Por Javier Rodríguez // Fotos: Roger Ballen Junio 9, 2017

Una casa grande, hecha de latas, cuya ausencia de muebles hace que se vea aun más grande. Pero a medida que se recorre, el espacio se achica. Los gorjeos de pájaros, las risas histéricas que en cosa de segundos se convierten en llanto. El olor: a encierro, a chiquero. De repente, un aleteo; cerca, demasiado cerca. Cerdos corren por el que alguna vez fue el comedor. Los pájaros pasan por encima. La ratas chillan. Uno de sus habitantes, acostado en una tina sin agua, le pide a Roger Ballen (67) que espere a que termine su baño para que empiecen la sesión de fotos: un ente enmascarado, sobreexpuesto, se mete un pájaro en la boca y sostiene otro en la mano.

La casa, ubicada a las afueras de Johannesburgo, donde Ballen vive desde hace más de treinta años, es invisible a los ojos del ciudadano común. Alguien normal —palabra que Ballen odia— se espanta cuando ve a ese ente enmascarado. O la imagen de un niño con cabeza de cisne puede provocar ansiedad. Fotos que forman parte del trabajo que Ballen llevó a cabo por varios años y publicó en un libro llamado El Asilo de los Pájaros (2004), donde muestra imágenes del que bautizó como el Hombre Rata, ese que todos los días sale a la ciudad a buscar ratones para soltarlos en su hogar; o de los refugiados de países como Somalia o el Congo que la habitan; de presos que escaparon de la cárcel o de hospitales psiquiátricos; de madres solteras que no tienen donde ir. Todos habitantes de esa misma casa. Lo que busca Ballen es incomodar: exponer al fotografiado, primero, y luego al observador; ver cómo reacciona frente a ese mundo. Una mezcla de los márgenes, de aquellos que no cumplen con los requisitos para ser considerados normales y que al observador normal disgustan.

Pero lo que para unos es el horror, para otros es un refugio.

—Para la mayoría de los espectadores, este es un lugar de locura. Pero que ellos estén acostumbrados a otro tipo de vida no significa que el resto esté mal. Muchos ciclos de la sociedad normal son enfermos. Mis fotografías buscan desafiar la mente. Si crean ansiedad en la audiencia, es porque la obligan a enfrentar todo lo que tiene reprimido, cuestionarse a sí misma y la forma en que viven. La realidad. Y a la mayoría de la gente, este ejercicio no le gusta —dice Ballen desde Johannesburgo, a pocos días de que se inaugure en Matucana 100, el próximo 20 de junio, The Place of the Ballensque, la primera muestra individual de Ballen en nuestro país.

Ballen, cuya obra es parte de las colecciones del MoMA de Nueva York y del Victoria & Albert Museum de Londres, ahora prepara una suerte de autobiografía con más de 300 fotos de archivo.

La búsqueda del sentido ha sido el motor de su carrera. Con su trabajo, dice, trata de entender la conducta humana. A través de los animales, por ejemplo, comprender sus acciones más instintivas. Por eso están siempre presentes. Como metáforas, como protagonistas, como arquetipos. Forman parte de una búsqueda que empezó décadas atrás, cuando vivía en Nueva York y, debido al trabajo de asistente de su madre en la prestigiosa agencia de fotografía Magnum, vio pasar por su casa a algunos de los mejores fotógrafos de la historia.

 

***

 

Era la década de los 60 cuando la madre de Roger Ballen comenzó a trabajar en Magnum. Muchos de los miembros de la agencia iban a su casa en Nueva York. Entre ellos, Henri Cartier-Bresson. A los trece años le regalaron a Ballen su primera cámara, una Polaroid. Profundamente existencialista, leía con avidez a Sartre, a Dostoievski, a Heiddeger. Estaba obsesionado con la condición humana, con entender quién era. Por eso, a los 18 años, decidió entrar a estudiar Psicología en Berkeley, California, en esos años, estado capital de la contracultura estadounidense. En pleno clímax de la generación hippie, trataba de entender sus
propios estudios y su trabajo fotográfico como experimentaciones psicológico-existenciales. Nunca probó drogas ni ocupó pantalones floreados, pero el entorno en el que se movió lo terminaría por influir inevitablemente.

