Serigrafías, fotos, videos y más
Son 228 piezas, provenientes del The Andy Warhol Musem, de Pittsburgh, las que se podrán ver en el_Centro Cultural Palacio de La Moneda hasta el 15 de octubre.
Lo más importante es él, por supuesto. Antes que sus obras, sus fotografías, sus pinturas, sus videos, mucho antes que aquellas serigrafías en las que retrató a algunas de las figuras que marcaron la segunda mitad del siglo XX —Mao, Marilyn Monroe, Mick Jagger, Jackie Kennedy, Liz Taylor, Hitchcock—, está él, en el centro de esta exposición, Andy Warhol. Ícono del Arte Pop, que es la muestra más grande que se ha exhibido en nuestro país de su trabajo.
Como no podría ser de otra forma, el centro de gravedad es él: su vida, su historia, el registro de ese mundo lleno de celebridades que transitó frente a su cámara, frente a los ojos de ese hombre que nació en Pittsburgh, en 1928, y que se transformó también en el foco de atención de una sociedad norteamericana —la de los 60— sucumbida ante el espectáculo.
“Warhol fue el primer artista americano en cuya carrera la publicidad fue realmente intrínseca”, anotaba el crítico Robert Hughes hace unos años en un ensayo muy lúcido que le dedicó a Warhol. Y es que el artista que convirtió las sopas Campbell en un ícono del arte del siglo XX entendió, antes que todos, que el mundo estaba cambiando y que en medio de ese vértigo algo había que hacer. Una de sus frases más famosas encierra, perfectamente, lo que es nuestro presente: “En el futuro, todo el mundo será famoso durante 15 minutos”.
Warhol convertido en un mago que comprendía, mejor que nadie, el porvenir, las luces, la fugacidad de la fama, la banalidad de los medios y cómo lo política —y la economía, también— iba a ingresar en ese mundo lleno de pasarelas y joyas: una sociedad donde el orden jerárquico iba a cambiar. Warhol lo supo y dedicó una buena parte de su obra a trabajar con esos materiales, a registrarlos y a convertirlos —a ese mundo de celebridades— en arte.
Ver un Warhol es siempre una experiencia difícil de explicar. Hay una luminosidad en sus obras que, en un primer momento, encandila. Son los colores chillones, los rostros de personajes que hemos visto en revistas, en la televisión: el retrato de Marilyn Monroe, una serie completa de Mao en distintos colores, un Miguel Bosé jovencísimo al lado de Alfred Hitckcock y de Sylvester Stallone. Personajes que pertenecen a un imaginario pop del cual Warhol se adueñó por completo. Sin embargo, cuando esa fascinación nos abandona, lo que queda es un vacío, la sensación de que detrás de todo esto no hay nada: una cáscara, una imagen cuyo centro parece estar siempre fuera de foco. Es la ambigüedad que parece esconder cada obra de Warhol, y que a veces, hay que decirlo, consigue momentos deslumbrantes. Sobre todo cuando ese muchacho de origen obrero, que comenzó haciendo ilustraciones para revistas de moda, se vuelve hacia adentro y se pierde en medio de la oscuridad.
Se apagan las luces y, entonces, empieza, ese 3 de junio de 1968, un viaje al fin de la noche, cuando Warhol recibe tres balazos y se escapa de la muerte como sólo un mago podría haberlo hecho. Lo que queda de ese registro es una serie titulada “Death and Disaster”: imágenes oscurísimas, como aquellas 10 serigrafías tituladas “Silla eléctrica”, en la que vemos, borrosa, la imagen repetirse una y otra vez, en medio de aquellos colores brumosos. La luminosidad se ha ido a cualquier parte, la cultura de la celebridad también.
Frente a la serie de la “Silla eléctrica”, en medio de esa sala oscura, un par de retratos de Jackie Kennedy. Tal como comentó alguna vez un crítico, en aquellas imágenes Warhol parecía ver lo que había al final de la noche. La conexión secreta entre celebridad, muerte, crisis y duelo. Detrás de aquellas serigrafías de colores chillones, detrás de esos personajes pop, lo que parecía ver realmente Warhol era eso: la luz oscura de mundo hecho pedazos.