Buena parte de la crítica extranjera, casi toda positiva por cierto, ha señalado que Jackie marca el debut en inglés y en una producción internacional de Pablo Larraín, nuestro cineasta joven más destacado (post-Ruiz, no hay nadie que haya arrasado como Larraín en el circuito del cine arte y los festivales). Una de estas aseveraciones que llegan desde afuera es totalmente cierta: Jackie (los títulos de Larraín tienden a ser poco poéticos y genéricos) quizás no es la obra maestra que quiso ser, pero sin duda que es una cinta creativa, con espesor, contundente y, sí, es cine puro. Lo que es más cuestionable es la noción de la extranjeridad del autor, eso de señalar que es “su primera película extranjera”. La pregunta que quizás valga la pena hacerse ante el que es —por lejos— su mejor filme (en niveles de empatía, aunque al director no le gusta el término; de fascinación y conocimiento frente al tema a explorar; de intentar conectar con el público; de una comodidad absoluta a la hora de navegar en otro idioma y en un supuesto mundo ajeno; la capacidad de hacer una película “personal” o, al menos, con su sello en medio de la bestia de Hollywood) es —en efecto— qué implica la mirada del extranjero.
Da la impresión de que Larraín se siente más cómodo indagando en el mundo de los ricos, de los poderosos, que cuando observa con cierto morbo a ese mundo de freaks y dañados que han ido construyendo el imaginario larrainesco del lumpen y los marginados.
Hace rato que daba la impresión de que filmando en Chile no sólo impregnaba de cine rumano o eslavo su mirada, sino que observaba todo como alguien que nunca había conocido ese mundo. Esto es al final de qué va Fuga, su debut que, más allá del kitsch de pianos en el mar, termina siendo la historia de cómo un artista más sensible que talentoso es cooptado (¿ultrajado?) por un mundo de locos que escapaban de un texto menor de Lemebel. Lo mejor de Fuga era el uso de la música (algo que siempre hace bien) y los paseos por el Teatro Municipal. Por eso cuando Pablo Casals va a la Casa Blanca a tocarle a los Kennedy todo parece real y poco impostado. En el fondo, lo que uno capta es que Larraín por fin está reconciliándose con la matriz profunda de su primer filme. Pareciera que ha estado fugándose de su debut, pero poco a poco está regresando. Jackie es su cinta y transforma el backstage de un funeral en una performance y una puesta en escena (la primera dama siempre está cumpliendo un papel y fumando). Esto no es menor. Hacer de Washington el Barrio Cívico roza lo genial. Obviamente carece de humor y sensualidad (el cuerpo en Larraín siempre sangra y es raro), aunque lo más parecido a una seducción es la entrevista del sólido Billy Crudup con la viuda en la mansión de Hyannis Port, en Cape Cod. En esas secuencias de los dos aparece la mayor cantidad de vida y es donde quizás Larraín desliza su lazo de amor/odio con la prensa: ¿Una entrevista es abrirse o es acaso un juego de sometimientos?
Da la impresión de que Pablo Larraín, a diferencia de un Woody Allen, se siente más en casa estando afuera que adentro. Y, sin duda, creo, se siente más cómodo indagando en el mundo de los ricos, de los poderosos, de aquellos que se tildan de nosotros, que cuando observa con cierto morbo a ese mundo de freaks y dañados que han ido construyendo el imaginario larrainesco del lumpen y los marginados. Sí, quizás no es un autor en el sentido de un Truffaut o un Rohmer, no cree demasiado en el cariño y la buena fe, en la gracia ni en el amor, pero en sus siete películas ha creado una obra y ya merece un adjetivo. Larrainesco o Muy Larraín. Tanto es así que incluso las cintas producidas por Fabula terminan impregnándose del estilo de los hermanos Larraín. Que posee una marca, la posee (ver, por ejemplo, cómo una cinta venezolana protagonizada por Alfredo Castro, llamada Desde allá, parece un filme de ellos) y sin duda posee un estilo que ha ido depurando y que en nada se parece al look Ripley-para-Artistas que era la estética de Fuga. Jackie cuenta con una soberbia y perturbadora banda sonora y todo el imaginario: esos lentes ópticos, esas tomas que siguen a los personajes por detrás, el invierno gris, la obsesión por los colores desteñidos, los paisajes sin fin (gran momento cuando elige el sitio de la tumba en el cementerio de Arlington).
Pablo Larraín, quizás nuestro mejor y más exitoso cineasta, sigue siendo un enigma. ¿De qué se tratan sus filmes? ¿Dónde está la marca del autor más allá de la puesta en escena? Unos dicen que es la memoria, otros la impostura, otros la Historia con mayúscula. Quizás su tema —quizás— es cómo manejar el poder; sea cual sea. Cómo es necesario, digamos, manipular y ser otro para sobrevivir: frente a los militares, a los curas, a tus vecinos, al mundo. En Neruda se fue alejando del fetiche Pinochet (excepto por un torpe cameo que sorprende que no se haya cortado en la mesa de montaje, a no ser que la idea haya sido lograr el aplauso de la platea o jugar una carta a lo Ariel Dorfman). No parece ser acerca de Pinochet, pero es más juguetona y cáustica; de hecho, hoy se ve más como un ataque duro a aquellos que deseaban quedarse con el nuevo poder democrático (ellos se van, nosotros entramos). En Jackie, Chile simplemente no está y el enemigo no es ni Lee Harvey Oswald ni siquiera Lyndon Johnson, sino que es la Historia: cómo ser parte de la historia antes de que sea muy tarde. Jacqueline Bouvier parece frágil, pero sabe cómo transformarse en una Kennedy y, luego, salpicada de sangre, sabe cómo no ser marginada por el resto. Larraín conecta con los resilientes, con los que deben hacer cualquier cosa con tal de sobrevivir: ahí están los personajes travestidos o escindidos que han interpretado; primero, Alfredo Castro y, luego, Roberto Farías.
Jackie no es Post Mortem, su cinta más enferma e incomprensible y fallida, pero conecta con los mejores momentos de Neruda (la idea del impostor) y capaz que hasta se hace cargo de los surfistas de El Club, que fueron en un momento tan criticados. Pues ese es el mundo que más conoce Larraín y cuando se enfoca en ellos, consigue que sus películas transmitan verdad y hasta deseo.
Jackie conversa muy bien con No y quizás pronto aparezca una trilogía del poder. La Casa Blanca se parece a los comandos de los barbudos de No y al Senado de Neruda. La diferencia es que acá Larraín no mandó a hacer un guión a su medida, sino que se adaptó a uno que podía potenciar. Lo hizo; lo hace volar y crea una biopic algo fría y distante, pero que se libera de los nudos del género y consigue algo nuevo. Y salpica de la sangre de Kennedy la pantalla. Natalie Portman ha sido muy aplaudida como la futura señora Onassis, pero acá Larraín es la estrella y hace que algo supuestamente ajeno sea extremadamente propio.