¿A cuánta gente mató mis padres? Saberlo es innecesario. Sólo que sea posible plantear esta pregunta en cualquier momento, y que sea válida, es lo que sostiene este tipo de vergüenza.
Aquel capaz de escribir líneas como las anteriores es aquel que ha sufrido. El peruano José Carlos Agüero (41), su autor, lo hace también desde la duda, motor de Los Rendidos (Instituto de Estudios Peruanos), libro que publicó en 2015 y que sacudió Perú. Un híbrido entre la reflexión biográfica, el ensayo, la crónica y la poesía, que le valió los apelativos de traidor, por un lado, y de pequeño burgués, por el otro. Porque Agüero es hijo de dos ex senderistas que murieron asesinados extrajudicialmente en esa guerra civil que se libró en Perú entre mediados de los 80 y 90.
Ella, su madre, fue asesinada por el Ejército en una playa de Lima en 1992, a sangre fría. Él, su padre, en la matanza de unos 120 acusados de terrorismo en la isla El Frontón, el 19 de junio de 1986, día que hoy los seguidores del movimiento celebran como el Día de la Heroicidad.
Agüero podría haber vivido como hijo de mártires, pero no. Prefirió tomar otro camino. Hizo carrera en la Universidad de San Marcos, y entre 2011 y 2013 participó en la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que cifró las víctimas del movimiento senderista —que buscaba implantar un régimen revolucionario campesino en Perú—, en más de 31.000.
Las preguntas lo atiborraban. ¿A cuánta gente mató sus padres? ¿Cómo debía sentirse al respecto? ¿Era culpable? ¿Responsable? ¿Estaba bien sentir vergüenza? ¿Estaba bien no insistir en la búsqueda de los cuerpos de sus padres? ¿Heredamos la culpa los hijos? ¿Tengo que pedir perdón?
El desahogo lo encontraba en un blog donde iba desarrollando estos conceptos. Condenando la violencia de la organización en la cual creció, sí, pero buscando ponerse en el lugar de los otros. Los que no son escuchados.
Lo que sí estaba seguro de haber heredado de su madre, por lo menos, era la necesidad de escribir.
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Criado en Condevilla, un barrio pobre del distrito de San Martín de Porres, en Lima, lo que nunca faltó en la casa de los Agüero fueron los libros, que sus padres (él, ingeniero metalúrgico; ella, con estudios incompletos de periodismo) conseguían con sus compañeros de partido.
—A mí y a mis hermanos nos leían muchos cuentos chinos, de la época de la revolución cultural. Unos pintados con acuarela, hermosos. También llegaba el Granma. Y bueno, todo el Boom Latinoamericano. Teníamos muchas lecturas, pero marcadas siempre hacia el bloque soviético —explica por teléfono.
En ese contexto se crió Agüero. En un contexto de tertulias políticas y camaradería, pero también, de miedo. De miedo a que les pasara algo a sus padres. De miedo a que sus vecinos los acusaran a las autoridades. De miedo a que sus compañeros de colegio se enteraran de que sus padres formaban parte de la mayor organización terrorista del país.
En dos ocasiones, Agüero pidió perdón por sus padres. Un momento, como todo el proceso que ha llevado a cabo, de dudas. No tienes por qué disculparte, le dijeron.
Así, en Los Rendidos rememora cuando una compañera del colegio lo invitó a jugar Monopoly a su casa. Cuando estaba por entrar, escuchó la frase que no iba a olvidar más: “Que se vaya ese chico”, dijo la madre de ella. El orgullo herido, las piernas quietas esperando la decisión de su amiga. La vergüenza de ser quien era. La cara roja al escuchar a la hermana mayor pidiéndole que se vaya, que su hermana tiene que estudiar. El portazo en la cara.
¿Está bien sentir vergüenza de los padres?
—El primer capítulo de Los Rendidos trata sobre la vergüenza. ¿Es deliberado? ¿La sigues sintiendo?
