El libro será presentado el 12 de abril en Casa O de Lastarria. Participarán Iván Valenzuela, Américo y Manuel García.
Entre sillas de paja, cómodas ocupadas como mesas y vasos hechos con botellas de pisco partidas por la mitad, el Café del Cerro albergó una escena y también fue territorio de uno los enfrentamientos más simbólicos de la música chilena de esa época: el del amordazado Canto Nuevo contra el deslenguado nuevo rock ochentero. Pasado y presente, templanza y arrojo que se vieron las caras una noche de marzo de 1985, pocas semanas después del terremoto que había afectado a la zona central del país y en el contexto de una cita benéfica que buscaba recaudar fondos para ir en ayuda de las víctimas del sismo. En el cartel estaban los top one: Gatti y compañía. Pero también aparecían Los Prisioneros en categoría de villanos invitados. En ese recinto sin tarima, con los músicos a la misma altura del público, González, Narea y Tapia comenzaron a tocar y de inmediato se escucharon las primeras pifias. A poco andar recibieron vasos y ceniceros como proyectiles. El abucheo era nítido, tanto que el líder de los sanmiguelinos no encontró nada mejor que dedicarles a los presentes “Nunca quedas mal con nadie”, la misma del “tu guitarra, oye imbécil barbón, se vendió al aplauso de los cursis conscientes”. El choque de públicos y repertorios nunca se hizo tan evidente como en esa cruda velada en el Café del Cerro.
“Nos tiraron cosas, nada tan grave o que nos pudiera haber hecho daño, pero claramente era un gesto de repudio de los fanáticos del Canto Nuevo que se sentían ofendidos con nuestra presencia”, contaba Miguel Tapia, quien tras los tambores y los platos tuvo una espléndida panorámica del accidentado choque. “Nos habían invitado a tocar porque ya estábamos haciendo cosas con Mario (Navarro, dueño del lugar), que nos había organizado unas giras al sur y otras cosas. De hecho, ya habíamos tocado en el Café del Cerro, pero esa noche fue distinta porque había una mezcla de gente muy especial. Estaban los que nos seguían a todos lados y los que siempre iban a ese lugar a escuchar a gente muy distinta a nosotros. El público duro del Café. Éramos los extraños así es que nuestros fans se pusieron adelante y los que estaban atrás, nuestros opositores, empezaron a lanzar vasos, ceniceros, servilletas y dejaron claro su disgusto por tenernos allá”.
La leyenda dice que Jorge González terminó a los gritos con Eduardo Gatti, pero el hombre de “Los momentos”, algo incómodo con la idea de recordar esa noche ingrata, descarta algún incidente. “Ni yo recuerdo ni muchos de los que estuvieron esa noche recuerdan lo que supuestamente Jorge (González) me habría dicho. Lo único que sé es que las veces que me lo encontré después, me hizo sentir con mucho entusiasmo su admiración por mi trabajo. Incluso poco después de lo del Café del Cerro que, efectivamente, fue una velada en que podríamos decir que se confrontaron dos generaciones y dos formas de ver la música”.
La teoría de Gatti sobre esa pelea que no quiere detallar tiene que ver más bien con los pecados de juventud. “Hice lo mismo en 1968 con The Apparition. Despreciar a los que hacían folclor, a los del (festival de) San Remo, a los de la Nueva Canción (Chilena), a los que tocaban mal, etcétera. Nunca públicamente, eso sí, siempre en conversaciones entre amigos y compañeros de banda, pero también rechazaba lo que no me fuera cercano. Después me pasó de vuelta con Los Blops. Hasta Neruda nos ninguneó en público porque hacíamos rock. Entonces supongo que en los 80, en esa época que fue realmente dura para nosotros porque vivíamos endeudados y con escasas posibilidades de cantar y sobrevivir con lo que hacíamos, me tocó sufrir lo mismo a manos de grupos más jóvenes como Los Prisioneros”.
