Por Cesar Aira Abril 28, 2017

“Los intervalos en mi vida se están haciendo demasiado largos”, pensaba el jinete mapuche que había detenido su caballo al borde de un gran vacío, y miraba sin ver la sucesión de bosques oscuros que se extendía hasta un horizonte poblado de figuras diminutas. Él era uno más de esos hombrecitos recortados en distancias elásticas, yendo y viniendo a las órdenes de los capitanejos, esperando emboscadas, propias o ajenas. ¿Lo estarían disfrutando de verdad sus congéneres, o sólo lo simularían? En su caso no era ni una cosa ni la otra. Aun breves, aun pretendiéndose instantáneas como el relámpago, estas guerras se prolongaban más de lo que le habría gustado. Claro que el suyo era un  gusto exigente, de connaisseur del Tiempo. Desde el momento en que concebía un hecho como una interrupción, no podía querer otra cosa sino que cesara. En realidad estas pequeñas guerras no eran tan interminables como se le hacían a él; la sensación podría deberse al carácter ligeramente ficticio que tomaban en su desarrollo. Los contrincantes se buscaban sin encontrarse por los dédalos de la espesura, libraban batallas a distancia, se adivinaban y se perdían al azar de las desbandadas. Menudeaban las alarmas innecesarias, las persecuciones de nadie, el griterío por el griterío mismo.

Por suerte su tío, el mariscal de opereta de esas campañas que más parecían ejercicios intelectuales, se aburría antes que sus guerreros y entonces se transportaban a toda carrera de regreso al seno de las montañas, que sobre su sobrino ejercían tanta atracción. Mientras tanto, no tenía más remedio que seguirle la corriente. “Paciencia”, se decía. El caballo hiperventilaba dando pequeños golpes de casco en el musgo de los escalones patagónicos. El silencio se prolongaba. Se había apartado de la compañía con la excusa de localizar focos demoníacos, pero fue lo que menos hizo. El motivo que se daba a sí mismo era que quería pensar, pero de eso hizo menos todavía. La distancia se extendía ante él en volúmenes transparentes. Si hubiera existido entonces el concepto de paisaje, lo habría encontrado admirable (...). En fin. No debía de ser el único que esperaba que la guerra terminara y quedaran en el olvido sus grandes tedios.

El individualismo estaba implícito en su nombre, que en lengua mapuche significaba Juventud Eterna. Nombre tan positivo y optimista como poco realista.

Unos caballitos delgados, a lo lejos, negociaban con elegancia los pasadizos entre bosque y bosque. Los montaban guerreros reales a los que la distancia despojaba de tamaño y velocidad. De sus contornos mínimos escapaba la luz de la niebla sobre los lagos. Seguramente llevaban cualquier otra intención, pero parecía el cortejo de acompañamiento de un gran pájaro de espumas negras que se bamboleaba abriendo y cerrando las alas y la cola, caminando con la torpeza del ave que sólo era ágil y majestuosa en el cielo. El eco muy apagado traía gritos agudos (...). No era un cortejo sino una escaramuza, la última del día. El pájaro negro, calculó por experiencia, debía de ser Cafulcurá desenrollando sus ponchos que siempre le impedían entrar en liza a tiempo.

El jinete solitario de la cornisa contemplaba la escena con desaliento. Cómo podía haber indios, se preguntaba, que se divirtieran con eso. Sin contar con que alguien podía salir herido. Emprendió el descenso a paso lento, calculando que llegaría al campamento al mismo tiempo que la compañía, si a los guerreros reales no los demoraban más de la cuenta esos episodios imaginarios. Aunque hablar de guerreros, y dotarlos de realidad, ya era una proeza de la imaginación. Los mapuches, en la etapa de su vida cordillerana, no tenían la disciplina ni la organización del espíritu militar. Precursores del ocio, cazadores remisos y de mala gana cuando apretaba el hambre, las operaciones nacionales no podían ser más ajenas a su espíritu. El joven jinete iba a su encuentro con la resignación del hábito y a sabiendas de que no era tan distinto de ellos, y que su individualismo podía no ser más que una jactancia.

El individualismo estaba implícito en su nombre, que en lengua mapuche significaba Juventud Eterna. Nombre tan positivo y optimista como poco realista. Aunque era joven (ya no tanto), no lo sería durante toda su vida, y la invocación a la Eternidad era una fanfarronada innecesaria. Sus padres habían querido proveerlo de un nombre talismán que lo acompañara en el arduo tránsito por la vida salvaje (...). Era sobrino de Cafulcurá, hijo de una de las hermanas del viejo cacique, y le habría correspondido un voto en el Consejo de Guerra si se hubiera molestado en asistir a las reuniones. Pensó vagamente en hacerlo la próxima vez, y tratar de disuadir al tío y sus secuaces de sus locas movilizaciones.

Esto sucedía en las eras semilegendarias en que los mapuches vivían en la cordillera, antes de que Cafulcurá emprendiera la aventura imperial que lo llevaría a las pampas argentinas y a un contacto más cercano, y decididamente más conflictivo, con el hombre blanco. Esta época sería recordada como un dorado intervalo de paz y prosperidad en los bosques y lagos y los laberintos de basalto, al pie de una majestuosa profusión de volcanes. Pero a ese intervalo no le faltaban intervalos a su vez. Mientras que la convivencia con los primos huilliches y hasta con los intratables tehuelches era pacífica, los vorogas, a cuyos cantos de sirena se debería el tránsito al Este en el futuro, los invitaban a frecuentes expediciones de guerra. Cafulcurá no rechazaba ninguna, y era el primero en desempolvar la chuza. Desoía los consejos de la familia y las machis, todos de acuerdo en que a su edad ya no estaba para cabalgatas y trasnochadas. Poseo, decía, la irónica certidumbre de sobrevivir. No es que corriera mucho peligro (...). Pero el solo hecho de extraerse de la soñolienta rutina de la toldería lo predisponía a la tendinitis y el orzuelo. No había modo de disuadirlo. Decía que se aburría de no hacer nada. La experiencia parecía no haberle enseñado que es vano confiar en que el mañana va a proveer entretenimientos...

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