El corazón se acelera y la garganta se aprieta. Ahí, en ese lugar, donde todo es mentira y nada es verdad, una niña aprendió a sentir. Las luces se apagaban, el telón subía, la música comenzaba y todo desaparecía. Sólo quedaba la niña y la historia. No había nadie más en ese mundo, y ese mundo era sólo de ella.
En ese mismo lugar, en el Aula Magna de Concepción, cuando esa niña tenía 14 años vio a un mapuche luchar por su libertad. Era la historia de Lautaro, escrita por Isidora Aguirre, donde el mítico Andrés Pérez interpretaba al guerrero araucano, y se le pusieron los pelos de punta. Sólo quedó ella y la historia. Por un par de horas, la niña dejó su piel y entró en la vida de ese hombre que luchaba por ser libre. Y se sintió viva.
Fue en esos domingos, en que iba siempre al teatro, cuando la niña entendió que dedicaría su vida a ese mundo.
-Sólo me he sentido viva en un lugar, que es la ficción -dice Aliocha de la Sotta.
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Una sala como un cubo con las paredes negras. La escenografía son cinco sillas, una al lado de la otra. Los actores, también cinco, tienen puesta ropa de hombre y mujer al mismo tiempo: llevan vestidos floreados sobre camisas formales azules. Porque actuarán en un constante tránsito entre ser femeninos y ser masculinos. Porque los personajes de esta historia nacieron en la piel equivocada. Porque esta es la vida del Dylan, un joven que fue asesinado por sentirse mujer.
Aliocha de la Sotta (45) está en el medio de la sala, dándoles instrucciones a los actores de su compañía, Teatro La Mala Clase. Polera gris y pantalones negros rotos en las rodillas. Su pelo, medio café, medio rojo, cae en desordenados rulos a la altura de los hombros. Habla fuerte y claro. Ya va a comenzar el ensayo.
-Ya cabros, cabras, cabres, no se pongan nerviosos. Trabajemos lo que vimos durante la semana -dice mientras se va a sentar. A su lado, Bosco Cayo, el dramaturgo que escribió esta obra, inspirada en una historia real ocurrida en La Ligua, un ataque transfóbico, dijeron los que investigaron el caso. Uno de tantos.
Las luces de la sala se apagan y comienza la música: “I want to break free”, de Queen, pero una versión más triste, alguien que en susurros suplica que lo dejen ser libre. Un hombre en el suelo llora desconsoladamente, hay algo que está roto en mil pedazos. Otros dos hombres lo miran desde arriba, con asco, no hacen nada. Nadie nunca hizo nada.
Así parte El Dylan, el trabajo más reciente de la directora Aliocha de la Sotta, que se estrenará el 7 de abril en Matucana 100: la vida de un joven, como cualquier otro joven, que murió sólo por ser distinto a los 26 años.
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Aliocha de la Sotta estudió Actuación en la escuela de Fernando González. Siempre supo que había algo que le interesaba del teatro que iba más allá de estar sobre un escenario. Paralelo a sus clases, trabajó como asistente de dirección de Rodrigo Pérez en un par de obras. Siempre prefirió ese rol más distante, casi de espectador, el de esa niña que observaba y se emocionaba desde el público. Cuando salió de la escuela, se fue a estudiar a Bélgica.
-Ahí confirmé que lo que quería hacer era ver a los otros actuar, ver cómo el cuerpo del actor muta o transmuta en escena -dice Aliocha. Que había algo especial en tener un grupo de personas que aceptan entrar en un viaje con ella, guiarlos en la ficción.
Luego de cuatro años, volvió a Chile y adaptó y dirigió su primera obra, La lluvia de verano, una novela de Marguerite Duras. Desde entonces, por 17 años, ha dirigido obras sobre conflictos sociales y políticos, como Hilda Peña, sobre una madre que pierde a su hijo en el tiroteo ocurrido en 1993, cuando militantes del Movimiento Juvenil Lautaro asaltaron un banco en Apoquindo; y La Chancha, de Luis Barrales, sobre un grupo de jóvenes que hacen la cimarra para suicidarse.
Al mismo tiempo que trabajaba haciendo teatro, De la Sotta estudiaba Licenciatura en Artes en la Arcis por las noches, y hacía clases de actuación en la Universidad Finis Terrae y en la Academia de Humanismo Cristiano. Ser profesora y ser directora dejaron a Aliocha en un lugar cada vez más apartado del escenario. “Me siento como mirando el fenómeno, a los actores”, dice. Contemplando desde afuera, como cuando era niña, en esos años en quetomaron preso a su padre, en plena dictadura, y fue su madre quien siempre estuvo ahí, haciendo que escuchara música, leyera libros y viera obras de teatro. Con su madre podía hablar cuando todo a su alrededor parecía derrumbarse. Y fue ella quien la acompañó a dar las pruebas a las escuelas de actuación en Santiago, cuando esa niña entendió que también quería dedicarse a construir ficciones.
