar a través del gusto.
Croquetas líquidas, espumas de humo, raviolis transparentes y caviar de melón son algunas de las preparaciones por las que ha sido comparado con Dalí, Miró y Picasso. Su consolidación en este ámbito ocurrió en 2007, cuando la Documenta de Kassel, uno de los encuentros de arte más importantes del mundo, lo invitó a participar al lado de creadores como Gerhard Richter, Ai Weiwei y el chileno Juan Dávila.
—Todo eso me ha dado una visión muy holística de la gastronomía que muy poca gente tiene —afirma el chef, quien comenzó su carrera “sin vocación”, según explica: su primer trabajo en el rubro fue ser lavacopas en un hotel de Castelldefels, en los años 80—. La comida es el hecho cultural más importante de la historia, sin duda, porque es la única actividad que llevamos dos millones y medio de años haciendo. La única, junto con el sexo, y se mira de una manera muy frívola.
—¿En qué momento la cocina se convierte en un arte?
—Lo que se hace en un restaurante es reproducción artesanal. Alguien crea algo y se reproduce. Se puede comparar al arte cuando hablamos de creación y experimentación. Cuando vas a un restaurante de vanguardia, crees que están creando para ti, no tienes la sensación de que lo están reproduciendo. Si vas a ver Las meninas, es igual: no sabes si es el original o no. La gran equivocación en relación al arte es que se crea que todas las pinturas son arte. ¡Si hay artistas malísimos! Cuando se habla de cocina, en cambio, se es muy exigente. Pero la emoción que me da Andoni Luis Aduriz, uno de los mejores cocineros creativos del mundo, es igual a si veo una obra de Richard Serra.
—¿Lo artístico estaría entonces en la experiencia culinaria?
—El tema que hay ahí es hasta qué punto te tiene o no que gustar algo para que la cocina sea arte. Eso fue lo más importante que hicimos: introducir el concepto artístico en la experiencia, es decir, te iba a dar cosas que sabía que no te iban a gustar, pero que te iban a provocar y a hacer reflexionar. Había ironía, había cosas que no pasaban en la cocina. Esta barrera entre la performance y no performance fue muy interesante. Vino un crítico de arte estadounidense y dijo que elBulli era poco hard. ¿Pero qué quieres? ¿Que te mate un pollo delante? Si esto es cocina. En la cocina, como reflexión artística, hay mucho por hacer.
—¿Qué opinión tiene del fenómeno MasterChef?
—Fantástico. Es lo que le falta al mundo del arte, que creo está en una crisis increíble, porque se vive en otro mundo y a la gente le importa un pepino. Steve Jobs ha sido 10 veces más importante que Damien Hirst. La influencia del mundo del arte está hoy bastante en cuestión. Habría que explicarlo de una manera fresca y democratizarlo. Un tres estrellas Michelin vale 300 euros. Bill Gates no puede ir a un restaurante mejor, es superdemocrático en comparación con el arte, donde se compran cuadros por 100 millones de dólares.
—¿El próximo gran chef de vanguardia podría estar en América Latina?
—Podría estar en cualquier país del mundo que esté en desarrollo. Las grandes cocinas son las que tienen civilizaciones detrás, como México o Perú, pero hay creativos increíbles en otros lugares. Chile se conoce más por Rodolfo (Guzmán, chef y dueño del restaurante Boragó) que por la cocina popular, pero creo que el país tiene características para ser muy libre y hacer una cocina creativa diferente a toda América Latina. Es más una intuición que he tenido siempre que un análisis.
—¿Echa de menos cocinar?
—No. Mi creación ahora es todo lo que ves acá. Es mi misión y es dura. Es lo más duro que he hecho en mi carrera. El 30 de julio de 2017 vamos a cerrar aquí para abrir elBulli1846, en Montjoi, donde cambiará el porcentaje de trabajo: aquí investigamos y comprendemos, y creamos muy poco. Allá habrá más creación. Vendrán personas de todo el mundo, agitadores de otras disciplinas y cocineros, los más creativos, a trabajar juntos. Es un lab de máximo nivel en el que también habrá investigación. Hay que seguir ordenando una cantidad de conocimiento que se ha hecho mal y del que no hay referencias. No, no, no, esto es duro. Nadie se imagina lo duro que es.