Por Pablo Toro, escritor y guionista Junio 30, 2017

Al comienzo de los capítulos de Fargo se nos anuncia que veremos una historia real ocurrida en Minnesota, que los nombres serán cambiados por respeto a los sobrevivientes y que los hechos serán contados “exactamente” como ocurrieron, por respeto a los muertos. No es necesario un chequeo de datos para entender, mientras se avanza en la serie, que este anuncio es una especie de chiste macabro que opera en un sentido radicalmente distinto al clásico “basado en una historia real”. La simulación es inevitable, nos dice Fargo, desde el inicio. Una máxima que apunta en todas direcciones y que se manifiesta en sus osados riesgos formales, su comedia del sinsentido, sus tramas plagadas de engaños y su retrato de la violencia latente tras la pretendida bondad de la Norteamérica profunda.

Fargo es el tipo de serie que no sólo intenta contar una buena historia, sino que permite repensar los pactos internos que hacemos al enfrentar una obra de ficción.

Con temporadas independientes y a su vez conectadas por la geografía gélida del Mid-West, la serie ha consolidado, en sus tres ciclos, una especie de género propio que algunos han llamado Minnesota noir. El tono tragicómico, que contrasta la pequeñez humana con la vastedad del paisaje invernal, proviene en gran medida de la película original de los hermanos Coen, donde la imagen de un auto avanzando por un camino nevado, al ritmo de un folclor escandinavo, poseía más intensidad dramática que una pelea familiar o un asesinato a sangre fría. Esa visualidad, marcada por una cierta sobreestilización de la violencia, es llevada a nuevos niveles en esta adaptación creada por el escritor Noah Hawley, quien además profundiza en otras marcas de la casa: clanes familiares en pie de guerra, mafiosos de poca monta que se despachan monólogos inolvidables, policías talentosas lidiando con la mediocridad institucional y destinos trágicos moldeados por la emergencia de una criminalidad subterránea. Pese a su obsesiva fidelidad a ciertos aspectos de la película, la serie de FX abre y expande el espectro de humanidad envilecida/entumecida que proponían los Coen, dando espacio al valor y la ternura de ciertos personajes que se alzan como improbables antagonistas del horror.

En paralelo a sus historias de crimen, lo que ha creado Noah Hawley es una especie de organismo autoconsciente que no sólo cuenta, sino que se cuenta a sí mismo a través de diversos juegos y quiebres formales. En algún momento de la segunda temporada, una voz en off revela que todo lo que hemos visto es un capítulo de un libro, The History of True Crime in the Mid West, una recopilación de crímenes ocurridos en la región a partir de 1825. La voz en off es, además, la de Martin Freeman, quien interpretaba al sociópata vendedor de seguros de la primera temporada. Este lapso metanarrativo (y posible auto-spoiler) podría no ser más que una ocurrencia ingeniosa o una pretensión literaria de los creadores, pero es parte fundamental de lo que eleva a Fargo como una de las grandes series contemporáneas; uno de los diversos quiebres de su lógica interna —que van desde presencias alienígenas a plagas bíblicas, pasando por un androide que relata la historia del universo— que opera a lo largo de sus temporadas en dos sentidos opuestos: aumentando nuestra consciencia del artificio y empujándonos más adentro del mismo. Fargo es el tipo de serie que no sólo intenta contar una buena historia, sino que permite repensar los pactos internos que hacemos al enfrentar una obra de ficción.

En esta exploración del simulacro, surge también una extraña relevancia política, que va desde la exposición de economías paralelas sustentadas en la ilegalidad, hasta el nacimiento de un nuevo tipo de criminalidad corporativa en la era de Ronald Reagan. En la primera escena de su última temporada —tan reminiscente de El Proceso de Kafka como de la críptica parábola judía que abre Un hombre serio de los Coen—,  un hombre en la Alemania Oriental es arrestado y acusado de ser otra persona, un tal Yuri Gurka, quien acaba de asesinar a su pareja. El hombre aclara que él no es Yuri Gurka, que no ha matado a nadie y que su verdadera esposa, presente durante el arresto, puede corroborarlo. El agente interrogador le responde que, para que eso sea verdad, el Estado tendría que estar equivocado, y eso no puede ocurrir. Lo que parte como un forcejeo mental absurdo, se convierte en la constatación de una verdad tan antigua como aterradora en su vigencia: los hechos y los nombres pueden ser cambiados cuando determinadas fuerzas entran en juego. “No estamos aquí para contar historias. Estamos aquí para decir la verdad”, remata el agente alemán, frente a un hombre temeroso y resignado ante su nueva realidad como Yuri Gurka.

Temas como la distorsión de la identidad, el falseamiento de los hechos y la negación de lo evidente están en el corazón de la historia que sigue a continuación, la de los gemelos Ray y Emmit Stussy (interpretados con maestría por Ewan McGregor). Un relato de traiciones familiares, amores destrozados, egos heridos y oscuras mafias financieras que conectan con el pulso de un país donde la racionalidad se ha convertido en un campo de batalla, sin necesidad de echar mano a conceptos manoseados como la posverdad ni hacer referencia a Washington o Donald Trump.

La serie es particularmente hábil, dados sus múltiples niveles de narración, al no perder nunca el norte de ser una cruda historia de policías y ladrones. Aunque las pistas, las masacres y los regueros de cuerpos sean, a su vez, parte del simulacro. Porque Fargo, más que una serie policial, es una enorme fiesta de disfraces que viste de buenos modales al horror, de comedia negra al vacío existencial y de realidad a las ficciones que nos contamos para sobrevivir. Un espacio frío y yermo que desafía la ilusión de un mundo civilizado, y donde lo más aterrador —la verdad— siempre termina emergiendo de forma inesperada, como un disparo involuntario, como un sueño dentro de un sueño, como una carcajada.

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