En 1997 el rock inglés vivía en un raro estado de fin de época, que nadie sabía muy bien cómo explicar, pero cuyos signos eran palpables para todos. El britpop, que había empezado apenas tres años antes, ya se apagaba como una estrella demasiado fugaz en el cielo del pop global, y quedaba claro que después de tanta fiesta —la fiesta de la exageración, el ego trip y el dinero— vendría una pequeña temporada de resaca y depresión. Siempre fue así; después de la fiesta, la casa queda hecha un desastre. Y entonces apareció Ok Computer, el tercer disco de Radiohead, que ahora cumple 20 años, y las brújulas estallaron: ¿Se trataba del último disco del siglo XX o del primero del XXI? ¿Qué era ese objeto extraño, sofisticado y cargado de una belleza crepuscular? La pregunta era pertinente entonces y lo sigue siendo hoy.
Estamos en 1997, entonces. Mientras los Oasis ya estaban convirtiéndose en una parodia de sí mismos y en Blur los conflictos internos empezaban a esmerilar el trabajo creativo, Radiohead hacía un recorrido más lento y más solitario, deliberadamente ajeno a las portadas de los diarios sensacionalistas, que luego de tanto tiempo volvieron a encontrar en el rock una materia para contrabandear escándalos baratos. Radiohead era una banda de Oxford que había tomado su nombre de una canción de los Talking Heads (inscribiéndose así en una tradición de bandas intelectuales) y que había firmado un contrato con EMI por seis discos, lo que les daba al mismo tiempo una gran libertad de acción y una horrible presión comercial. Pablo Honey fue un típico disco debut: algo rústico, con dos o tres canciones hermosas y un fondo de olla desparejo, en el que sin embargo se podía intuir una madurez futura. La segunda placa fue The Bends, que salió en 1995, el último año verdaderamente emblemático para el rock británico. The Bends es un disco redondo de canciones de cuatro minutos. Como indica el manual del arte moderno, primero hay que aprender a dominar la materia en un sentido clásico para luego deformarla o deconstruirla. Picasso empezó pintando retratos convencionales antes de inventar el cubismo. James Joyce escribió los cuentos de Dublineses, pequeñas estampas al filo del realismo, antes de lanzarse al abismo del Ulises. Con The Bends, los Radiohead hicieron eso: compusieron 14 canciones perfectamente legibles, con estrofas, puente y estribillo, y se ganaron así la confianza de la discográfic, las que, del mismo modo que las grandes productoras de cine, tienen una incidencia mucho más concreta de lo que nos gustaría creer en el producto artístico que llega a nuestras casas. The Bends vendió muy bien y la banda entonces se pudo comprar un estudio portátil y alquilar un castillo del año 1490 para grabar ahí su siguiente disco. El resultado de esa estadía bucólica en el corazón de la campiña inglesa es este disco que aquí nos convoca.
El próximo 23 de junio Radiohead lanzará una reedición de Ok Computer, con tres temas inéditos y ocho lados B.
En estos veinte años se dijo de todo. Se sentenció que Ok Computer era “el último gran disco de rock”. Se aseguró que es “uno de los monumentos musicales más duraderos de nuestra era”. Es que cuando algo es realmente bueno suele ser usado como arma de destrucción masiva contra todo lo que tiene alrededor: las grandes obras parecen decirnos algo importante sobre ellas mismas, pero también proyectan una sombra espantosa sobre todo lo que está cerca. Si Roberto Bolaño escribe 2666, digamos, no sólo se dice que es un gran libro sino que se subraya, sobre todo, que ya no se escriben libros así e incluso que ya no se pueden escribir libros así. Todas las obras significativas destilan esa radiación. Y si bien han aparecido discos importantes después de Ok Computer (Funeral, de Arcade Fire, o No More Shall We Part, de Nick Cave, son dos ejemplos de mi pequeño panteón portátil, pero cada quien tendrá los suyos), ninguno logró despertar esta pasión mortuoria, esta manía por decretar que estamos ante “el último”, cerca del final. Y, efectivamente, por qué negarlo, algo terminó después de 1997. Terminó la costumbre de escuchar discos completos, terminó el fetichismo del álbum como materialidad y terminó, en definitiva, un tipo de relación con la obra artística —una relación orgánica y humanista, podríamos decir— que era patrimonio del siglo XX y que todos los que escriben sobre rock, al menos hasta que desembarque una nueva generación, tienen clavada en su ADN de consumidores. Por eso siempre va a haber un resto de nostalgia en los que crecieron en ese mundo, porque es el mundo que conocen (el de la infancia). Ese mundo perdido es el que está, además, en las canciones mismas de Ok Computer, que revisitan varios géneros de la tradición popular (hay folk en “Subterranean Homesick Alien”, hay rock progresivo en “Paranoid Android”, hay minimalismo clásico en “Exit Music [for a film]”) y que denuncian, en sus letras, la deshumanización de un futuro abiertamente tecnológico.
El rock es una experiencia sonora, pero también visual. Thom Yorke y Jonny Greenwood lo saben de modo casi instintivo y por eso han erigido una dupla llena de detalles icónicos. El párpado caído del ojo izquierdo del cantante es una marca de sentido, como si su front man no quisiera terminar de ver o como si en realidad viera, de ese modo tangencial, un poco más. El guitarrista es el héroe involuntario de la generación nerd; tiene el pelo sobre la cara, usa remeras de caricaturas, maneja botoncitos y es un virtuoso total, como si se tratara del descendiente privilegiado de una camada de hijos sobreestimulados. Esa también es una postal de época. Los sesenta eran Jagger y Richards (la ropa psicodélica, los labios gruesos, el LSD), los setenta eran Johnny Rotten y Sid Vicious (la heroína, el cuerpo lastimado y la mirada insolente), los ochenta eran Freddie Mercury y Brian May (la cocaína, el cuerpo inflamado y el pelo batido). Los noventa son más democráticos. Son los hermanos Gallagher, es Kurt Cobain y es Jarvis Cocker, pero también es esta dupla un poco freak que hace 20 años compuso una obra maestra.