Tapia concuerda. “Obviamente que por nuestra juventud e ímpetu propio de la edad mirábamos mal ciertos repertorios como los del Canto Nuevo. Los encontrábamos muy suaves, pero no por una cosa estética o por cómo sonaban. Sino por la poca convicción que tenían. Porque pecaban de no ser más frontales y eso nos molestaba. Hay que considerar que, en general, eran mayores que nosotros. Nosotros quizás teníamos 18 años, un poco más, y ellos, en su mayoría, deben haber estado por la treintena, quizás más. Eso explica la distancia generacional, pero fue un momento en que se empezaron a separar aguas en ese Chile de los 80”.
Entre los músicos que hablan en Dulce Patria están el recientemente fallecido Ángel Parra, Mon Laferte, Palmenia Pizarro, Luis Jara, Javiera Mena, Américo, Beto Cuevas y Álvaro Henríquez.
“Pasa siempre que las nuevas generaciones de músicos intentan validarse denostando a los que vinieron antes”, coincide Gatti. “Eso existió en Chile durante mucho tiempo y no solo de parte de Los Prisioneros contra el Canto Nuevo. A mediados de los 90 también surgieron bandas que renegaban de todo lo que se había hecho antes, incluso criticando lo que en ese momento era el último repertorio de Los Prisioneros. Pero eso cambia a partir del 2000. Desde ese momento empieza a haber un reconocimiento al pasado, algo parecido a lo que sucede en Europa o en Estados Unidos, donde es habitual ver a cabros jóvenes celebrando el repertorio de clásicos y tocando con ellos. Y eso es lo más sano, porque también en algún momento de la vida me tuve que tragar las papitas calientes que había tirado siendo más joven. Es raro. Somos un país tremendamente dicotómico, vivimos en una dialéctica permanente, confrontados y sin entender que existen los opuestos. O que existe un pasado que en este caso vale la pena escuchar. Y a pesar de que el reconocimiento ha venido de los más jóvenes a ciertos repertorios, en mi caso a lo que hicimos con Los Blops, siento que al Canto Nuevo y a esa escena de los 80, tan ingrata y dolorosa, todavía no se lel reconoce como debería. Aunque, para qué andamos con cosas, ya es demasiado tarde”.
“Fue una época tremendamente difícil”, aporta Francisco Sazo, la voz histórica de Congreso. “Fue un hachazo, un golpe del que costó recuperarse. Pasados los años, te diría ya en los 80, la gente le empezó a perder el respeto a lo oficial y comienzan a coexistir ondas distintas. Al principio fue muy traumático. Yo me acuerdo de lo de Los Prisioneros y Gatti en el Café del Cerro. Jorge González dijo una cosa fantástica, algo así como ‘basta de lágrimas artesanales’, lo que era una clara provocación al establishment. Una maravilla que visto en perspectiva fue algo supernecesario. Ahora, es cierto que hubo de todo en esa época y que hubo algunos que se fueron al extranjero y que disfrutaron de cierta exposición potente. Pero hay que decir que los que se quedaron fuera del país, después del golpe, lo hicieron porque no podían entrar o si no los mataban. Víctor Jara como brutal ejemplo de eso y por suerte existió este Congreso de la Juventud de Berlín 1973 que salvó al Inti y al Quila, si no, no la cuentan. Hubo distintas maneras de quedarse y de estar en dictadura. Nosotros que éramos más hippies optamos por una mirada más de conjunto y asumiendo también, lo digo en mi caso personal, nuestra cuota de desastre respecto de lo que se había producido el 73. Hasta hoy me conmueve recordar que hubo un momento en el país en que todos hacíamos gárgaras con la palabra ‘muerte’ hasta que finalmente apareció y nos mató espiritualmente a todos. Ahí uno tiene una responsabilidad. Entonces, nos pudimos haber dedicado al pop o al rocanrol o a haber armado las maletas, pero decidimos quedarnos”.