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Treinta años pasaron desde que Aliocha de la Sotta vio a Andrés Pérez encarnar al toqui Lautaro. En 2014, la directora quiso traer al presente esa obra de Isidora Aguirre, que vio cuando era una niña, y le pidió a Bosco Cayo que escribiera la historia de nuevo, con una mirada justa. La obra de Bosco se llamó Leftraru, el nombre real del guerrero araucano, antes de que los españoles le dieran otro que ellos pudieran pronunciar. La obra se trató de una comunidad indígena al interior de Temuco que debía elegir un símbolo para construir la estatua del guerrero mapuche.
-La historia ha sido siempre muy sesgada y tenemos a esta audiencia adolescente a la cual nosotros podemos aportarle una nueva forma de ver el mundo. Entender, por ejemplo, que siempre ha sido la visión occidental la que ha prevalecido en el conflicto mapuche -explica De la Sotta.
Es a este público juvenil al que han estado dedicados los últimos trabajos de la directora. Todo comenzó con la obra La Mala Clase, en 2009, escrita por Luis Barrales -ganadora del premio Altazor por mejor dramaturgia y que fue vista por más de 120 mil espectadores-, que cuenta la historia de cuatro estudiantes de un liceo fiscal que deben dar un examen especial de Historia para graduarse de cuarto medio. A través de ellos se habla del modelo económico actual, que convierte todo en una mercancía, en objetos que se pueden comprar.
-Yo siento que los jóvenes son mucho más lúcidos que todas las representaciones fáciles que se les dan. Nosotros tenemos que estar a la altura. Me encantaría que les dijeran a sus profesores “hablemos de lo que nos pasa, no lo escondamos más, solucionemos nuestros problemas”. Para eso hacemos esto. Para eso hago teatro.
Y lo que está haciendo ahora Aliocha de la Sotta con El Dylan es volver a hablarles a esos jóvenes, pero esta vez con un montaje brutal.
Bosco Cayo escribió la historia luego de ver en un matinal a la mamá de Dylan Vera hablar sobre el asesinato de su hijo, que fue apuñalado casi en la puerta de su casa. Ella pedía que el crimen no quedara impune. Cayo se inspiró en este caso real para construir una obra que no se trata del Dylan, se trata del mundo que lo rodeaba: sus padres, sus amigos, sus profesores y vecinos, que vieron los abusos que sufría el joven, pero que nunca hicieron nada.
La directora, que luego de leer el texto de Bosco decidió montar la obra, dice que lo primero que hicieron fue sumergirse en el tema de la identidad sexual, ese sentimiento de haber nacido en el cuerpo equivocado. Por meses investigaron y se hicieron asesorar por sexólogos para poder encarnar la historia que iban a contar.
-Ahí comenzamos a entender la belleza de esa androginia, o de ese puro tránsito sin decir que alguien tiene que cambiarse el sexo biológico para poder ser mujer o no. Entender que hay mujeres que tienen pene. Fue distinto para los actores el trabajo de creación del personaje porque todos son todos en escena, los hombres hacen de mujer y las mujeres de hombre. Con lo que vamos a mostrar, ojalá podamos cambiar la mirada de un joven y que mire a todos sus pares como legítimos otros.
La puesta en escena es un constante movimiento, un tránsito, la mayoría de las veces incierto, que da cuenta de la vida de una persona transgénero.
Sentada de frente al escenario, Aliocha de la Sotta va siguiendo los diálogos de los actores en esa sala negra, casi sin notarlo, un leve movimiento de los labios la delata. Está sumergida en la obra.
Los actores se toman de las manos. Están los cinco, uno al lado del otro, con vestidos, con camisas, hombres de mujeres y mujeres de hombre.
-¡Soy maricón, a nadie le voy a importar! -gritan al unísono, y la directora se queda mirando la escena en completo silencio. Cuando se acaba el ensayo, las luces se prenden. Aliocha se demora en volver, volver a esa piel que es suya y dejar la vida del Dylan. “Me dio pena”, dice, después de unos segundos, como si esta no fuera su obra, como si esta fuera la primera vez que realmente la ve. Como si recién despertara de ese sueño lúcido que es la ficción y que la ha acompañado toda su vida.