Por Diego Zúñiga Mayo 19, 2017

Un día, Juan Rulfo dejó de escribir. O de publicar. Eso es lo que sabemos: una mañana, una noche, una tarde, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo —nombre real de Juan Rulfo— tomó la decisión de guardar un silencio que hasta ahora, cuando han pasado más de 30 años desde su muerte —y 100 desde su nacimiento—, sigue siendo uno de los misterios más sorprendentes de la literatura universal.

Entre 1953 y 1955 Juan Rulfo publicó su (casi) obra completa: los cuentos reunidos en El llano en llamas y Pedro Páramo, esa novela fantasmagórica e indescifrable que parece un animal mudo que levanta la vista y nos queda mirando por unos segundos que se hacen inolvidables. Nos quedamos así después de leer a Rulfo: detenidos en el tiempo, como una fotografía, como esas imágenes que capturaba con aquella Rolleiflex que llevaba siempre junto a él.

Cuando Rulfo murió, en 1986, se encontraron siete mil negativos de fotos que guardaba en un armario. Hasta ahora sólo hemos podido ver cerca de quinientas imágenes.

Dicen que dejó de escribir porque se murió su tío Celerino —el hombre que le contaba las historias. Dicen que fue, en realidad, porque la fama y las luces y el entusiasmo lo dejaron tumbado ahí, en el silencio, incómodo, sin saber qué hacer después de haber escrito dos obras maestras. Dicen, también, que fueron los electroshocks que le aplicaron para combatir su alcoholismo. Dicen que se aburrió, que no quiso, que se negó a escribir más de lo necesario. Le bastó con esos cuentos donde inventó y reinventó el habla mexicana —y el paisaje— para comenzar a hacerse un nombre durante los años cuarenta, esa década en que algunos de sus relatos circularon en revistas y su apellido se convirtió en un murmullo, el rumor de que ese tal Rulfo era un genio. Le bastó esa novela de poco más de cien páginas, donde hacía hablar a los muertos, para construir uno de los retratos más contundentes sobre México: su historia, su pasado, su presente y también su futuro: “Rulfo nos da una imagen de México/ Los demás se reducen a describir el país”, escribió Nicanor Parra en 1991, cuando recibió el —entonces llamado— Premio Juan Rulfo en Guadalajara.

Una imagen de México: “Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros”. Así empieza su cuento “Nos han dado la tierra”, y así nos descubrimos en México: los ladridos de unos perros nos sitúan en aquel territorio, en medio de la nada, poco antes de llegar a uno de esos pueblos mexicanos que son, esencialmente, rulfianos también, porque los imaginamos así, polvorientos, detenidos, quizá, en el tiempo, en sus palabras y, cuando se le acabaron las palabras, en aquellas fotografías que tomó con tanta dedicación durante aquellos años de esplendor literario. Porque como anota, certeramente, la escritora y ensayista mexicana Cristina Rivera Garza, el Rulfo escritor y el Rulfo fotógrafo nacieron más o menos al mismo tiempo, a fines de la década del treinta, cuando el jovencito de Jalisco empezó a balbucear sus primeras historias mientras, cámara en mano, iba dejando registro de aquellas vidas que se le cruzaban. Se cruzaban las vidas y se cruzaban, también, esas imágenes con su escritura, porque hoy nos resulta imposible separarlas por completo, a pesar de que él muchas veces dijo que eran actividades autónomas, pero no hay forma: “El efecto de extrañeza que produjo desde su inicio, eso que Alfonso Reyes denominó la manera rulfiana de narrar sería también inexplicable, una mera anomalía más, si no se le conectara con el ejercicio constante y gozoso de la fotografía”, escribe lúcidamente Rivera Garza en Había mucha neblina humo o no sé qué (Literatura Random House), un libro tan genial como inclasificable, donde la narradora visita y revisita y reescribe a Rulfo, su obra y su vida, y se detiene, durante muchas páginas, en aquel oficio silencioso que siguió desarrollando Rulfo luego de no publicar más: sin abandonar nunca su Rolleiflex, tuvo la oportunidad de recorrer México e ir fotografiando pueblos, iglesias, ruinas, edificios, pequeñas casas que surgían en medio del desierto y retratos de campesinos que se parecían tanto, pero tanto, a aquellos protagonistas de los cuentos de El llano en llamas o a los que abandonaron Comala y también a aquellos que se quedaron y que, una vez muertos, le cuentan a Juan Preciado la historia de ese tal Pedro Páramo.