—Estudié Psicología para entenderme a mí mismo. En esos tiempos era una real preocupación para los jóvenes. La gente no necesariamente estudiaba para ser un psicólogo profesional, sino para entender. Hoy la gente trata de encontrarse jugando en Facebook. Es una generación distinta. El período en el que viví, aunque fue corto, jugó un rol fundamental en la historia de la humanidad, la contracultura es clave para entender quiénes somos hoy. Las generaciones de hoy están marcadas por el consumo, la tecnología. Es otro contexto.

Y fue esa búsqueda, esas lecturas, las que lo llevaron a cruzar el Atlántico. Con su cámara partió a un viaje de cinco años, a lo Kerouac, donde recorrió desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo a pie y luego de Estambul a Nueva Guinea. Cinco años deambulando por África de punta a punta, viajando solo, como él mismo recuerda con humor, buscando el nirvana. Convivió con culturas primitivas, donde el desarrollo tecnológico no había llegado. Quería encontrar respuestas en lo salvaje. Con las fotos que sacó imprimió su primer libro Boyhood (1979), su bitácora del viaje.

Pero sabía que no podría vivir así para siempre. Necesitaba dinero. No quería ser un psicólogo profesional. Sólo tenía claro que quería volver a África. Que su viaje no había terminado. Buscó una actividad que le pudiera dar lo suficiente como para mantenerse y seguir con su trabajo paralelo de fotógrafo.

“Esta es la secuencia de retratos más impresionante que he visto en años”, dijo Susan
Sontag sobre uno de sus trabajos.

Volvió a Estados Unidos, hizo un doctorado en la Escuela de Minería de Colorado y se convirtió en geólogo. Empezó a buscar dónde explotar minerales en África para volver. Conoció a su mujer y se estableció en Johannesburgo.

En plena época del apartheid, con Nelson Mandela encarcelado y las proclamas raciales copando la agenda, Ballen descubrió algo que nadie había podido —o querido— ver. En sus viajes a las afueras de Johannesburgo encontró gente pateada por el desarrollo. Enfermos mentales, homosexuales, blancos que estaban fuera de las políticas públicas. Desde un plano documental, se encargó años de retratarlos para un libro que publicó en 1986 y que tituló Dorps: pequeños pueblos de Sudáfrica. Fue con esta publicación que alcanzó fama no sólo en Sudáfrica, sino en el mundo entero.

En una línea similar, pero con muchas menos fotos de exteriores, Ballen publicó en 1994 Platteland: imágenes de la Sudáfrica rural. Respecto a ese libro, Susan Sontag declaró: “Esta es la secuencia de retratos más impresionante que he visto en años”. A pesar del éxito, esta obra marcó el fin del trabajo documental de Ballen, quien se sentía insatisfecho tan sólo mostrando la realidad.

—Anoche le comentaba a mi mujer que la mayoría de las fotografías que uno ve desde hace años en museos y galerías son las mismas que podemos ver en la revista Time. No te desafían, no se graban en tu mente. No quiero que me muestren otra foto de refugiados diciendo que es arte. Necesito imágenes que me lleven a lo más profundo de mi mente. La mayoría de las personas en este negocio son incapaces de hacerlo. Hoy el arte se produce para ser bonito y tierno, no más que eso.

Esa búsqueda lo llevó a cambiar radicalmente el objeto de su trabajo. Si no quería ser un documentalista más, debía transformarse otra vez.

Y lo hizo.

***

 

La evolución de su trabajo estuvo ligada a la evolución de su pensamiento. Fue en esos años, a mediados de los 90, que llegó a lo que llama lo “absurdo de la condición humana”: esa incapacidad de entenderse a sí mismo, de darle un propósito a la existencia, de pasar toda la vida buscando respuestas que nunca aparecerán.