—Es complicado. Uno de los frentes donde hay que pelear para publicar cosas como esta es la familia misma. Mis padres no tienen cómo discutirme, porque están muertos. Pero vivos están mis tíos, mis hermanos. Es pesada esa discusión, quizás es la más pesada de todas. Lo que he intentado transmitirles es que no es que sienta una vergüenza completa. Yo amaba a mis padres. Quizás lo primero que siento respecto de ellos cuando los recuerdo es ese amor. El amor, el respeto, hasta muy grande sentí mucha admiración por lo que hacían. Pensaba que estaban haciendo la revolución, que estaban haciendo cosas por los demás. Que yo sienta todo eso positivo respecto de mi relación no quiere decir que mi relación sea unívoca. Aunque yo les reconozca todos sus valores ideológicos, afectivos, puedo sentir una vergüenza muy explícita, muy concreta respecto del daño que hicieron a los demás. Sería inmoral que no lo sintiera.
La guerra era el telón de fondo de su vida familiar. Muchos días su casa se llenaba de visitantes con bultos que transportaban armas de diferentes tamaños. Unas de esas cajas contenían tubos forrados de papel café, blandos, que parecían largas plasticinas. Le habían advertido que no las tocara, pero una mañana un amigo de su madre le pidió ayuda. Para Agüero fue como hacer una tarea del colegio: se aplastaba la plasticina, se acomodaba en una lata de leche, se cortaba un pedazo, se le ponía un pedacito de metal y, como mecha, se le pegaban unos fósforos. Era 1985.
—Llama la atención el tono carente de rabia del libro, a pesar de que criticas duramente a tus padres y al movimiento. Al recordar hechos como el de la bomba casera, ¿no aparecen estos sentimientos?
—Sí, tuve mucha rabia. Pero una de las cosas interesantes es que la vida de alguien cuya familia está metida en este tipo de actividades también es cotidiana. Se vuelve ordinaria, también. Lo mismo termina ocurriendo con ir a pasar mensajes a compañeros respecto de X temas de la revolución. Se normaliza. Participar de manera infantil de la confección de cartuchos de dinamita... Ese episodio en particular no me hartó en lo más mínimo. Hubo otros momentos donde sí me harté conforme fui creciendo, que tomaba conciencia de la dimensión de lo que estaba viviendo y del peligro que corría mi madre, que era la que me quedaba viva cuando estaba adolescente y luego joven. Y en esos momentos lo que hacía era intentar que ella no siguiera, entonces había grandes peleas. Me sacaba de quicio, no podía entender por qué ella seguía en Sendero. Esas son discusiones mayores, pero nunca pude hacerla cambiar de opinión. Tuve mucha frustración.
Esta guerra tiene algo de guerra de niños que la hace más gris.
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En dos ocasiones, José Carlos Agüero pidió perdón por sus padres. Un momento, como todo el proceso que ha llevado a cabo, de dudas. Nunca había sentido la urgencia de hacerse cargo. Fueron actos impulsivos, como sus dedos al caer sobre el teclado para redactar esos correos. No tienes por qué disculparte, lo que pasó no tiene nada que ver contigo, le dijeron. Pero no nos vuelvas a contactar.
No se sintió mejor ni peor. Se sintió ridículo. Alguna vez escribió en un poema: “Nadie sabe que es un monstruo hasta que se mira en el espejo”.
—Después entendí que la culpa no es solamente una emoción, es una institución social. No se te pasa luego de que la emoción cede, está construida para vincularnos como sociedad. De manera dramática, quizás. Pero no quiero dejar de sentir culpa. No quiero evadirla, quiero encontrarle el sentido.
—Ese proceso debe ser muy doloroso.
—Y lo sigue siendo. Escribir el libro, las charlas, entrevistas. Siempre es incómodo. Es lo que ha sido, lo que viene y lo que vendrá. Hay una idea que tengo que resolver, que detrás de esta presentación y uso de la memoria me siento en constante traición. Al escribir sobre mis padres, usar sus biografías para discutir cuestiones públicas... No puedo dejar de sentir que los estoy traicionando.
Pero esta traición, para Agüero, vale la pena, pues ningún lenguaje es inocente, y esa es una de las principales batallas que busca dar Los Rendidos. Reconoce que muchas palabras se han ido convirtiendo en tabúes, llenando de eufemismos las conversaciones diarias, lo que ayuda a conservar secretos y generar olvidos. Y los grandes responsables son los autores de las verdades oficiales.
