Por Diego Zúñiga // Fotos: Marcelo Segura Noviembre 25, 2016

El hombre dibuja con neoprén letra por letra el abecedario. Está vestido impecablemente de negro, lleva unos tacos aguja y avanza por la pasarela de una comuna periférica de Santiago, al lado de una carretera, al lado de un cementerio. El hombre dibuja las letras y después, una a una, les dispara con un encendedor y les prende fuego. El abecedario completo incendiándose en una pasarela de Santiago, el abecedario ardiendo frente a ese hombre, que es Pedro Lemebel realizando, en el invierno de 2014, su última performance.

Una performance que se tituló Abecedario y que quedó registrada en un video de más de 10 minutos que ahora mira atentamente el escritor argentino César Aira (1949), en una de las salas del Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos, pocas horas antes de recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en La Moneda, de manos de la presidenta Michelle Bachelet.

_MSM8680.jpgObserva, en silencio, la última performance de Lemebel y luego sigue recorriendo la exposición Una imagen llamada palabra, donde se ha reunido a una buena parte de los mejores artistas contemporáneos chilenos: Lotty Rosenfeld, Eugenio Dittborn, Paz Errázuriz, Iván Navarro, Juan Downey, Juan Pablo Langlois, el CADA y una serie de poetas que han experimentado con las artes visuales, como Vicente Huidobro, Raúl Zurita, Diego Maquieira, Claudio Bertoni y Juan Luis Martínez, poetas que Aira ha leído y de los que ha hablado en más de una ocasión. Escritores que se han dejado influenciar por las artes visuales, tal como le ha ocurrido a él, que este año publicó un ensayo extraordinario titulado Sobre el arte contemporáneo (Literatura Random House), donde cuenta cómo para él escribir siempre ha sido una forma más cercana a la pintura que a cualquier otra expresión.

Escribir como dibujar. Mirar por primera vez una obra de Marcel Duchamp en un libro y entender que eso es lo que quería hacer él, pero con la literatura, con su escritura: “Creo que lo que se me reveló, a través de aquel desplegable transparente en el que estaba fotografiado ‘El Gran Vidrio’, fue la inutilidad de escribir libros, aun amándolos como yo los amaba, o precisamente porque los amaba. Había llegado la hora de hacer otra cosa. Esa otra cosa (que por lo demás ya estaba hecha y la había hecho Duchamp) fue lo que hice en definitiva, usando el disfraz de escritor para no tener que explicarme: escribir las notas al pie, las instrucciones imaginarias o burlonas, pero coherentes y sistemáticas, para ciertos mecanismos inventados por mí, que hicieran funcionar a la realidad a mi favor”, escribió Aira en ese ensayo.

Y por esos mecanismos que son sus novelas, cuentos y ensayos, Aira fue premiado con el Manuel Rojas —dotado de 60 mil dólares— y es considerado uno de los escritores latinoamericanos imprescindibles de la actualidad, ya no sólo en nuestro idioma, sino también en las más de 20 lenguas a las que ha sido traducido.
Novelas, cuentos, ensayos que tienen una característica en común: ser pequeños artefactos impredecibles, bombas que explotan en las manos de un lector, novelas que no parecen novelas, ensayos que no parecen ensayos, libros que funcionan como si fueran, efectivamente, una obra de arte contemporáneo.

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Si tuviéramos que hacer una lista completa de los libros que ha publicado César Aira, sería prácticamente imposible. Dicen que son más de 80, más de 90: novelas, cuentos, ensayos que ha publicado en editoriales transnacionales —tanto en Planeta como en Penguin Random House existe una “Biblioteca César Aira”—, en ediciones privadas, en muchas y diversas editoriales independientes desperdigadas por Latinoamérica. Porque Aira fue, quizá, el primero de los escritores que entendieron que la mejor forma de que sus libros circularan realmente por los distintos países de este continente era a través de esos proyectos más pequeños que hoy se han tomado el panorama. Editoriales en México (Era), Perú (Estruendomudo), Chile (Ediciones UDP, Cuneta y Hueders) y Argentina, donde sus últimos libros se consiguen en Mansalva y Blatt & Ríos, pero también en Beatriz Viterbo, donde ha publicado más de 20 títulos.