Comenzó a intentar retratar esta idea. Hacía montajes inspirados en el teatro del absurdo, imágenes con múltiples lecturas y significados, fotos de humanos y animales, con dibujos y esculturas creados por él mismo, donde realidad y ficción se confunden. Empezó a tratar de transformar el mundo físico en ese mundo psicológico que lo ha atormentado desde siempre.  Así aparecen imágenes como la de un indigente cubierto con una sábana, con expresión de angustia y la mirada concentrada en una maraña que se le viene encima y que podría ser su atribulada mente. O tal vez no.

—Hay un lugar físico donde se sitúan mis fotografías y otro que es producto de mi mente. Si vas al mismo lugar donde saco mis fotos, no obtendrás lo mismo que yo.  Mi cámara es como un pincel para un pintor, un instrumento transformador. Altera la realidad del modo en que el artista transforma el mundo. La relación entre la creatividad, imaginación y participación de los actores crean mis fotografías.

Su trabajo cambió radicalmente. No más grandes espacios abiertos. Cada vez más oscuro, más cerrado. Montajes, pinturas, dibujos, alegorías. Horror para algunos, alivio para otros. Si alguien lograba explicar sus fotos con palabras, para él significaba que había fracasado. Así vinieron trabajos como El Asilo de los Pájaros o las colaboraciones con el dúo Die Antwoord, que basó su estética en su trabajo y lo reconoce como su padre. De hecho, Ballen dirigió el videoclip de una de sus canciones más conocidas, “I fink u freeky”.

—Lo oscuro es la personalidad reprimida con la que la mayoría de la gente no quiere lidiar. Pero si tú logras llegar a un acuerdo con esta parte, con tu propia ansiedad, con la parte de ti mismo que te asusta, te convertirás en una mejor persona. Con un mejor entendimiento de sí misma. Pero para eso hay que dejar de escapar. Ahí está la luz de la oscuridad, precisamente.

—¿Cómo logras aproximarte a personas como el Hombre Rata, por ejemplo?

—Sólo actúo de forma natural. No trato de sacar ventaja de la gente. Nos hacemos amigos y si necesitan comida, doctores, los ayudo. Les compro libros. Ellos no necesitan las fotos. Necesitan comida, medicinas. Y en eso puedo ayudarlos. Y ellos a mí.

—En distintas charlas has profundizado mucho en la diferencia entre el artista y el fotógrafo. ¿Cuál es?

—Un artista es alguien que produce arte usando cámaras, lápices, pinceles o lo que sea. Lo que importa es el producto final. La gran mayoría de los fotógrafos y pintores actuales no son artistas. Sólo documentan el mundo como lo ven, sin generar ningún efecto en nadie. No generan felicidad, tristeza, incomodidad, sólo muestran una realidad objetiva, sin siquiera un punto de vista.

—¿Y qué se necesita para ser un artista?

—Mostrar pasión, encontrar significados que expresar, crear una identidad.

—También has dicho que las buenas fotografías son aquellas que se pegan en la mente de las personas. ¿Qué elementos logran ese efecto?

—Esa es una pregunta incontestable y que va de la mano con la evolución del cerebro. Hay respuestas en los medios de comunicación, en la publicidad, que logra que la gente compre cosas. Pero si sacas esos estímulos, no hay una respuesta de por qué una imagen queda impregnada en la mente de alguien. Por qué le produce un efecto tan potente.

—Después de todos estos años, ¿lograste entender quién es Roger Ballen?

—No, y entendí que nunca lo haré. La mejor forma de entenderme es viendo mis fotografías. Ninguna expresa todo sobre mí, pero sí funcionan como piezas de un puzzle que nunca se terminará de armar, pero que sí te da algunas ideas. Creo que eso es lo más lejos que podré llegar.

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