Sartén de cuatrero, negro curiche, raspado de queque, chocolito, indio, feo. Así lo llamaban sus compañeros de colegio en Cerro Navia. Bernardo Oyarzún (1963) no recuerda con rabia esos apodos. Lo que recuerda es la creatividad de sus compañeros. “Todos teníamos un apodo”, dice quien hoy es uno de los artistas visuales más atípicos de la escena local, y que se ha ganado el respeto de la crítica trabajando con su biografía y, especialmente, con su propio cuerpo, con ese rostro inequívocamente mestizo y moreno.
De abuela huilliche, no nació en un hospital sino que en el campo, en Los Muermos, cerca de Puerto Montt. Cuando tenía dos años, su familia emigró a Santiago. Se crió en Cerro Navia, cuando todavía había chacras en esa comuna. Estudió en el Liceo Industrial Alberto Hurtado, en Quinta Normal. Ahí descubrió el rock y estudió Electricidad para asegurarse de salir con un oficio, aunque su papá carpintero y su mamá dueña de casa siempre quisieron que fuera a la universidad junto a sus cuatro hermanos.
El 82 lo consiguió y entró a estudiar Arte en la Chile. Era un mundo completamente nuevo para él. Estuvo aturdido todo el primer semestre de la carrera. Ver llegar a sus compañeros en auto era toda una rareza para él. “Yo era lejos el más marginal. Vivía realmente en la periferia”, dice.
Cuando se sacó su primer 7, en el ramo de escultura con Patricia del Canto, supo que no estaba tan perdido en su camino. Fue ayudante de Gonzalo Díaz, Premio Nacional y uno de los grandes referentes del arte local de las últimas décadas, a quien además ayudó en algunos de sus montajes más emblemáticos, como es el caso de la instalación Rúbrica (2003). Una de sus compañeras fue Josefina Guilisasti, los únicos de su generación que hicieron carrera en el mundo del arte.
Esos apodos de sus compañeros de colegio los rescataría años más tarde para la muestra Proporciones de cuerpo (2003), en Matucana 100, un tríptico que incluía una foto de su cuerpo desnudo, que por cierto no correspondía a las proporciones ideales de “El hombre de Vitruvio” de Da Vinci, que citaba en ese trabajo. Pero antes de eso, antes de que se atreviera a hacer obras con su cuerpo, Oyarzún vivió un episodio que lo marcó para siempre.
Fue a fines de los 90, y caminaba por Vicuña Mackenna al llegar a Ñuble, cuando un furgón de Carabineros se detuvo frente a él. No lo dudó ni por un segundo. “Me van a detener”, pensó. Siendo adolescente, ya había vivido algo parecido con sus amigos cuando iban a veranear al litoral central, y cada vez que se acercaban a Algarrobo, los correteaban, según él, “para que no hubiera rostros poblacionales” dando vueltas por ahí. Pero esta vez fue distinto. Lo subieron al furgón y lo llevaron a una ronda de reconocimiento. “Si alguien me hubiese identificado erróneamente, habría terminado en la cárcel”, dice.
Fue una detención por sospecha que lo dejó mal. Estaba nervioso todo el tiempo, con una timidez extrema. Se le secaba la boca, y cuando sonaba el teléfono era incapaz de hablar. Se asustó y fue al psicólogo. De esas sesiones nació Bajo sospecha (1998), su primera muestra individual, en la Posada del Corregidor, donde Oyarzún no sólo expuso tres fotos suyas como si fueran las fichas policíacas de un delincuente. También sumó a su familia en “La parentela o por la causa”, en la que incluyó 160 retratos de sus parientes. Todos accedieron a participar. Todos igualmente morenos y discriminados.
—Al querer hablar de discriminación, uno se da cuenta que es algo que no sólo me pasó a mí, eso me impresiona de Chile. Hay una actitud masoquista en exponerme, hay dolor, pero tenía que vencer mis propios traumas. Yo creo que la identidad chilena está cada vez más corroída por la absorción de cualquier cosa que llega de afuera, eso para mí es debilidad cultural. La gente es cada vez más arribista y eso facilita la discriminación.
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Bajo sospecha fue la carta de presentación de Oyarzún no sólo en Chile, sino que también en el extranjero. En 2008 participó con esa exposición en la Bienal de Valencia, que fue curada por Ticio Escobar, crítico de arte que más tarde se convertiría en ministro de Cultura de Paraguay, y en curador de la Trienal de Chile (2009).
—Me interesó la potencia y la violencia del relato de discriminación, con un montaje superlimpio –dice Escobar sobre esa obra.
Ese fue el primer trabajo en conjunto, que ahora los tiene al frente de un proyecto mucho más ambicioso: el envío chileno a la próxima Bienal de Venecia, el 2017. Por eso, cuando hace unos meses el Consejo de la Cultura de Chile abrió la convocatoria a curadores para participar, Escobar, que lleva muchos años dedicado al estudio del tema indígena a través del Museo del Barro en Paraguay, siempre tuvo a Oyarzún como su primera opción.
Lo que más destaca es la alta calidad estética de la obra de Oyarzún:
—Es un artista serio, absolutamente profesional y muy jugado, su imagen es muy variada. Está lanzándose siempre, es muy audaz. Trabajar con Bernardo es una maravilla, no es que siempre te diga que sí o que te pelee, te obliga a un feedback. No es de muchas palabras, pero es de palabras exactas. Para mí es un premio trabajar con un artista como él.
