Por Diego Zúñiga Enero 6, 2017

Un hombre gravita en el espacio. Se ha preparado toda una vida para hacer eso, física y psicológicamente, para dejar esa vida si es necesario con tal de probarse su traje de cosmonauta, subirse a una nave espacial y viajar cientos de kilómetros rumbo al espacio, allá donde están las estrellas que miraba con tanta atención desde niño.

Un hombre gravita en el espacio; para ser más precisos está en la estación espacial Mir, creada por la Unión Soviética en los 80 para que se realizaran distintas investigaciones en plena Guerra Fría. Ese hombre, ese cosmonauta, se llama Sergei Krikalev, tiene poco más de 30 años, una mujer, una hija, y ha entrenado toda su vida como si fuera un superhombre para estar en ese lugar, para hacer historia. Pero no sabe que la historia se está escribiendo abajo, a cientos de kilómetros de él, en ese lugar donde nació, en la Unión Soviética, que ese 25 de diciembre de 1991, mientras él gravita en el espacio, comienza a terminarse. Esa utopía se acaba y él no lo sabe, pero nosotros sí, que lo vemos ahí, en medio del escenario, a él, al cosmonauta Sergei Krikalev que está siendo interpretado por José Soza, protagonista de Krikalev, la nueva obra de teatro de Cristián Keim (Recabarren) que se estrena hoy en el MAC de Quinta Normal, en ese domo que está frente al museo desde hace más de dos meses. Ahí transcurre toda esta historia, la historia del último ciudadano soviético, la historia que protagoniza un soberbio José Soza, que en estos últimos años ha encontrado en el teatro un lugar desde donde reinventarse, el espacio perfecto para mostrar todo el talento que aún tiene.

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José Soza (70) no recuerda con tanta nitidez el día que el hombre pisó la Luna. Vivía en ese entonces en Santiago, era un estudiante de Teatro a fines de los 60. Recuerda eso sí que la tele nunca se veía bien, la señal borrosa, las imágenes interferidas, cortadas. Se había criado en Talca, donde no era fácil acceder a un televisor, por lo que nunca le llamó mucho la atención ese aparato, que años después lo convertiría en uno de los rostros icónicos de los 90 y un personaje frecuente de las teleseries chilenas. Pero no nos adelantemos. Quedémonos en esos días de Talca, cuando José Soza era un niño que inventaba excusas para no ir al colegio, porque no le gustaba, no lo trataban bien.

—Yo sufría mucho porque me tocaron malos colegios, nos pegaban, nos trataban mal. No me gustaba ir, así que inventaba enfermedades para faltar a clases. Era teatrero. Les decía a mis papás que me dolía algo indefinido, se lo decía la noche anterior, que sentía una molestia; después, en la noche me despertaba e iba al baño, así dejaba establecido que me estaba sintiendo mal, y al día siguiente ya todo parecía de verdad. Igual me iba caminando al colegio, solo, no había nadie mirándome, pero yo nací con el método de Stanislavski —dice y se ríe—, así que nadie me miraba, pero yo igual me arrastraba por las paredes, como si estuviera muy enfermo. Al final, llegaba al liceo y no entraba. Me devolvía de la misma forma a la casa, casi muriendo, pero así no iba a clases y mis papás me creían.

Me dolió que me desvincularan de mis compañeros. Llevaba trabajando 30 años (en TVN). Gané la demanda y se sentó un precedente. Hoy recibo esa pensión, que me mantiene tranquilo”.

Ahí empieza, entonces, a surgir el José Soza actor, que de esa época escolar sí rescata una cosa: en el colegio donde estudiaba todos los días debía ir a misa, y esa misa le gustaba, porque estaba lleno de curas, de acólitos, de mucha gente en el escenario, como si fuera un espectáculo. Le gustaba toda esa representación, quería participar de alguna forma, ese montaje le parecía algo atractivo. El escenario se convertía en algo real, y él quería estar ahí, interpretando algún papel. Años después, llegó una profesora de Santiago que hizo un taller de teatro y él se inscribió, y de esa forma fue descubriendo que eso era lo que realmente le gustaba. Entró a estudiar Teatro a la Universidad de Chile, el hombre pisó la Luna y él no lo recuerda con tantos detalles, pues su cabeza estaba en otro lugar, en el escenario, en el deseo de ser un actor como esos que había visto en tantas películas durante su adolescencia. Tenía otras preocupaciones. Creía también en los cambios políticos que se avecinaban. Hacía teatro, coqueteaba con sus primeros trabajos en televisión. Vino el golpe. Algo se quebró, pero se quedó en Chile, siguió haciendo su trabajo. De los años 80 recuerda, sobre todo, su trabajo en Becket o el honor de Dios, dirigida por Ramón Núñez en 1983, en el Teatro UC, y su papel protagónico en Amadeus, de Peter Shaffer, en una superproducción que se montó en el Teatro Municipal, donde Soza interpretó al envidioso Salieri y Alfredo Castro a Mozart. Fueron dos montajes muy exitosos, donde recibió muy buenas críticas. Pero iban a ser el final de una etapa importante de su carrera, antes de dedicarse casi por completo al mundo de las teleseries.image2.jpg

—A mediados de los 80 se me acerca una productora para ofrecerme trabajo en la tele y me dice: “José, se acabaron los elencos estables en las universidades, olvídate de eso, la tele es esto, un trabajo muy digno, pagan bien y tú tienes una familia, así que hazme caso”, y le hice caso —cuenta Soza—. Era un trabajo muy serio, había un proyecto, la idea de crear un área dramática, había mucha investigación de los lugares donde ocurrirían las historias, de la manera de hablar, era muy consistente, con mucho contenido. Por eso tuvimos a la gente pegada al televisor.

