Por Alberto Fuguet Enero 13, 2017

Pienso esto: ¿Otro obituario? ¿Cómo se escribe el último obituario? ¿Es el último de este año que recién comienza? No creo. Habrá más. Quizás no por mi lado. O quizás sí. He escrito antes de Ricardo Piglia (lo admiraba, deseaba tener su lucidez), pero antes estaba vivo. ¿Ahora las cosas cambian?
¿La muerte cambia las cosas?
¿Mejora una obra?
Le da, claramente, perspectiva.

Y uno echa de menos que no habrá un libro nuevo, aunque —en rigor— hay un libro nuevo (el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices) y otro a punto de ir a la imprenta (el tercer tomo), además de un par de libros más de crítica y ensayos (seguro que sí).

¿Quizás lo que corresponde es un tributo? ¿Una apreciación?
Ricardo Piglia murió a los 75 años como consecuencia de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular que padecía desde hace un tiempo, pero eso es sólo el final.
Ni siquiera es el final. Capaz que sea el comienzo.

¿Cómo sigo?
Sigo: me dedico a mirar mis libros subrayados de Piglia. Tengo casi todos sus libros (¿La ciudad ausente la presté?) y todos están muy subrayados. Muy. Veo sus dedicatorias. Recuerdos charlas, lanzamientos, cafés. No era amigo ni cercano, pero lo entrevisté en Buenos Aires para mi documental Locaciones, acerca de la fascinación del público del Cono Sur con La ley de la calle, de Coppola; hablamos tres horas en su casa de San Telmo de cine y de esa cinta, pero al final no usé una palabra suya... Quizás fue error o torpeza mía, pero ese día me habló de manera más académica y cerebral y con listas y me inundó de trivia. Yo buscaba algo más personal y al final me dijo: “Vi la película tarde; no me destrozó el mundo porque yo ya tenía uno...”.
Asistir a sus charlas, leer sus entrevistas, verlo transformar una entrevista en una conversación era algo irrepetible. Irresistible. Como muchas veces sucede, a pesar de lo brillante que era, todo lo hacía parecer simple. Era un escritor portentoso, pero capaz que, más que eso, era un gran lector. ¿Quién era Piglia?

¿Por qué importa Piglia?
Fue una bisagra pop (parto de inmediato; era muy pop, era mediático, audiovisual, cinéfilo) entre la academia y la literatura. Era, más que un escritor (y vaya que lo era), un lector. Sabía leer, leía entre líneas, hacía cruces. Era de esos críticos que no sólo criticaban sino creaban e instaban a leer. Era mejor fan que enemigo. Buena parte de su vida, de su carrera (¿tuvo una carrera?, ¿pensaba en su vida como una carrera?; creo que no), la destinó a escribir de los autores (sobre todo argentinos) con los que sentía una conexión: Borges, Macedonio Fernández, Puig. Se transformó en un gran profesor y académico, pero no por eso perdió pulso o nervio literario. No obtuvo los premios que hacen ruido (es impresentable que no obtuviera el Cervantes) y nunca vendió mucho, a pesar de tener una obra sólida e inimitable. Era lo que se llama a writer´s writer, uno de los autores que les gustan a los autores (de ahí quizás el deseo de emularlo) y quizás no tanto al “público”.

“Está claro que para sobrevivir al Boom hay que mantenerse apartado”, concluye Piglia en su diario el año que aparece Cien años de soledad. “Escribir sin interesarse por la circulación (nunca pasaré de los tres mil ejemplares, con suerte). Menos es más. Esperar. El que pueda mantener la calma en medio de la avalancha llegará más lejos, sin quemarse en el camino. Habrá que ver”.
Y se vio. No se quemó y llegó lejos.

¿Hay una historia?
Así comienza Respiración artificial y a partir de esa línea publicada en 1980 ya nada fue igual en la literatura argentina y en la literatura en español.
“¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace tres años. En abril de 1976, cuando se publica mi primer libro, él me manda una carta. Con la carta viene una foto donde me tiene en brazos: desnudo, estoy sonriendo, tengo tres meses y parezco una rana”.

¿Hay una historia?
Claro que la hay y parte de la gracia es hacernos cargo, entender, que vamos a ser parte de esta historia. No es: érase una vez. Es: duda si hay o no hay algo que contar.
Piglia, al dudar, lo remeció todo.

