Estamos en la era de los márgenes, por lo que la aparición de un libro como Black out no debería sorprender. Pero sorprende no sólo por la intensidad, sino por todo lo que no es: correcto, predecible, pudoroso. Pocos autores escriben así, con este grado de riesgo, con la total incapacidad de incluso analizar la locura que están cometiendo. Porque Black out mancha, secreta, contamina, huele. No es un producto de taller, no es ese tipo de literatura burguesa. Esto no es un premio Alfaguara, esto no es un pasquín disfrazado de alta cultura, esto no es prosa para acurrucar y ayudar a dormir. Tampoco es el tipo de libro, creo, que les puede gustar a los guardianes de las buenas formas y que apoyan los artefactos ideales para regalar en Navidad.
El libro collage de la argentina María Moreno (crónica, memoria, biografía de amigos, retrato de una era, autobiografía impúdica, liminal, que recupera sin nostalgia la memoria de una generación perdida-extinta y de una época del periodismo porteño que fue aniquilado) tiene como meta noquear al lector y hasta escupirle, dejarlo insomne, con caña. Moreno, de paso, remueve y lleva a un lugar limítrofe la idea de lo que se entiende por biografía; como lo ha dicho ella, no le interesa confesar, sino contar. Y eso hace: no pide permiso, no se justifica, no tiene tiempo o ganas para hacer literatura porque ella se siente periodista. Cuenta. Cuenta lo que le pasó, lo que recuerda y no recuerda, se desvía y conecta, se desdobla en sus amigos muertos. Moreno se confiesa varonera irredenta (la única mujer del grupo, la chica que se cuela en los bares a tomar y conversar de la vida) y su libro tiene algo masculino o, quizás, tiene poco de literatura-para-mujeres, pues este volumen colosal e impredecible no intenta dañar la experiencia para transformarla en ficción sino más bien desea hacer algo más curioso: recrear la épica de la resaca, narrar como lo podría hacer quien ha tomado demasiada ginebra barata.
Moreno no se permite ser melancólica y, más que extrañar el pasado, lo constata y, de paso, hace que el lector que no vivió en los bares porteños de los 60 y 70 se sienta parte indiscutible de ese grupo de amigos extintos.
Sabe que corre riesgos pero, en el mundo de María Moreno, que ha hecho de la ciudad y de la noche su patria, esto tiene más que ver con que la lean en clave Bukowski femenina. “Es uno de mis libros más artificiales aunque haya algo de exposición personal, una suerte de autobiografía a través de la biografía de otros”, le comentó a un diario porteño intentando quizás dar pistas como para leerlo (mal que mal eso hace Moreno: es una crítica cultural). “Corro el riesgo de que se lo lea como una confesión, legado de mi experiencia de vida. Por eso mismo lo hice con un estilo muy trabajado, hiperescrito, a la manera de un conjunto de microensayos. Es que hay una voracidad del lector por comer carne de artista. Por eso las biografías de escritores funcionan. Hay un mercado de la intensidad. De vivir lo fuerte por delegación”.
Es probable que eso suceda y la portada con ella como una suerte de Marianne Faithfull rockera ayuda a mitificarla, pero lo cierto es que el libro es justamente eso: un artificio, pero para nada uno cultural. Moreno logra contar como lo podría contar alguien que no recuerda del todo lo que sucedió ayer. Usa el black out y la duda como pilares. Y, en efecto, cuenta, no confiesa. No anda buscando un sacerdote que la expíe sino cómplices que la acompañen. Moreno, una gran cronista y crítica cultural (releer urgente Subrayados. Leer hasta que la muerte nos separe; subrayar entero Teoría de la noche) que apenas tiene una novela corta que nadie ha leído, demuestra lo que ya sabemos qué rato: ya no es necesario ser escritor de novelas para tener una voz (en ese sentido, leer Black out con Fuera de lugar, el notable y irreductiblemente personal nuevo libro de Óscar Contardo parece un combo caído del cielo y una prueba contundente de que a veces la ficción no basta para seducir). Moreno cree que la escritura plebeya, la que no intenta ser literaria, que es urgente y apurada, es la que se escribe en la contaminación. Contardo, cuya prosa es plebeya, contaminada y en sus mejores momentos resentida (de mucho sentir, de re-sentir) y provinciana, en un momento, confiesa: “...no me gusta escribir en primera persona, al menos no de una manera en que se note, porque desliza una carencia absoluta de pudor, gusto y talento...”, pero termina usando tanto la tercera persona como una suerte de primera persona piola para crear un nosotros confesional, que conecta. María Moreno no tiene pudor ni gusto, pero le sobra talento y se nota que esta es su voz, pero tampoco es un yo víctima o un yo que desea compasión (“¿si escribo lo que escribo, ¿me desnudo?”; “comencé a beber para ganarme un lugar entre los hombres”).
Tal como Óscar Contardo, acá se usa el yo para narrar una época, un estado-de-las-cosas, una era, un plural. Moreno remixea las cintas de amigos hombres (Los inútiles de Fellini, La ley de la calle de Coppola) y las hace suyas. “No es verdad que el alcohol obnubile, no siempre: a veces plantea un enigma y permite encontrarle la vuelta. Sabía que en el fondo del río había cuerpos, que cada resaca era, en potencia, una confesión. Se trataba de una fantasía, pero cuando alguien me decía que no podía pisar el fondo del río, ese barro fino, hecho de quién sabe qué sustancias, lo juzgaba mal. En cambio, me parecía que, si me paraba con los ojos cerrados y los pies sumergidos en el barro, tomaba una especie de comunión. ¿Pero con quiénes? (...) ¿Qué hacíamos en esos años? Escribir pero no publicar, no poder escribir, escribir por rutina y paga, vivir como si se escribiera...”.
Black out tiene algo de réquiem y eso que María Moreno deja de beber al final (¿se salva?) y es capaz de narrar lo que vivió. Pero el libro no es autoayuda y el tono es de recrear esos momentos de resaca como una era extinta, que no volverá, que fue acaso mejor y más intensa. “No separaba la sed de las ganas de aturdirse. En todo caso, mi padre bebía para liquidarse, como yo. Primero para darse ánimo pero, enseguida, para perder la conciencia, calmando así cualquier angustia, mucho y rápido con su boca insaciable. Hasta el sopor y el sueño o el coma intermitente antes del horror de despertarse en la feroz lucidez del día. Bebo en exceso porque bebo con la boca de mi padre”.
Moreno no se permite ser melancólica y, más que extrañar el pasado, hace algo curioso: lo constata, lo recuerda y, de paso, hace que el lector que no vivió en los bares porteños de los 60 y 70 se sienta parte indiscutible de ese grupo de amigos extintos. Uno cierra el libro y la resaca que te llega es otra: el delirium tremens de entender que el libro terminó y ya no es parte de uno.