Por Natalia Correa Vargas // Fotos: José Miguel Méndez Marzo 10, 2017

Un hombre lee cartas de amor: papel desteñido, tinta negra y letra temblorosa. En una casa de cien años, un hombre lee cartas de amor que no le pertenecen. Son más de treinta, cada una guardada en un sobre. El hombre se detiene en los detalles, repasa con la punta de los dedos la escritura, la estampilla, la fecha: “Octubre, 1921. De Antonio para Dominga”. Las lee casi sin leerlas, como sabiéndoselas de memoria. Al frente suyo, en una fotogragía, un japonés con sonrisa tímida le devuelve la mirada en blanco y negro. El mismo que cruzó el océano escapando de la Primera Guerra Mundial. El mismo que se enamoró de la empleada de una casa de ricos. El mismo al que le preguntaron su nombre y dijo Antonio, en vez de Sutejiro, todos esos años atrás en el puerto de Valparaíso, luego de un viaje de seis meses en barco desde Japón.

El hombre, tres generaciones después, observa las cartas y ve más que papel. Aunque no le pertenecen, reconoce en ellas su historia. Su origen.

—Así partió todo —dice el hombre, Nikolas Sato.

 

***

Nikolas Sato (33) tiene las manos sucias con pintura azul. No parece notarlo. Hace unos minutos en su casa, donde tiene su taller, terminó uno de sus cuadros. Una escoba vieja fue su pincel. Untó la paja tiesa en el blanco y la pasó sobre otros colores en el lienzo. No hubo un orden ni un plan. Trazos descontrolados sobre colores fuertes. Eso es lo que viene haciendo desde hace un tiempo y eso es lo que veremos en las doce telas grandes que conforman su próxima exposición, Sato: El Archivo, que se inaugurará el 11 de marzo en Factoría Santa Rosa. Además de las telas, también mostrará quince papeles en los que está registrada su historia, su origen.

—Pintar es una locura, un error constante. Uno se equivoca, arregla, pero es todo realmente intuitivo y totalmente inconsciente. No tengo un propósito. Yo voy corrigiendo lo que hago sin una pauta.

Después de haber trabajado toda la mañana, contempla su obra. Se pasea entre las pinturas, repasa los trazos con los dedos, los analiza. Para él se asemejan a la escritura japonesa, esa que parece un caos si no se sabe leer.

Cuando se detiene delante de una de las telas, se queda mirando un pequeño cuadrado de color naranja. Con un poco de vergüenza pregunta:

—¿Se ve bien?

“Nikolas es bastante solo, no ha pertenecido nunca a ninguna de las sectas artísticas que hay. Es un constructor innato”, dice Justo Pastor Mellado, curador de la muestra.

Nikolas no estudió Arte. De ahí viene, quizás, esa inseguridad. Cuando salió del colegio le ofrecieron una beca en el instituto DUOC-UC, pero la rechazó porque lo obligaban a firmar un pagaré, la garantía en caso de reprobar algún curso. Finalmente entró a la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios del Fuego, donde se convirtió en maestro ceramista. De pintura y escultura aprendió compartiendo talleres con artistas como Pablo Domínguez, y montando la Galería Ascensor, junto a Francisca Núñez, en la Comunidad Ecológica de Peñalolén.

Para Justo Pastor Mellado, el curador a cargo de Sato: El Archivo, lo destacable del artista es que ha podido formar su camino sin seguir a nadie, guiándose sólo por sus propios intereses y capacidades.

—Nikolas es bastante solo, no ha pertenecido nunca a ninguna de las sectas artísticas que hay. Es un tipo autónomo. Yo aprecio en él su gran perseverancia, su voluntad. Y, sobre todo, que no es llorón y no es mamón. Eso es muy importante en el arte chileno. Además, tiene confianza en el oficio, es un constructor innato, y su perfeccionismo se refleja en toda su obra.

Esa habilidad de crear la demostró en 2014, cuando fue invitado por el Museo Civico di Bracciano para exponer en Italia, donde mostró su versión de la loba capitolina —la estatua del animal alimentando a Rómulo y Remo, que Mussolini mandó a repartir por todas las colonias italianas alrededor del mundo—. La de Sato fue construida en base a cera virgen de abeja y los detalles fueron hechos con partes de muebles viejos.

Nicanor Parra fue otro de sus maestros. Lo conoció a través de los hijos del poeta, Ricardo “Chamaco” y Juan de Dios “Barraco”. Con él aprendió la idea de crear mediante el reciclaje, que puso en práctica para su centenario: como homenaje, Sato le construyó un corazón de 12 metros de alto con trozos usados de zinc, el conocido Mr. Nobody de Parra. Esta escultura fue exhibida en su casa de Las Cruces, también en la Feria del Libro de Estación Mapocho en 2014 y luego fue replicada para la Expo Milán 2015.