—Todo eso ha sido un poco casual —cuenta Aira, sentado en una de las salas del Centro Nacional de Arte Contemporáneo de Cerrillos—. Me he hecho amigo de todos mis editores, quizá por un sentimiento de culpa que tengo, porque sé que conmigo pierden plata y me publican de buenos que son. Y me encariño con ellos, y algunos han terminado siendo mis mejores amigos.
Aira dice que el primer libro que publicó fue Ema, la cautiva —indiscutiblemente, una de sus mejores novelas—, en 1981, y lo hizo gracias a Fogwill, quien tomó el manuscrito y se lo llevó a un editor. A esa altura, sin embargo, ya había escrito muchas, muchísimas novelas —dice que aún guarda manuscritos de unas 20 o 30 inéditas—, y en algunos lugares aparece Moreira, en realidad, como su primer libro, publicado en 1975. Lo que importa, en todo caso, es que ya a partir de los 80, Aira empezó a escribir y publicar con mucha frecuencia, y de esa época son algunos de sus mejores libros, como la mítica La luz argentina, novela inencontrable sobre una ciudad en la que se corta la luz y aquella oscuridad hace caer en trance a la mujer del protagonista, que está embarazada. En ese momento, Aira ya está instalado en Buenos Aires, aunque su formación lectora comenzó en Coronel Pringles, donde nació.
—En esa época leíamos al Boom, yo fui contemporáneo. Compré la primera edición de Cien años de soledad en el 67. Todavía estaba en el colegio. Debería haberla conservado, porque se vende a alto precio, ¿no? —dice Aira y sonríe—. Estábamos entusiasmados con esos escritores, pero con el tiempo se fue desinflando todo. Los autores empezaron a escribir cada vez peor, y esos libros que tanto nos entusiasmaron perdieron su gracia. Muchos años después traté de leer Cien años de soledad y se me caía de las manos.

 "Estábamos entusiasmados con los escritores del Boom, pero con el tiempo se fue desinflando todo. Los autores empezaron a escribir cada vez peor, y esos libros que tanto nos entusiasmaron perdieron su gracia. Muchos años después traté de leer ‘Cien años de soledad’ y se me caía de las manos".

Ese desencanto que le produjo el Boom provocó, de alguna u otra forma, dos cosas concretas: primero, que su escritura justamente transitara por un camino opuesto, mucho más disparatada, con una imaginación excéntrica, lejos de los grandes relatos del Boom. Y segundo, el deseo de hablar de la otra literatura latinoamericana, que estaba quedando oculta bajo la sombra de García Márquez, Vargas Llosa y compañía.
—En los 80, todo el gran tesoro de la literatura latinoamericana anterior se había olvidado. De ahí surgió la idea de hacer un diccionario que recuperara esa literatura, que la comentara.
Así nació la idea del Diccionario de literatura latinoamericana, libro donde Aira repasa la literatura del continente y les dedica entradas a autores como Borges, Joaquín Edwards Bello y Manuel Rojas, de quien escribe uno de los textos más largos del libro, que Tajamar Editores reeditará en Chile en los próximos meses.
—Estuve más de un año preparando el libro. Una editora me propuso hacerlo y llegamos al arreglo de que me pagara un sueldo durante todo un año para que yo no tuviera que hacer mi trabajo habitual, las traducciones. Así que empecé un primero de enero con la idea de terminarlo el 31 de diciembre. Son muy ordenado con esas cosas. Pero no lo conseguí. Tuve que trabajar tres meses más, todo el verano, y entregué el 31 de marzo. Esos últimos tres meses fueron sin sueldo, claro —dice y se ríe mientras recuerda esos años en que una buena parte del tiempo la gastaba haciendo traducciones.

—¿Cuál de todas las traducciones que hiciste recuerdas con más cariño?
—No muchas, porque yo me especialicé en literatura mala, best sellers, que son mucho más fáciles de traducir. Y de vez en cuando traducía algo bueno. Lo hice durante 35 años. Pero recuerdo algunas cosas: Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki; Vacación hindú: un diario de la India, de J. R. Ackerley, y hace poco traduje Hebdómeros, de Giorgio de Chirico.

