Por Álvaro Bisama, escritor Diciembre 16, 2016

A la luz del estreno de Rogue One: Una historia de Star Wars del inglés Gareth Edwards, la última película de Star Wars, habría que volver a ver los modos en que Monsters (2010) usaba el cine fantástico para dar cuenta de las tribulaciones afectivas de sus personajes. Road movie tan triste como eficaz, la cinta detallaba el viaje que una pareja de desconocidos (una bióloga marina y un fotógrafo de prensa que debía cuidarla) emprendían por un México arrasado, lleno de criaturas extrañas y amenazantes. La primera película de Edwards fue filmada con sólo 500 mil dólares y era una peculiar travesía existencial donde los kaijus (los monstruos gigantes que pusieron de moda obras como Godzilla, cuyo remake filmaría en 2014 el mismo Edwards) servían para amplificar la devastación vital de los personajes, que daban vueltas por un paisaje que apenas entendían, pero que era, más allá del miedo, capaz de conmocionarlos en lo más íntimo. Porque el director entendía de fantastique; los diez minutos finales de esa cinta eran tan bellos como extraños, una peculiar epifanía ambientada en una bomba de bencina donde la pareja protagónica quedaba suspendida en el aire, observando una maravilla inesperada que los devolvía a sí mismos y a la jaula construida con sus propios deseos.

Anoto esto porque, por momentos, Rogue One parece una reescritura de Monsters. Una reescritura triste, terrible y, aun así, espectacular. Tal es el mérito de Edwards, que cogió un pequeño detalle de la Star Wars original (el sacrificio de quienes estuvieron a cargo del robo de los planos de la Estrella de la Muerte) para lanzar a Felicity Jones (Jyn Erso) y Diego Luna (Cassian Andor) a un viaje tan asombroso como doloroso, muchas veces absurdo, acaso quizás vacío, para narrar su participación invisible en una guerra sin fin.

rogue-one-a-star-wars-story_poster_goldposter_com_79.jpgDe este modo, la cinta contiene todo lo que una película de Star Wars debe tener (robots irónicos, troopers de todo tipo, asesinos, Darth Vader, destructores imperiales, planetas exóticos, escuadrones de cazas X cruzando el espacio, rebeldes escondidos en planetas lejanos y una batalla final que debe ser la más espectacular de la saga), pero es capaz de exceder aquello para proponer otro tono, más gris y desolado. Porque en Rogue One no hay consuelo, ni humor, ni luz de ningún tipo. No hay ligereza acá, ni están los diálogos leves y felices de Rey (Daisy Ridley) y Finn (John Boyega) que eran el modo en que J. J. Abrams trataba de procesar la pena que traía la muerte de Han Solo en El Despertar de la Fuerza.
No es raro. Edwards entiende que sus personajes están arrasados, quebrados de múltiples modos. Todos están perdidos, viven en sitios que van a explotar. Apenas saben quiénes son, han pasado demasiado tiempo sumergidos en otras identidades, viviendo en el lado extremo de las cosas; para ellos el genocidio es algo real. Esa mirada no es nueva para el director: Monsters instalaba sus kaijus en la frontera entre Estados Unidos y México, y con ello obligaba a hacer una lectura política tan radical que era capaz de incluir explícitamente aquel muro que ha excitado la imaginación de Donald Trump todo este año.

Lo mismo pasa con el universo de Star Wars. Rogue One lo hace saltar en pedazos porque pone a sus personajes al nivel de la calle, los ensucia, entiende la mitología de la serie como un pozo séptico, como una colección de leyendas hiladas quizás desde la celebración de una violencia ritual que acá carece de sentido. Queda claro en los primeros minutos, cuando un trooper negro lanza al suelo el muñeco de un trooper blanco clásico: esto no es un juego. Más allá de toda redención, Jyn Erso (Jones) y Cassian Andor (Luna) son personajes extraños que apenas se entienden a sí mismos y existen al borde de la historia central de la franquicia, clandestinos, silenciosos y letales. Pero Edwards los toma para convertirlos en protagonistas, haciéndolos deambular por ciudades atestadas, sometiéndolos a la lengua vacía de la política, confrontándolos con una utopía basada en el exterminio total. De hecho, dos tercios de la cinta transcurren de noche, haciendo que la única luz que llega a esos lugares sea la que precede a la destrucción total.

Sí, hay algo de fanservice en la presencia ubicua de Darth Vader, pero también de terror gracias a la reinterpretación de los viejos tópicos de la franquicia, a partir de la violencia que define las relaciones entre padres e hijos y la mutilación corporal como metáfora heráldica del camino del guerrero. Pero acá hay una lectura política que se hace ineludible. En la cinta, estatuas gigantes de jedis yacen en la planicie del desierto y la facción más extremista de la Alianza habita en una ciudad sagrada a cargo de Saw Gerrera (Forest Whitaker); al lado de ellos, Orson Krennic (Ben Mendelsohn), quien está a cargo de la construcción de la Estrella de la Muerte, es un fascista elegante que cree de modo explícito en el holocausto como anhelo de paz.

Rogue One no escapa a su lectura del presente al sugerir que el único cine masivo posible hoy en día es un cine capaz de filmar el desastre.

Lo interesante es cómo esto se configura en el contexto de una película de entretenimiento masivo, al modo de ciencia ficción de matiné. En ese contexto, Rogue One tiene más cercanía espiritual con el extraordinario remake que hizo Ronald D. Moore el 2004 de Battlestar Galactica que con las películas que hizo George Lucas sobre el destino de Anakin Skywalker. Nada queda en pie acá: la Fuerza los ha abandonado a todos, es apenas una palabra hueca, con suerte una sombra que los ojos blancos de Chirrut (Donnie Yen en una versión triste del héroe japonés Zatoichi) intuyen en la cercanía, en medio de la sangre y los escombros. Edwards, que viene del kaiju y de las novelas de J. G. Ballard, usa el universo de Star Wars para tratar algo que había perseguido antes, filmando un poema sobre la destrucción masiva y narrando la catástrofe como un relato íntimo.

Es un signo de la época. Si en 1980 El imperio contraataca prefiguró desde el pop los discursos más oscuros que tendrían las políticas de Reagan en los 80, Rogue One no escapa a su lectura del presente al sugerir que el único cine masivo posible hoy en día es un cine capaz de filmar el desastre. Un cine de guerra, sin héroes obvios, oscuro y de mensajes contradictorios, elaborando las señales de ruta que definen la cultura del entretenimiento en los tiempos del Estado Islámico y las atrocidades que suceden en ciudades como Alepo. Ahí, las únicas historias que tienen algo de sentido son las capaces de convocar a personajes quemados por su propia ideología, abandonados en el páramo o perdidos por el trauma, carentes de toda certeza que no sea la violencia que son capaces de perpetrar. Rostros de la aventura popular; los monstruos del siglo XXI son también sus héroes.

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