El sábado 27 de febrero de 1937 el doctor Cecil Dustin confirmó a Howard Phillips Lovecraft (HPL) su peor sospecha: el cáncer gástrico que lo aquejaba era terminal. Hacía algunos meses que las molestias de su paciente iban en notorio aumento. Estaba pálido, decaído y con dolores tan fuertes que ni siquiera podía estar acostado. Pasaba largas horas en una silla con almohadones y comía con dificultad. El 2 de marzo Lovecraft escribió en su diario: “Pain – drowse – intense pain – rest – great pain”. Una semana después, apenas tenía fuerzas para tomar agua y fue llevado en ambulancia al Jane Brown Memorial Hospital de Providence, Rhode Island. Allí murió a las 7.15 de la mañana del lunes 15 de marzo. Tenía 46 años.
Días más tarde, un familiar ordenó su escritorio y vio que lo último que Lovecraft había trabajado era la corrección del cuento —“Desde el mar”— escrito por un autor desconocido llamado Duane W. Rimel. El relato, desde luego, nunca se publicó y terminó perdido en una ruma de papeles.
Han pasado 80 años de la muerte de Lovecraft y no sorprende saber que hasta el final de sus días estuvo ocupado en el trabajo de otros. Así se ganó la vida: como corrector de pruebas, escritor fantasma o editor informal, con todos los sinsabores que, en su caso, implicó hacerlo en un ambiente donde abundaban los aficionados con más entusiasmo que talento o bien aquellos que consideraban a la literatura un camino hacia la distinción social. Lovecraft se hizo un nombre publicando en revistas de nicho como Weird Tales y Astounding Stories. En 1936 esta última le pagó 350 dólares por En las montañas de la locura yUS$280 por los derechos de “La sombra fuera del tiempo”, todo un éxito considerando que era bastante pesimista de la recepción de los editores ante sus manuscritos.
En todos estos años, los imitadores de Lovecraft han formado una casta que se distingue a kilómetros por el uso de los adjetivos. Para ellos todo es “extraño”, “muy extraño”, “terrible” y “horrible”. Pero a Lovecraft no lo puedes imitar.
“Los cheques por ambos relatos llegaron justo a tiempo. Había ganado muy poco dinero en los últimos años y estaba cerca del colapso financiero”, escribe Charlotte Montague, autora de H. P. Lovecraft. The Mysterious Man Behind the Darkness, biografía ilustrada y en edición de lujo publicada recientemente. “Incluso debió ahorrar en la tinta que usaba y comenzó a comprar botellas de cinco centavos cuando antes prefería las que costaban un cuarto de dólar”.
Las miserias que pasó Lovecraft son, en general, conocidas por sus lectores y en estos días de conmemoración alientan el regreso a sus pequeñas obras maestras. Pero si hay algo que ni la más elogiosa reseña podrá lograr, es convencer a quienes no lo leyeron cuando debían a que ahora sí lo hagan. Lovecraft no sólo es un autor de nicho, es un autor de los años formativos. A los quince pueden pasar dos cosas: o te salen espinillas o te enteras de quién diablos es Cthulhu.
“HPL tiende a seleccionar a sus lectores desde el principio. Escribe para un público de fanáticos. Un público que acabará encontrando algunos años después de su muerte”, apunta Michel Houellebecq en su notable ensayo H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida. En el prefacio, no obstante, el francés hace una confesión que de seguro representa a muchos: “De vez en cuando, de hecho con bastante frecuencia, volvía a los ‘grandes textos’ de Lovecraft; seguían ejerciendo sobre mí una atracción extraña, que contradecía el resto de mis gustos literarios”.
Salvo uno, todos los libros de Lovecraft fueron publicados y traducidos después de su muerte. El único título en que pudo ver su nombre impreso en la tapa fue La sombra sobre Innsmouth, aunque la edición tuvo tantos errores que al leerla se deprimió, enloqueció y comenzó a corregir manualmente todos los ejemplares a los que tuvo acceso. Fue librería por librería, tal como hoy muchos chicos alrededor del mundo recorren tiendas de anticuarios preguntando si no tendrán por ahí alguna copia del terrible Necronomicon, ese libro que no existe ni existirá jamás, y que es uno de los mitos más extravagantes de la literatura del siglo XX: un legajo forrado en piel humana que da cuenta de una serie de divinidades indescriptibles que habitaron la Tierra. Para no enredarnos, basta referirse a ellos como los Antiguos.
En todos estos años, los imitadores de Lovecraft han formado una casta (¿una nata?) que se distingue a kilómetros por el uso de los adjetivos. Para ellos todo es “extraño”, “muy extraño”, “terrible” y “horrible”. Pero a Lovecraft no lo puedes imitar. Cuando mucho puedes dejar desperdigadas pequeñas referencias que los lectores atentos sabrán apreciar. ¿Un buen ejemplo por estos lados? El cuento “Bajo el agua negra” de la argentina Mariana Enriquez y que es parte del conjunto Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama). A ella le basta una pincelada —“tratando de ignorar que el agua negra estaba agitada, porque no podía estar agitada, porque esa agua no respiraba, el agua estaba muerta”— para confirmar que el gusto por los relatos de Lovecraft es un gusto que no se va ni se reniega. El resplandor de sus historias está allí, dormido en algún lugar profundo como los bicharracos que sustentan sus historias de espanto cósmico.
Lovecraft fue un escritor aclanado. Formó parte del círculo de autores que crearon los llamados Mitos de Cthulhu: Robert Bloch, August Derleth, Frank Belknap. Todos se lanzaron al delirio de la ciencia ficción con ímpetu, compartieron la vida en los bordes del mainstream y lo despidieron con emoción al saber de su muerte. Aun cuando la amistad entre ellos, salvo alguna visita esporádica, fuese nada más que por carta. Los tiempos de Lovecraft eran los tiempos en que las personas, por lo general, no tenían más que papel y un poco de tinta para recrear el mundo y, en su caso, para convertirlo en un lugar más peligroso todavía.