Oyarzún está preparando para el Museo de la Memoria una obra sobre las masacres de la historia de Chile.
Fueron cortos los plazos para trabajar la convocatoria. Todo fue coordinado por Skype, por teléfono o por mail, hasta que un jurado internacional los eligió como los representantes chilenos para uno de los encuentros artísticos más importantes del mundo. Sólo hace un par de semanas se juntaron en Santiago para definir los últimos detalles de Werken, que llevará a Venecia 1.500 máscaras mapuches sostenidas por varillas de hierro, a la altura de la mirada, que se emplazarán en el centro de una sala. En los muros se instalará una línea de letreros led en que se desplegarán los 6.090 apellidos mapuches, en una semipenumbra que estará iluminada principalmente por las luces rojas de los letreros, en una puesta en escena que Escobar adelanta como “barroca, casi teatral”.
Todas las máscaras van a ser distintas, y serán encargadas a distintos artesanos mapuches durante este verano.
Dice Oyarzún:
—Yo quería trabajar con los apellidos mapuches, pensando en todo lo que representa cada apellido, cada uno es un luchador. Estaba buscando un dispositivo para darle corporeidad a los nombres. Ticio rayó con la idea de las máscaras. Pasé del diseño de un cultrún gigante a los kollong, las máscaras, que son herramientas de representación dentro del mundo mapuche. El kollong es un personaje del nguillatún que se asocia con el español, porque tiene bigotes. Está disfrazado de español con una espada de palo, es una especie de bufón.
El werken, el mensajero al que alude el título de la exposición, en cambio, tiene un significado mucho más político para Oyarzún:
—El werken es un personaje más ilimitado, le competen muchas cosas de la cultura mapuche, a diferencia del weichafe, el guerrero. El werken tiene el don de la palabra, es un político, puede negociar. En ese sentido para el Estado de Chile es más peligroso que un weichafe, que los matan al toque. Para mí es un gesto político esta obra. Sin esta densidad política sería un proyecto débil. Esta obra no está hablando del paraíso. Estamos hablando de un vacío, del vacío de estas máscaras. El conflicto mapuche es histórico y el Estado no ha tenido voluntad de darle una solución.
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Bernardo Oyarzún no sueña con Nueva York ni con Europa. No vive en Lastarria, Barrio Italia o Providencia. Oyarzún vive junto a su mujer, Pamela Iglesias —que también es artista visual—, y sus tres hijos en Puente Alto, cerca del hospital Sótero del Río, en una casa en que nada delata su faceta artística. O casi nada, si se repara en unos tótems que se divisan en el antejardín, y que hace un par de meses expuso en la Galería Patricia Ready, como parte de la muestra Mitomanías. Relatos de la imaginación.
Así transcurre la vida de Oyarzún. De Vitacura a Puente Alto, sin escalas.
—Este es mi espacio. Soy visitante asiduo de los mercados persas, y los mejores están cerca de acá, en Puente Alto. Estoy cerca del Cajón del Maipo. Pero mi proyecto como familia es irnos de Santiago. Acá sufro del nervio ciático. Es una cosa biológica. Tengo problemas físicos con Santiago. El sur es mi lugar.
En una escena del arte obnubilada por las inauguraciones, el vino de honor y los amiguismos, Oyarzún da un paso a un costado. Su lugar en el mundo está en el sur, más específicamente en Cabrero, cerca de Chillán. Su casa en Santiago dice, es prácticamente una bodega, salvo por las obras de Gonzalo Díaz y Claudio Correa que cuelgan de las paredes, junto con un gran retrato suyo, en pose de macho recio, que pertenece a la serie Cosmética (2008), que realizó después que en una bienal de arte indígena una mujer le preguntó: “Tú eres el más feo, así que tú eres Bernardo Oyarzún, ¿no?”.
Oyarzún tiene su taller en el campo, rodeado de árboles frutales. Allí encuentra tranquilidad para planificar sus proyectos, que no sólo se limitan a Venecia. Otra exhibición que lo mantendrá ocupado en los próximos meses es una obra que forma parte de un proyecto para el Museo de la Memoria que bautizó como Funa, palabra mapuche que alude a algo podrido.
—Es una funa a la historia ilustrada de Chile, un cuento que nos han transmitido desde niños y que es una gran mentira —dice Oyarzún, que valora el trabajo de autores como Jorge Baradit al difundir a nivel masivo nuevos relatos sobre la historia de Chile.
Oyarzún también se propone escribir un relato B de la historia de Chile. A su modo, claro. En un montículo apilará pedazos de estatuas, de falsos héroes como les llama, partiendo por O’Higgins. Y, en la segunda parte de su intervención, está preparando una serie de frisos que relatan siete episodios cruentos de la historia chilena, desde la matanza de la Escuela Santa María de Iquique, hasta otras menos conocidas, como la que ocurrió en 1906 en Bajo Pisagua, en el río Baker.
Es una obra muy crítica y política, porque Oyarzún está convencido de que el arte puede provocar algo de reflexión:
—Además de lo que uno se propone, la obra tiene dimensiones insospechadas. Las repercursiones superan cualquier intención. En mi caso, el arte me ha servido como terapia, ha sido mi mejor psicólogo.