Por Evelyn Erlij, desde París Enero 13, 2017

París, Palais des Sports. Charles Aznavour —camisa y terno negros, pelo color plata, 1 metro 60 de estatura— para en seco a sus músicos sobre el escenario. Cuatro mil personas son testigos de un capricho que parece perfectamente orquestado.

—No tengo ganas de cantar esa. Partamos con un fa mayor y un ritmo de vals lento —ordena, y lanza un gesto a los instrumentistas que lo acompañan. El público se ríe. Comienza a sonar “Plus bleu que tes yeux” (1954), uno de los siete éxitos que escribió para Edith Piaf, el gorrión de París que lo cobijó bajo su ala cuando nadie creía en él.

—No me gusta la rutina. Esa idea me vino arriba del escenario: no tenía ganas de cantar una canción y no la canté.

—¿No fue actuado?
—No, para nada. Pero desde ahora será actuado, porque encontré buena la idea. Mientras cantaba, lo pensé: lo haré la próxima vez. Todo lo he encontrado así, arriba del escenario. Yves Montand, como muchos artistas, trabajaba frente al espejo. Yo nunca me miré en el espejo, todo lo probé en el escenario. Incluso las canciones que nunca funcionaron.

La confesión la hace dos días después del concierto, el primero de tres que dio en París a fines de diciembre y que son parte de una gira que el 11 de marzo lo tendrá presentándose en el Teatro Caupolicán, en Santiago. Aznavour —hijo de un barítono y una actriz, ambos de origen armenio— está sentado en su oficina de la editorial Raoul Breton, creada por el legendario editor de música que lo descubrió a él, a Gilbert Bécaud y a Charles Trenet, padre de los chansonniers franceses. Está vestido con una camisa amarilla y una chaqueta a cuadrillé verde y mostaza, como un galán a la moda de los años 60.

—Todo se me ha ocurrido en el escenario —repite—. Incluso la idea del pañuelo.
La performance de la que habla ocurre casi al final de sus shows: en cuanto toma un trapo blanco entre las manos, una horda de fanáticos se acerca al borde del escenario para grabar con sus teléfonos. El gesto anticipa “La bohème” (1965), su éxito más grande: suenan las primeras notas de piano y mientras el más legendario de los cantantes franceses vivos recita la letra como si se le desgarrara el alma, las lágrimas del público empiezan a caer. Llega la última estrofa y, con ella, el golpe dramático: Aznavour lanza el pañuelo a la multitud y, para envidia de los fans seniors, cae en manos de un veinteañero.

—Una vez vi a un hombre que le tiraba el pañuelo de las manos a una niña. Ella se cayó y él siguió tirando. Felizmente había guardaespaldas —cuenta el artista, que en 2017 cumplirá 84 años de carrera. La primera vez que subió a un escenario tenía 9 años.

—¿Cómo explica la locura que provocan sus conciertos?
—Para alguien al que le habían predicho que no haría nada, que no era bueno, que no tendría éxito y que no estaba hecho para ser una estrella, no está tan mal —dice, y sonríe. Lo más extraño de hablar con él es que parece ser la persona más amable y corriente, cuando en realidad se tiene en frente a un gigante: a los 180 millones de discos vendidos, los 60 álbumes publicados y los más de 60 filmes en los que ha actuado, se suma la lista de artistas ilustres que han cantado sus canciones —Edith Piaf, Ray Charles, Bing Crosby, Fred Astaire, Bob Dylan— y de reconocimientos que ha recibido, como una estrella en el paseo de la fama de Hollywood.

En este concierto de París, también habrá honores: recibirá cuatro ramos de flores y una ovación de pie de 15 minutos. Nada mal, dice, para alguien que en mayo cumplirá 93 años.

***

Después de dos encuentros con periodistas brasileros, Charles Aznavour cree que las entrevistas del día están terminadas: se saca los audífonos —el oído es el único sentido que la vejez le ha mermado— y sale de su oficina.

—Te vienen a ver de Chile —le dice uno de sus productores.
—¡Chile! —exclama, se pone de vuelta los audífonos y dice—: Chile es un país que quise mucho hace mucho tiempo. Fui por primera vez para hacer una película. Trabajamos en una mina, en La Disputada, y el trabajo de los indígenas era durísimo. Les pagaban un dólar por día por una labor enorme. Dos trabajadores me regalaron vasos de cobre y una foto en la que aparecíamos juntos. Lo pasé muy bien —recuerda, sentado otra vez en su oficina.