Observamos las fotografías de Rulfo buscando las huellas de aquello que leímos en sus libros. Rastreamos las voces de esos muertos a los que hizo hablar, los ladridos de los perros, esa lengua viva, esa oralidad que inventó Rulfo y que la podemos imaginar cuando vemos a esos campesinos en sus fotos, detenidos, sin siquiera haberse dado cuenta de que ese hombre silencioso los retrató. Porque el Rulfo fotógrafo es sólo una presencia, un fantasma que pasa inadvertido y que dispara su Rolleiflex sin que nadie se dé cuenta de que está ahí, buscando quizá qué cosa: un país que ya no existe, las ruinas de un porvenir donde todos estaremos muertos.

Rivera Garza lo explica así, vinculando el trabajo de Rulfo con las reflexiones de Walter Benjamin a partir del “Angelus Novus”, de Klee: “Las fotografías de Juan Rulfo (…) me hicieron pensar en Rulfo como ese ángel de Benjamin que, acaso melancólico o rabioso, mira hacia atrás para dejar evidencia de la ruina y la soledad, la indiferencia y la catástrofe de la modernidad mexicana de mediados del siglo XX, mientras el viento, enredándose alrededor de su torso y sus brazos, lo paraliza y lo jala hacia delante al mismo tiempo. Hacia el futuro. Hacia el progreso”.

Juan Rulfo fotógrafo: aquel que era capaz de registrar imágenes tan hermosas e inefables como aquella que tomó en la década del 50, “Alicia en los ahuehuetes” la tituló, en la que vemos a una niña con un vestido blanco que está a los pies de un ahuehuete, ese árbol milenario de México —el árbol más ancho del mundo—, cuyo tronco antiguo, rugoso, genera un contraste realmente tenebroso, porque está la niña mirando el cielo y tras ella ese árbol que pareciera que esconde en su oscuridad un secreto. Una imagen que parece un sueño. Una imagen enigmática. Alicia en el país de las maravillas. Eso es aquella fotografía, cuya belleza es tan contundente como la de aquella imagen que tomó en la década del 40, donde vemos una playa, el cielo abierto, unas pocas nubes, el mar, y en la orilla, en la arena, el tronco de un árbol abandonado. Es sólo eso la fotografía. Pero en esa imagen está encerrado todo el mundo de Rulfo. Es eso. La desolación, la belleza inesperada. La precisión también, pues el mexicano no era simplemente un fotógrafo aficionado, no, era alguien que sabía perfectamente lo que hacía. Porque siempre se ha querido plantear a Rulfo como un artista más bien intuitivo, pero aquello es un retrato incompleto. Rulfo sabía perfectamente quién era Paul Strand y Henri Cartier-Bresson —de quien escribió, de hecho—, como también sabía quién era William Faulkner y Edgar Lee Masters, dos voces fundamentales que suenan y resuenan en Pedro Páramo. Conocía los oficios, conocía perfectamente las tradiciones de aquellas expresiones artísticas en las que se aventuró.

Ahora, cuando se acaban de cumplir 100 años desde su nacimiento, Juan Rulfo sigue siendo una pregunta que nunca seremos capaces de responder. Y por eso es un clásico. Y por eso buscamos y buscamos —en sus libros, en sus cartas, en sus fotografías— algo que nos ayude a comprenderlo mejor.

De los siete mil negativos de fotos que se encontraron en un armario de su pieza cuando murió en 1986, sólo quinientos se han hecho públicos.

Esa es la historia de Rulfo que todavía no podemos terminar de leer. Esa es, quizá, la novela que empezó a escribir cuando se le acabaron las palabras.

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