Y fue así: a fines de los 80, y sobre todo durante la década de los 90, José Soza fue uno de los protagonistas de esa época dorada de las teleseries chilenas de TVN, dirigidas por Vicente Sabatini; historias que hicieron que el rostro y la voz de Soza se volvieran conocidos para todo el mundo. Personajes como Segundo Fábrega (Sucupira), Rodolfo “Pájaro” Tuki (Iorana) o Drago Stanovich (Romané), y que hasta el día de hoy la gente recuerda con cariño, como se lo hacen saber cada vez que lo ven en la calle. En medio de eso, nunca abandonó el teatro: trabajó en distintas obras con Alfredo Castro, pero recuerda sobre todo cuando lo llamó para ser parte del remontaje de Hechos consumados, de Juan Radrigán, en 1999.

Krikalev es una obra que habla mucho del presente. No se habla de desaparición ni de tortura, pero sí de un cambio político que en este caso es un cambio de utopía, y eso sí es algo que es muy cercano para nosotros”.

—Desde La viuda de Apablaza que no se escribía una obra tan extraordinaria. Estar ahí fue un hito para mí —recuerda Soza, quien lograba complementar bien el trabajo de la televisión y el teatro, sin embargo la historia de las teleseries y TVN terminaría mal: lo desvincularían en 2009 y luego Soza demandaría al canal, exigiendo el pago de las cotizaciones y las vacaciones que le adeudaban por casi 20 años. En 2011 la Corte Suprema fallaría a su favor.

—Me dolió que me desvincularan de mis compañeros. Llevaba trabajando 30 años. Gané la demanda y se sentó un precedente. Hoy recibo esa pensión, que me mantiene tranquilo, aunque quiero aclarar que no soy millonario, como vi que aparecía en algunos diarios —dice Soza, sonriendo, pues luego de pasarlo muy mal tras el despido, se volvió a reencontrar —y a reencantar— con el teatro. Esa etapa está viviendo ahora: la del reencuentro con el origen, y que lo tiene así, vestido de cosmonauta, protagonizando esta historia de un hombre que se pierde en el espacio.

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Cuando le ofrecieron interpretar a Sergei Krikalev, José Soza no lo dudó. Algo sabía de la historia de este cosmonauta, pero en realidad lo que hizo fue ponerse a investigar por cuenta propia, y se fascinó con el personaje. Vio videos en YouTube, leyó todo lo que pudo acerca de este ruso que durante muchos años tuvo el récord mundial de ser la persona que ha pasado más tiempo en el espacio. Soza vio documentales, escuchó su voz, fue descubriendo un personaje realmente atractivo.

—Me impresionó el entrenamiento que tienen, es el entrenamiento de un superhombre. Los ponen en terribles circunstancias de todo tipo —físicas, mecánicas, psicológicas—. Deben sobrepasar todos esos obstáculos. En el espacio, además, los afecta la falta de gravedad, tienen que hacer dos horas religiosamente de ejercicios en la estación espacial. Y también está el aspecto familiar. Ellos pasan mucho tiempos lejos de su familia y deben aprender a convivir con eso —cuenta Soza, quien justamente en la obra se ve expuesto al drama familiar que significa estar lejos, en medio además de una Unión Soviética que está colapsando. Se juntan esos dos ámbitos en la obra: lo político y lo íntimo, el fin de las utopías y el fin de los afectos, los dramas personales y el drama de una época que se acaba, pues vemos a Krikalev en la estación espacial esperando saber qué ocurrirá con él, con su vida, si es que volverá a la Tierra, mientras conversa, además, con una radioaficionada que logra engancharse con la señal del cosmonauta y le va contando qué ocurre ahí abajo, en ese lugar que será otro cuando él aterrice.

—Es una obra que habla mucho del presente —explica Soza—. Hay problemas existenciales, psicológicos, íntimos, pero también nos interpela desde otro lugar, porque está el trauma, la herida, el salvajismo del golpe, eso es muy claro. No se habla de desaparición ni de tortura, pero sí de un cambio político que en este caso es un cambio de utopía, y eso sí es algo que es muy cercano para nosotros.

Krikalev presenta esta historia apoyado en imágenes del espacio, con un elenco donde están, además, Gonzalo Durán, Nicole Vial y Zarina Núñez. Un trabajo que recibió 39 millones del Fondart y que estará en cartelera hasta el 29 de enero. Una obra que refleja muy bien esta etapa que ha empezado a vivir Soza luego de dejar TVN, donde ha apostado por trabajar con gente de teatro muy joven. Y donde ha recibido muy buenas críticas, como cuando protagonizó El otro, de la compañía Niño Proletario —inspirada en el libro El infarto del alma, de Paz Errázuriz y Diamela Eltit—, que lo tendrá girando por Alemania y Francia este 2017, o el monólogo deslumbrante que protagonizó el año pasado en El aumento, de la joven directora Carolina Sagredo.

—Yo trabajo con gente joven que tiene mucho talento y buenas ideas —dice Soza, luego de pensar en las últimas obras que ha interpretado—. Hay un poco de impaciencia a veces, el temor a no ser capaz de encontrar una solución artística a los nuevos desafíos. Una impaciencia por absorber toda la cuestión digital, que llega a dejar de lado lo que para mí es el teatro, que es el texto, la poesía dramática, ese texto reposado que contiene un material donde uno puede escarbar y encontrar la manera de ofrecer varias lecturas de cada historia. Pero me parece interesante estar participando de todo este proceso. No digo que no me cueste, pero me afirmo con ellos. Absorbo lo que me dicen, aprendo con ellos, y trato de abrirme siempre. Realmente estoy disfrutando mucho esta nueva etapa.

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