Aznavour habla de la visita que hizo en 1962 para rodar La rata de América, una cinta de Jean-Gabriel Albicocco, protagonizado por él y Marie Laforêt, filmada en La Disputada y en Arica, poco después del Mundial del 62. La cinta, que estaba perdida y fue encontrada en los estudios Gaumont de París, fue exhibida en 2008 en el Festival de Cine Arica Nativa.

—Nos quedamos entre dos y tres semanas en Chile. Hacía mucho frío, pero tengo muy buenos recuerdos. Hasta vi un desfile de militares en Santiago —cuenta, sobre la parada militar de septiembre de 1962, en la que conoció las fondas del Parque O’Higgins.

“En Estados Unidos hay actores que cantan y actúan; y aunque no actúan las canciones como yo, sí serían capaces de hacerlo. Los que lo hacen son todos amigos míos: Liza Minnelli, Shirley MacLaine. Shirley me dijo un día: ‘Contigo, somos los últimos tres”’

—Después de eso, estuvo otras tres veces en Chile para cantar: en 1993, 2008 y 2013.
—Sí, pero la más importante fue la primera. Porque no estuve ahí, viví ahí, y la diferencia es enorme. Viví la misma vida que los chilenos, comí lo mismo que ellos.

—¿Por qué cree que la música francesa ya no tiene el éxito que tenía en esa época?
—Porque en ese entonces los artistas hacíamos el esfuerzo de aprender algo de cada país. Había muchos cantantes franceses que cantaban en español, como yo. Hoy no aprenden nada. Si algún consejo tengo que dar, les digo: aprendan alguna canción en español, en italiano o en ruso, si quieren tener éxito afuera. Los artistas no son muy motivados en este sentido. Yo no duermo jamás sin leer y sin aprender algo durante una hora.

—Ha dicho que la esencia de la música francesa son las letras, pero hoy los músicos franceses más famosos del mundo (Daft Punk, Air) son grupos de electrónica.
—La música electrónica para mí no es música. Lo lamento, no digo que sea mala, es la música de una época y es amada por mucha gente, jóvenes y viejos. Pero para mí, la música sirve para otra cosa, para poner una letra en ella, para escribir una ópera. Aunque es una disciplina más y hay que respetarla.

***

Aznavour entra tímido al escenario, pero le bastan unos minutos para sacudirse de encima los 92 años: baila, se saca la chaqueta, luce unos suspensores color rojo furioso y hace chistes. En medio de las casi dos horas de show, en las que se escuchan éxitos como “Te espero” (1963), “Venecia sin ti” (1964) , “Emmenez-moi” (1967) y “She” (1974, que tuvo un cover de Elvis Costello que apareció en la película Notting Hill ), advierte: “Que sepan los que vienen por primera vez que no estoy ronco. Nací con la voz rota. Al principio, los críticos se burlaron mucho. ¡Qué no dijeron! Ahora todos están muertos, y yo, yo estoy aquí”, proclama orgulloso, frente a un público que lo aplaude a rabiar.

—La gente no viene a escuchar lo bonita que es mi voz, que suena como un terremoto —dice dos días después—. Vienen por las letras. No soy un enfermo de cantar. Soy un enfermo de la escritura. Las letras son lo más fuerte.

—Pero también lo vienen a ver a usted: casi no quedan cantantes que actúan las canciones como si estuvieran contando su propia vida.
—Es que los cantantes de hoy no son actores. Fui actor, hice cine y teatro. En Estados Unidos hay actores que cantan y actúan; y aunque no actúan las canciones como yo, sí serían capaces de hacerlo. Los que lo hacen son todos amigos míos: Liza Minnelli, Shirley MacLaine. Shirley me dijo un día: “Contigo, somos los últimos tres”.

“¿Y por qué la cultura no puede ser frívola? Aquí se dijo en una época que la canción era un arte primario, y respondí que un arte tan popular no puede ser primario. Si no está de acuerdo, no escuche música. Yo me considero un escritor de la canción y no un autor”.

