Por Diego Zúñiga Septiembre 22, 2017

Es una historia sencilla y hermosa: un hombre lee, en silencio, un libro y luego, impulsado por un deseo primitivo, quizá indescifrable, quiere compartir esa emoción, esas ideas, esa experiencia —que acaba de descubrir en aquellas páginas— con los otros, con el mundo. Es un ejercicio natural: terminamos de leer un libro sólo cuando conversamos de él con otro, cuando revivimos la experiencia de la lectura contándolo en voz alta, cuando nos sentamos frente a una página en blanco y escribimos sobre esa novela, sobre ese poema, sobre aquella historia que acaba de remecernos.

Sin embargo, no es un ejercicio común, menos entre los escritores. Quizá haya que decepcionar al lector desde un comienzo: son muy pocos los escritores que leen y mucho menos los que comparten esas lecturas y muchísimos menos, por supuesto, los que consiguen hacerlo con talento, es decir, los que son capaces, a través de sus palabras, de transmitir el entusiasmo que les produjo esa experiencia. En esa lista reducida, dos nombres, dos autores argentinos contemporáneos, relucen, desde hace tiempo, pues encontraron la forma de compartir, con el mundo, ese ejercicio solitario que es sentarse, con un libro en las manos, y descifrar lo que hay en esas páginas.

Durante estos años, ambos escritores
—Juan Forn (1959) y Fabián Casas (1965)— descubrieron dos formatos perfectos para desplegar ese talento que los une: Forn, luego de tantear en una serie de ensayos que hoy se pueden leer recopilados en La tierra elegida derivó en las contratapas de Página/12 y se adueñó de ese espacio que le permite, en unas pocas líneas, escribir la biografía de una poeta, de un matemático, de un fotógrafo, de un pintor, a la manera en que lo hizo Marcel Schwob hace tantos años —en Vidas imaginarias— y luego Borges y luego Wilcock y luego Luis Chitarroni: elegir tres, cuatro, cinco momentos definitivos de una vida y armar el relato con esas imágenes, con esos detalles fulminantes y definitivos. En otras palabras, lo que viene haciendo Juan Forn desde hace unos años en las contratapas de los viernes —y que ahora Libros del Laurel acaba de publicar una selección generosa en Yo recordaré por ustedes— es leer e investigar sobre un personaje y luego sentarse y escribir eso que leyó. Suena, como pueden ver, muy simple, pero es un ejercicio complejísimo que Forn ha sabido convertir en algo natural; resumir una vida en unas pocas líneas y hacernos sentir una experiencia única, como si nosotros también hubiésemos leído todos esos libros y esos textos que él leyó para construir ese relato. En las manos de Juan Forn, la vida de un escultor ruso, de un japonés suicida o de una pintora centenaria es siempre una novela perfecta. El cineasta y diarista Jonas Mekas, la inefable Clarice Lispector, el hijo autista y músico genial de Kenzaburo Oé, el hermano menor de William Faulkner, el amigo talentoso y salvaje de Saul Bellow llamado Delmore Schwartz, la princesa que se atendía con Sigmund Freud, ese escritor extremadamente brillante y extremadamente desconocido por estos lares como es Barry Hannah o ese ministro de Zambia que quería convertir a su país en una potencia en la carrera espacial —aunque en realidad preparaba, en secreto, la emancipación de los distintos países africanos— son algunos de los personajes en los que Forn indaga en Yo recordaré por ustedes.

Encontramos en Diarios de la edad del pavo (Casas) y en Yo recordaré por ustedes (Forn) dos libros que invitan a leer otros libros, a descubrir otros autores, otros mundos.

En un espacio un poco más amplio, pero no por eso menos preciso, Fabián Casas encontró un lugar donde compartir su curiosidad. Él los llama ensayos bonsái, textos que ha recopilado en diversos libros —acá, Ediciones UDP publicó una antología titulada La voz extraña y, hace unos meses, llegó Trayendo a casa todo de nuevo (Emecé), que reúne todos sus ensayos—, que nos permiten adentrarnos en sus intereses, que van desde el fútbol hasta la música, pasando por el cine, las artes marciales y la poesía, que es el lugar de donde viene Casas y del que nunca, realmente, se ha ido. Lo intuimos cada vez que leímos sus ensayos —que funcionan como una conversación entre amigos que comparten impresiones y dudas y entusiasmos— y ahora, también, al leer Diarios de la edad del pavo (Emecé), sus anotaciones que abarcan entre 1992 y 1997, es decir, la vida de un Fabián Casas muy joven, un veinteañero que se hace camino en la literatura argentina, el autor de un libro de poesía
Tuca (1990)— y unos de los creadores de la mítica revista 18 Whiskys, un poeta que ya entonces era un lector salvaje y desmesurado, curioso, frenético, ansioso y absolutamente entrañable. Un lector que va dejando en estos diarios sus huellas, sus descubrimientos, sus discusiones y el entusiasmo que le producen algunos autores como Thomas Bernhard, Eliot, Beckett, Auden, Larkin y Juan José Saer, mientras intenta sobrellevar la tristeza que le produjo la muerte inesperada de su madre hace unos años.

Avanzamos por las páginas de estos diarios de la inmadurez, como los llama Casas, y presenciamos la formación de un escritor, de un lector que duda mientras escribe una novela que será Ocio y un poemario que, al parecer, llamará El salmón. Los diarios, entonces, funcionan como el reverso de esos libros fundamentales de Casas, pero también como un laboratorio en el que anota ideas, imágenes, autores y libros que después marcarán su obra. En ese juego de espejos asistimos, por ejemplo, a la narración detallada de cómo, mientras su madre moría, él leía Trópico de Cáncer y encontraba en esa novela desmesurada un refugio, un consuelo. Y luego, si leemos el primer poema de El salmón (1996) nos encontramos con estos versos: “Definitivamente este es mi rostro hoy./ Ojeras marcadas, pelo desparejo;/ los labios hinchados. Nada más./ Me pregunto, porque puedo hacerlo,/ cómo será tu rostro de hoy;/ mientras tu corazón late al revés,/ hace ya cuatro años/ bajo la tierra”.

En una lectura muy atenta que hace Fabián Casas de dos libros de ensayos de Coetzee anota lo que quizá encierra, de manera perfecta, la poética que subyace en sus propios ensayos bonsái y en las contratapas de Forn. Casas dice que esos libros de Coetzee resultan ser interminables “porque uno inmediatamente sale a la búsqueda de los autores que recomienda el sudafricano (…), es decir, convierte el libro en un libro de pasajes”. Y eso nos ocurre con Forn y con Casas: que los leemos como quien entra a una ciudad, y descubre, al poco rato, que pasará mucho tiempo ahí, perdido en sus pasajes infinitos.

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