¿Hay un obituario?
Capaz que sí. O mejor, no.
Mejor hablar del segundo tomo de sus diarios. El que dice Los años felices, el que va de 1969 al año 1975, cuando ya estaba formado y lo que intentaba era leer y escribir.

Renzi, Emilio Renzi era su alter ego. Aparecía en muchos de sus libros. Piglia se llamaba Ricardo Emilio Piglia Renzi y su doble, su yo destilado, era la forma en que podía escribir en primera persona sin sentirse exhibicionista. Al final sus diarios (esos diarios que partieron en 1958 y fueron algo así como su lugar de experimentación) terminaron siendo los de Renzi, aunque todo el mundo entendía que eran los suyos.

Piglia tendía a responder sus entrevistas por escrito; le parecía que la entrevista era un texto, era parte de su creación (basta ver ese notable libro que es Crítica y ficción, donde remonta y reedita entrevistas suyas hasta crear una suerte de “La literatura según Piglia”). Aquí Piglia (y no Renzi) responde:

Si antes pudo ser considerado un autor de autores, Los diarios de Emilio Renzi lo van a catapultar aún más adentro del panteón creativo. Piglia cuenta lo que todo autor ha pensado o dudado.

“Suelo decir en broma, un poco en el tono Renzi, que sólo existen dos grandes historias básicas: o contamos un viaje o contamos una investigación. Así, el escritor es Ulises o es Edipo. O uno se va y luego cuenta lo que vio en su viaje, o hay un misterio, un enigma que trata de descifrar... diría que todos los libros que he escrito tienen como eje común el hecho de que en algún lugar se narra una especie de investigación que se está realizando”.

Quizás más que escribir un obituario, lo que puedo hacer es reseñar su último libro. “...los voy a llamar mis años felices, porque al leerlos y al transcribirlos, me divertí viendo lo ridículo que es uno... basta verse de lejos para que la ironía y el humor conviertan los empecinamientos y las salidas de tono en un chiste...”, escribe Renzi.

El día que murió Marechal, Piglia escribió esto: “Se murió Marechal (¿el viernes?), alcanzó a terminar su novela. Según David no había nadie. ¿Y cuando muera yo?”. Sabía que iba a morir, en efecto, por algo quiso apostar por sus diarios: esos 327 cuadernos que el cineasta Andrés Di Tella usó como base para su documental homónimo acerca de Piglia enfrentándose, ya enfermo, a esos diarios e intentando transformarlos en literatura y en testimonio.

“¿Y si lo mejor que yo he escrito, y si lo mejor que yo escribiré en mi vida, fueran estas notas, estos fragmentos, en los que registro que nunca alcanzo a escribir como quisiera?”, anota. Los diarios son al final la lectura de un hombre (un hombre enfermo, un hombre con sus años, un hombre que ya es escritor) que lee lo que fue y transcribe, ordena, edita, limpia y termina adjudicándoselo a Renzi.

Leer (como leí este pasado fin de semana) los diarios de Renzi es ingresar en la máquina de narrar de Piglia: “¿Cómo narrar el cruce de Carlos Pelligrini ayer en la tarde después de haber tomado una LSD, con mi sensibilidad superatenta y una especie de velocidad que iba más adelante que los hechos mismos?”. Si antes pudo ser considerado un autor de autores, estos diarios lo van a catapultar aún más adentro del panteón creativo. Piglia cuenta lo que todo autor ha pensado o dudado y no los quemó ni les puso “candado” por cincuenta años, sino que él procesó el material. Me habían dicho que eran algo cerebrales; que Piglia parecía confesar que había leído mucho más que lo que había vivido. Pero, tal como deja claro María Moreno en Black out, aquí Piglia narra o anota o deja constancia (“Alguien nos da un plazo definido para hacer algo, para completar o saldar un acuerdo en un tiempo futuro. ¿Puede uno mismo creer en los plazos que se asigna?”). Los diarios, como gesto, son lo anti-Donoso; aquí el que narra, el que se enfrenta a su pasado, es Piglia, no otros. Y el resultado es menos doloroso, pero no por eso menos fascinante: el pasado como experimento, como escuela, como material de trabajo.

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