—Me gusta cómo don Nica se movió en la vida, el tema de buscar lo antiguo. Ha sido una escuela para mí. Esta muestra que voy a hacer se trata de eso, de darles un valor agregado a las cosas, porque si uno ve mi pintura, con lo japonés tiene otro valor. No son sólo manchas ni rayas, tiene una corriente, una conexión con mi pasado.

Sato: El Archivo consta de dos partes. Una de ellas son las pinturas, íntimamente ligadas con lo japonés: en los colores, en la composición, en las líneas.

La otra parte, dice, es sobre el rescate de lo viejo que le enseñó Nicanor Parra.

 

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Sutejiro Sato llegó a Chile en 1917, a los 22 años. Su única posesión era un baúl que venía lleno de bulbos de distintas especies. Jardinero y floricultor de profesión, comenzó a trabajar en Valparaíso en el palacio de la familia Vergara, una de las más ricas del puerto. Ahí conoció a Dominga Ahumada, la ama de llaves que sería la madre de sus hijos. Ya casado, se fue a Santiago, construyó una casa en La Reina y dedicó su vida a la plantación de crisantemos.

Imagen Nicolas Sato_-13Hace tres años, cuando murió el hijo de Sutejiro —Fernando Sato, abuelo de Nikolas—, el artista se fue a vivir a esa misma casa. Ahí encontró el baúl, pero ahora lleno de cartas y fotografías antiguas. Algunas en japonés, otras en español, hablaban del sufrimiento de la familia que se quedó allá, del hambre, del miedo a la guerra.

Con cuidado, como si fuera una lámina de oro, Sato toma una hoja del baúl con un árbol genealógico escrito. Todo comienza con Sutejiro y Dominga. De ahí, sus hijos, sus nietos y bisnietos. La caligrafía es impecable y, a los ojos de Nikolas, una obra de arte más.

—Siempre hubo algo que me llamó a esto. Cuando chico no lo entendía, pero desde que empecé en el arte había algo que me llamaba a lo más oriental. El tema de Japón siempre ha estado presente, pero nunca muy consciente porque mi papá y mis tíos pasaron por alto todo eso, no tenían el sentimiento de ser japonés
—dice sin sacarle la vista al árbol genealógico, la prueba de su origen.

 

***

Ahí está ahora el baúl. Abierto en el piso, de color café oscuro, desbordado de imágenes, documentos, cartas. Sato está sentado a su lado, buscando algo, revisándolo todo, hipnotizado con el contenido. Japoneses de distintas edades le devuelven la mirada. Pasa un rato hasta que saca un fajo de cartas. Son cartas de amor. Las retira con cuidado y las va abriendo una a una. Ya sabe el final de esa historia: Dominga, su bisabuela, murió poco tiempo después de que su segundo hijo naciera, en enero de 1925. Y Antonio, que no se volvió a casar, nunca pudo regresar a Japón, como era su sueño.

Todo este material será exhibido en dos vitrinas de más de dos metros de largo, especialmente fabricadas para mostrar la vida del exiliado, de su bisabuelo.

—Yo voy a poder mostrar mi trabajo, mi origen, pero también espero que lleguen profesionales para que desarrollen esta historia, antropólogos, no sé, que revisen el legado de mi bisabuelo no sólo desde lo artístico.

 

***

En los años 80, el abuelo de Nikolas, Fernando Sato, se contactó con la embajada de Japón en Chile. Buscaba ayuda: su hijo, un activista y colaborador de los sacerdotes del colegio Saint George, había desaparecido y la familia estaba segura de que los militares lo tenían. Pocos días después de esa llamada, apareció. Todo su cuerpo estaba cubierto por heridas y moretones, las costillas estaban rotas. Fernando, en su desesperación por proteger a su hijo, intentó escribir una carta en japonés. Quería que el gobierno de ese país acogiera a un torturado por la dictadura. El papel muestra una letra errática, con borrones, con manchas. Una súplica por asilo político que nunca se envió. Entre los documentos que se van a exhibir también está esa carta.

—Fernando no sabía el idioma, no le enseñaron. Estaba desesperado porque a su papá, Antonio, le había pasado lo mismo, también tuvo que huir de su país —cuenta Nikolas. Finalmente, el hijo de Fernando —tío de Nikolas— pudo encontrar refugio en Suecia, y ahí vive hasta el día de hoy.

—Yo estoy revelando varias cosas con esta muestra. Primero, las penas de huir de la guerra y la historia que se va repitiendo. Segundo, un relato de migración, de una persona que quería algo mejor. Y tercero, me estoy conectando con mi origen, que no entendí por algún tiempo. Con el arte quise sacar lo que estaba escondido en las cartas, los sentimientos de mis antecesores, que ahora son parte mía —dice el artista mientras desenrolla el lienzo de tres metros que colgará dando la bienvenida a su exhibición. En grandes letras dice “Sato”, escrito en japonés.

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