—Yo recuerdo haber leído una traducción tuya de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, que es un libro impresionante.
—Sí, esa la hice… El director de Sudamericana, Enrique Pezzoni, me llamó y me dijo que necesitaba esa traducción con urgencia, en 15 días, porque iban a estrenar la película. La novela estaba traducida en España, pero necesitaban una traducción nueva para publicar el libro con una foto de la película en la tapa. Le dije que yo nunca había traducido del italiano, pero Pezzoni me dijo que era muy fácil. “Sólo ten cuidado con una cosa: la palabra camino parece decir camino, pero significa chimenea”, me explicó. Me pasó la traducción que había hecho Alianza para consultar detalles. Y no me fijé casi en nada porque efectivamente me resultó fácil traducirla. Pero casi al final de la novela, el protagonista dice: “¿Qué me queda a mí? Estar sentado todo el día frente al camino...". Y como estaba advertido, puse chimenea. Pero me dije que en la traducción del español decía: "Estar sentado todo el día frente al camino"...—dice Aira y se ríe, recordando el error—. Era una novela muy triste, me acuerdo.
Aira tradujo novelas durante 35 años, pero es un oficio que ya casi ha abandonado. Pudo dejar de hacerlo cuando no necesitó el dinero de esas traducciones, cuando sus libros comenzaron a circular con mayor fuerza en el extranjero y los anticipos fueron más generosos. Hoy, de hecho, su obra está empezando a ser leída en Estados Unidos y en Inglaterr. El año pasado estuvo nominado al prestigioso Man Boocker International, y Patti Smith escribió una elogiosa crítica sobre su obra en The New York Times.

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César Airea mira los collages de Juan Luis Martínez y Diego Maquieira, se detiene ante los poemas pintados de Vicente Huidobro, se pierde en una instalación de Gonzalo Díaz, mira con una lupa una de las diapositivas de Rodrigo Gómez Rovira y entra en un cuadro verde que intervino Rainer Krause, donde se escuchan distintos textos en lengua kawésqar. Lo recorre y se deja envolver por esa lengua indescifrable.
Cada vez que viaje, trata de ir a museos. Hace poco, uno de sus artistas favoritos, el muy cotizado pinto alemán Neo Rauch, a través de su galerista, le propuso hacer un proyecto en conjunto. Le dijo que había leído sus novelas, que le gustaban, pero Aira, muy honrado, le dijo que no era bueno para las colaboraciones. Ahora, de hecho, después de publicar su ensayo Sobre el arte contemporáneo, ya no quiere escribir más del tema.
—No voy a escribir más sobre arte contemporáneo ni opinar, porque me da la impresión de que muchos de mis colegas están yendo hacia esa dirección, por un motivo bastante claro: en el arte contemporáneo está la plata grande. Veo que muchos escriben catálogos, que gozan de críticos de arte. Muy lindo que te inviten a las bienales y eso, pero creo que por elegancia me voy a restar.

— ¿Y te gusta escribir ensayos?
—Mmm...me los han elogiado. Pero cuando los escribo me dan mucho trabajo, porque con el ensayo, el art´culo, todo lo que no sea ficción, hay como una exigencia de hacerlo bien, de ser racional, así que,, en fin, lo hago cuando tengo que hacerlo o cuando me obligo a hacerlo, pero no es lo que me gusta. De hecho, a veces he pensado que si escribo ensayos, es para sentir el contraste: cuando vuelvo a lo mío, a la ficción, siento la libertad total de decir disparates y no hay nadie mirándome por encima del hombro para juzgarme.

—Una de las mayores cualidades que se destacan de tu obra es la libertad que irradian. Son novelas delirantes, donde todo puede ocurrir. ¿De dónde viene toda esa libertad?
—No sabría decirte. Creo que es algo natural en mí, quizá compensatorio, porque en mi vida extraliteraria soy lo más normal del mundo, un pater familias, pequeño burgués, ordenado, pago mis cuentas, no bebo, no me drogo, no tengo amantes; entonces, supongo que compenso con esta cosa onírica, fantástica. También nace del amor a la literatura, del amor de un lector a la literatura: ¿por qué no probar hacer algo parecido a lo que leo, pero a mi modo?

—Hace poco dijiste que no publicarías en un buen tiempo. ¿Ha cambiado esa decisión?
—Sigo en huelga de publicación. He pensado en publicar en otros países y comprometer a mis editores a que no distribuyan esos libros en Argentina —dice y se ríe—. Así que ahora mismo voy a hablar con algunos acá en Chile. Vamos a ver qué resulta.

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