Es cosa de verlo cantar “Comme ils disent” (1972) —para muchos, la primera canción gay—, en la que habla de un travesti que vive con su madre y se desnuda por las noches en un club: delicado, con una mano en el hombro, y el otro brazo rodeando su cintura, Aznavour encarna a un hombre que dice con orgullo: “Soy un homo, como dicen”.

—¿Cuál fue la reacción de la época cuando creó esa canción?
—No fue un shock, porque ya había escrito “Après l’amour” (1965) (sobre lo que siente un hombre después de hacer el amor), que fue prohibida por ser una amenaza a las buenas costumbres, pero que después pasaron en la radio porque los italianos cruzaban la frontera para comprar el disco. También había hecho “Donne tes seize ans” (sobre un romance con una chica de 16 años), “Tu t’laisses aller” (sobre el odio de un hombre a una mujer). ¡Ya los había curado de espanto! No olvidemos: los homosexuales no están solos, tienen a sus madres, a sus hermanas, a las mujeres que hubieran querido tenerlos de amantes. Las mamás adoran esta canción. Es el himno nacional de los gays.

—Después de actuar en Disparen sobre el pianista (1960), de François Truffaut, muchos le vaticinaron un futuro actoral prometedor. ¿Por qué eligió la música?
—Me encanta el cine, todos los días veo una película. Pero el cine me obliga a dejar todo para aprender los diálogos. En el cine, además, no domino la situación. Me gusta estar cómodo y en la música lo estoy, sé cuando muevo la silla o mi micrófono. No necesito a nadie. En el cine, sí. Tuve la suerte de que me trajeran papeles que eran perfectos para mí. Porque sólo acepté lo que sentía que me correspondía. Lo hablé hace poco con Jean-Paul Belmondo: la primera persona a la que le presentaron el guión fue a mí.

—¿El guión de qué?
—De Sin aliento —dice, sobre el filme legendario de Jean-Luc Godard, de 1960.

—¿En serio?
—Sí. Truffaut (que era el guionista) me lo propuso, no el director. Y le dije: “No es para mí, porque no tengo la desenvoltura”. Y finalmente el director... ¿cómo se llama?

—Godard.
—Sí, Godard me fue a ver, hablamos y me di cuenta muy rápido de que no le gustaba la idea de que fuera yo. Se sintió muy liberado cuando le dije que el papel no era para mí. Lo hubiera hecho muy mal, porque la belleza del trabajo de Belmondo, esa especie de soltura que tiene, hizo la película tanto como el director —dice. Años más tarde, Godard usó una de sus canciones, “Tu t’laisses aller”, en una escena memorable de otro filme que hizo con Belmondo, Una mujer es una mujer (1961)—. Después, cuando me trajeron el guión de El tambor de hojalata (de Volker Schlöndorff, ganadora de Cannes en 1979), elegí el papel más corto, porque sentí que era para mí. Pronto podría aparecer en una película que escribí.

—¿Escribió un guión?
—Sí, he escrito tres. Para uno necesito siete u ocho mujeres y un hombre y medio: el medio soy yo. Mi sueño es que Almodóvar sea el director.

—Bob Dylan, que hizo un cover suyo (“The Times We’ve Known”), dijo que uno de los shows en vivo que más lo han impactado es uno suyo. ¿Qué piensa de su Nobel?
—Estoy feliz por él, me parece totalmente normal, porque es un gran autor.

—Mario Vargas Llosa dijo que el premio fue “la frivolización de la cultura”.
—¿Y por qué la cultura no puede ser frívola? Aquí se dijo en una época que la canción era un arte primario, y respondí que un arte tan popular no puede ser primario. Si no está de acuerdo, no escuche música. Yo me considero un escritor de la canción y no un autor; busco la palabra justa, la coma en el buen lugar. Soy muy exigente conmigo mismo. Sólo así se puede tener éxito. Sobre todo cuando se ha sido tan menospreciado como yo.

Pero eso no explica del todo la locura y la emoción que aún desata a los 92 años:
—Canto temas que tocan a la gente, canto sus vidas cotidianas. Escribí sobre el divorcio, sobre mujeres que engordan; he cantado todo lo que he podido, aunque a veces no sea muy agradable. Soy un autor particular. En términos de libertad, no hay otros artistas como yo —afirma, y calla unos segundos para crear suspenso, tal como lo haría un buen actor.

—Sí —sentencia—. Por ahora no hay más artistas como yo.

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