Por Diego Zúñiga Junio 23, 2017

Fue probablemente en 1925, cuando el poeta William Carlos Williams trabajaba como médico en Rutherford, Nueva Jersey. Él nunca lo recordó con precisión, pero sabía que ese año apareció la idea: reconstruir la mente de un hombre era como reconstruir una ciudad. Eso quería hacer, eso quería escribir: un hombre, una ciudad.

Quizá lo anotó en alguna receta médica o en algún papelito que había en su consulta, como lo hizo tantas veces, cuando dejaba registro de alguna imagen, de algunos versos que luego, ya en su hogar, convertiría en un poema.

De lo que sí estaba seguro es que en 1927 la idea de Paterson —ese poema que sería un hombre y una ciudad, y su libro más importante y un imprescindible de la poesía norteamericana del siglo XX— ya era realidad. Escribió ese año un poema titulado “Paterson” y obtuvo un premio, lo que de alguna forma lo convenció para embarcarse en el proyecto más importante de su vida: escribir un poema tan grande como el mundo. Demoraría muchos años en hacerlo, pero eso sería Paterson: una ciudad, un hombre, un poema. Un libro —dividido en cinco partes— en el que Williams retrataría no sólo una ciudad —Paterson, ubicada en Nueva Jersey—, sino también su historia, que en algún sentido también es la historia de Estados Unidos.

Paterson es una película tan hermosa como sencilla. Y en eso se asemeja, sin duda, al deslumbrante poema de William Carlos Williams.

Un proyecto ambicioso, escrito entre 1946 y 1958, a la altura de los Cantos de Pound y de La tierra baldía de Eliot, pero centrado en la búsqueda de un idioma estadounidense, un habla singular, donde los referentes culturales no tuvieran tanto peso, sino más bien una apuesta por capturar el lenguaje de la calle, donde lo épico residía, justamente, en una cotidianidad entrañable. “Mi lenguaje tenía que ser modificado por el habla de la gente que me rodeaba”, dijo en algún momento Williams. Y eso ya se podía vislumbrar en los primeros versos de Paterson:

“Comenzar/ por los detalles/ hacerlos generales, que irrumpa el total/ por vías imperfectas —/ Olfatea los árboles,/ un perro/ entre muchos./ ¿Qué más hay? ¿Y por hacer?/ El resto ha salido corriendo —/ tras los conejos/ Sólo se queda el rengo —en/ sus tres patas. Rasca adelante y atrás/ Juguetea y come. Desentierra/ un viejo hueso”.

Y luego agrega: “Sin duda el principio es/ el final — porque no conocemos nada así/ de sencillo, más allá/ de nuestras propias complejidades”.

Nuestras propias complejidades: eso es lo que encontramos en este poema —donde se cruzan una impresionante multiplicidad de voces, noticias, cartas, avisos— en el que las historias de amor se mezclan con la política y con una serie de preguntas metafísicas que atraviesan una y otra vez esta suerte de novela polifónica y en algún sentido también un collage.

“Ninguna derrota es enteramente una derrota, pues/ el mundo que abre es siempre un sitio/ hasta entonces/ insospechado. Un/ mundo perdido,/ un mundo insospechado”, anota Williams en un momento de Paterson, y es ese mundo insospechado el que descubriremos en sus páginas y también es el mundo que encontramos en el Paterson de Jim Jarmusch, la película del cineasta norteamericano que acaba de estrenarse en Chile. Una película tan entrañable como única, tan silenciosa como rotunda.

Paterson —película— no es en el sentido más estricto una adaptación de Paterson —poema—, pues el libro de Williams no es una historia que se pueda contar de manera tan concreta. Sin embargo, hay algo que las hermana: la fe ciega que tienen por lo mínimo, por la fuerza que puede residir en una imagen simple y cotidiana. Lo dijo Williams una y otra vez: “No ideas but in things”, es decir, “ninguna idea, salvo en las cosas”, como lo tradujo Juan Antonio Montiel en el prólogo a Poesía reunida (Lumen), libro que recopila algunas de las obras fundamentales de Williams y que acaba de llegar a librerías chilenas. Aquel principio guía la poesía del norteamericano y de alguna forma también lo podemos apreciar en la hermosa película de Jarmusch: una historia sencilla sobre un hombre —llamado Paterson— que conduce un autobús —en Paterson— y que en sus ratos libres, además de amar a una mujer y de tomar alguna cerveza en el bar de siempre, escribe poemas; versos que mastica en su cabeza y que anota, rápido, en alguna libreta antes de comenzar su día de trabajo.

No es mucho más lo que podemos decir de Paterson, y está bien que así sea. Jarmusch —como muchas veces lo ha hecho en su filmografía— nos invita a vivir en una historia que de tan común se vuelve extraña. Es una experiencia reveladora sentarnos en el cine y presenciar la cotidianidad de un hombre que se parece demasiado a cualquier hombre. Pareciera ser un ejercicio simple, pero la verdad es que en las imágenes que filma Jarmusch está cada uno de nosotros: nuestras alegrías, nuestras tristezas y nuestras miserias expuestas con una delicadeza asombrosa. Es la misma experiencia que vivimos al leer los poemas de Williams: la sensación de que nos acaban de contar al oído una historia que nunca olvidaremos.

Uno termina de ver Paterson y el mundo parece un lugar distinto. En ningún caso mejor, pero sí distinto.

Estamos tan acostumbrados a que las historias que nos cuentan deben estar llenas de giros sorpresivos, que Paterson nos devuelve al origen, al silencio, a aquellas imágenes que vivimos —y descubrimos— día a día.

Quizá la mejor forma de terminar este texto sea dándole la voz a Williams, anotando unos versos que escribió en el último tomo de su Paterson y que de alguna forma encierran todo lo que hemos querido decir acá: “Paterson ha envejecido/ el perro de sus pensamientos/ se ha encogido/ hasta no ser más que “una carta apasionada”/ para una mujer, una mujer a la que olvidó/ llevar a la cama en el pasado./ Y siguió/ viviendo y escribiendo/ respondiendo/ cartas/ y cuidando su jardín/ de flores, cortando el pasto y esforzándose/ para que los jóvenes/ evitaran/ errores al usar aquellas palabras que/ él encontró tan difíciles, aquellos errores/ que él cometió al usar la poesía”.

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