—Y no sólo el gobierno. Desde el movimiento de derechos humanos se ha construido un lenguaje en blanco y negro entre víctimas y perpetradores. En los 70 y 80 ayudó a salvar vidas, pero hoy no tiene sentido.
—¿Por qué?
—Ya no tenemos que salvar a nadie. Es momento de comprender, de luchar por los sentidos, de intentar que las memorias ocupen un lugar crítico respecto de la democracia. ¿Qué sería yo dentro de ese repertorio gramatical tan escaso? Un renegado, si quieres. Sería un traidor a la memoria de mis padres, un traidor a la memoria de la izquierda más excesiva, un traidor a Sendero Luminoso. Y desde el otro lado, sería un pequeño burgués. Este lenguaje no ayuda. Tenemos que empezar a llamar a las cosas no por su nombre, porque no sabemos cuál es, pero recrear las cosas como las veníamos diciendo, olvidando un poco tanto las tradiciones del lenguaje de la izquierda clasista como el lenguaje impuesto por los que nos trajeron el orden, la seguridad y el neoliberalismo a punta de fuerza.
Cuando era un adolescente, su madre le decía que tenía que estudiar Física, Estadística, carreras que le sirvieran una vez que el régimen comunista se impusiera y hubiera que reconstruir el país después de la guerra. Lo preparaba para un país que no fue. Tanto ese relato como el oficialista, legado por el régimen de Fujimori, son los que Agüero lucha por dejar de lado. Porque para él, casi todas las versiones de la verdad han sido dejadas de lado. Y hay que escucharlas todas. Sin excepción.
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¿Dónde está el cuerpo de mi padre?
Una de las grandes luchas de los activistas de derechos humanos es encontrar los cuerpos de aquellos ejecutados por el régimen de turno. El caso del padre de Agüero sigue abierto, dado su efecto mediático y una demanda interpuesta por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que impide al gobierno peruano cerrar el caso. A muchos, dice, les han entregado cajitas con los restos de sus familiares. Pero tienen antecedentes para sospechar que esos huesos no son los de sus abuelos, padres, hijos, sino de cualquiera. De otro NN. Y si no, los aburren con la burocracia. Buscan cansarlos, y con muchos lo logran.
Agüero, dice, no está cansado. Para él aún falta mucho. Porque aunque no sigue buscando el cuerpo de su padre, su lucha está en la misma isla, pero en otros frentes.
Porque nadie recuerda que cuando fue el motín que terminó con más de 120 presos fusilados, murieron dos guardias penitenciarios. Entre las dos fuerzas que se enfrentan, las FF. AA. y las organizaciones de derechos humanos, las historias personales se pasan por alto, salvo que sirvan a la causa. En la disputa por la memoria, son demasiados los olvidados. Y a ellos quiere rescatar Agüero. A aquel marino que recién comenzaba y que aquel día no quiso participar de la masacre, luego de ver cómo sus propios compañeros despedazaban a un ex compañero suyo de colegio. Con los años, declaró para la Comisión de Verdad y su testimonio fue vital para reconstruir lo que pasó en la isla. Hoy, participa como informante clasificado de la fiscalía. Pero sin mucha explicación es acusado de cómplice de la masacre y está formalizado por ejecución extrajudicial.
—Por eso no me canso. Las narraciones son interesantes. Las narraciones de Sendero, del Estado, de la Marina. Pero estas luchas de poderes no son las que me movilizan. No formo parte de ninguna de esas narraciones, no forman parte de mi identidad. Me interesa la gente. Me interesa la vida de los presos y cómo su vida terminó ahí. Cómo tantas trayectorias de vida de gente tan distinta, muchos que eran limeños, pero venían de la sierra, provincianos, gente tan diversa, muchos que ni siquiera eran culpables estuvieron ahí en la mala hora ahí y murieron.
En eso está ahora. Escribiendo —siempre incómodo, siempre dudando— sobre estas historias, un libro que publicará durante el segundo semestre de este año. Sobre cómo el progresismo, “los buenos”, han omitido a los grandes perdedores en nombre de la pacificación y de la educación cívica. Sobre esos despojos de vida que el gobierno peruano no quiere ver.
Debemos perdonarlos también. Hijos de su tiempo. Han sido derrotados y aunque algunos caminen por plazas y escriban en periódicos, no se han dado cuenta de cuán fantasmas son.