Por Qué Pasa Septiembre 29, 2017

Una epifanía

Una tarde de primavera, a fines de 1952, Violeta Parra fue a visitar a su hermano Nicanor y tuvieron una conversación que cambiaría por completo su rumbo artístico. Nicanor vivía en un departamento de dos ambientes en el centro de Santiago, al lado de la Biblioteca Nacional. Entre septiembre de 1949 y junio de 1951 estuvo becado en Inglaterra para realizar un doctorado en cosmología. Sin embargo, dedicó casi todo su tiempo en la Universidad de Oxford a escribir poemas. Nicanor retornó a Chile no sólo con los borradores de lo que en pocos años más sería su libro más famoso, Poemas y antipoemas, sino también con una nueva esposa: la sueca Inga Palmen. Cuando Violeta llegó esa tarde al apartamento de la calle Mac Iver Nº 22, encontró a su hermano ocupado: estaba estudiando con detención un tipo de poesía popular llamado contrapunto. También conocido en América Latina como payas, se trataba de una forma de improvisación en la que dos poetas se desafiaban a contestar en verso, a veces acompañados de guitarras.

libroEnsimismado, Nicanor no le prestó mucha atención a su hermana. Años más tarde, en una extensa entrevista el poeta recordaría de esta manera los diálogos de aquella vez:

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Violeta.

—Estoy haciendo un trabajo aquí… muy difícil.

—¿Y en qué consiste ese trabajo? —insistió la hermana.

Nicanor le explicó lo que eran los contrapuntos y le leyó algunas cuartetas del duelo de payas más famoso en la historia chilena: el enfrentamiento entre el Mulato Taguada y don Javier de la Rosa, un reto que habría ocurrido a fines del siglo XVIII o comienzos del XIX.

—¿Y esas cosas estudias tú? —comentó con cierto desdén Violeta.

Acto seguido le dijo a su hermano que la esperara, que saldría y volvería pronto. Un par de horas después, Violeta retornó al departamento con un alto de papeles. Eran sus propios poemas, que había escrito en los últimos años. “Salió y volvió con cualquier cantidad de coplas. ¡Cualquier cantidad! Todas estupendas, excelentes. ‘¡Estudia eso!’, me dijo”.

Impresionado con su hermana, Nicanor comenzó a instruirla ese mismo día en las métricas de la poesía popular. Le dijo que las payas y las coplas eran cuartetas, una estrofa de cuatro versos que, por lo general, solía rimar en una secuencia de ABAB o ABBA.

Sin embargo, Nicanor le dijo que la verdadera poesía del pueblo estaba escrita en décimas. Le explicó que se trataba de estrofas de diez versos y que cada verso era octosílabo, es decir, contenía ocho sílabas. Para ilustrarlo, el hermano le leyó algunas “poesías vulgares”, recopilaciones que Rodolfo Lenz había publicado en un volumen en 1909.

Tras escuchar algunas décimas, Violeta dio su veredicto:

—¡Pero si esas son las canciones de los borrachos, pues!

—¿Cómo? ¿De qué borrachos? —preguntó extrañado Nicanor.

—¡De los borrachos de Chillán, pues! —replicó Violeta.

Tal vez en ese mismo instante la cantante se dio cuenta de que había tocado una fibra crucial de la cultura popular. Las letras de las cuecas y tonadas, corridas y valses chilenos que ella y su hermana interpretaban no tenían nada en común con estos versos de los “borrachos de Chillán”. La música de la gente común se cantaba en las cantinas, en las fiestas agrícolas y en las procesiones religiosas, muchas con fuertes tintes paganos. Después de más de veinte años, a Violeta le volvieron de pronto los recuerdos de las hermanas Aguilera en Malloa, los cantos de su madre y su padre, los cantores del mercado de Chillán y los velorios de angelitos.

“Ese día, en ese minuto, se produjo la iluminación”, recordaría Nicanor.

En las siguientes semanas ambos volvieron a conversar varias veces sobre esta “iluminación”. Y, alentada por su hermano, Violeta tomó la determinación de investigar a fondo la música y poesía de los campesinos y provincianos “borrachos”  […].

Una tarde de 1952, Violeta Parra fue a visitar a su hermano Nicanor, quien le dijo que la verdadera poesía del pueblo estaba escrita en décimas. Esa revelación cambiaría por completo su rumbo artístico.

[Quien la encaminaría en esta nueva senda sería] Rosa Lorca, una señora que le arrendaba una habitación a Clarisa en la parte trasera del inmueble donde funcionaba su restorán El Sauce. Esta mujer —que nació en 1891 y que a los veinte años emigró a Santiago desde Cunaco, localidad rural del valle de Colchagua— era partera y especialista en arreglar velorios para infantes muertos. Pero además se sabía muchas canciones campesinas, aprendidas de niña.

Violeta la conocía desde hacía años, pero hasta la conversación con Nicanor nunca había reparado en que doña Rosa era un tesoro cultural viviente. Conocida en el barrio como la “Camiona”, por su robustez y su gran estatura, fue la primera persona a la que se dirigió Violeta Parra para indagar en la historia musical y poética de Chile. “Cuándo me iba a imaginar yo —diría Violeta— que al salir a recopilar mi primera canción a la comuna de Barrancas, un día del año de 1953, iba a aprender que Chile es el mejor libro de folclor que se haya escrito”.

 

Una tarde con Pablo Neruda

Los meses de intensa investigación despertaron en Violeta un sentido de urgencia. Y es que había descubierto un mundo cultural, musical y social inédito en las afueras de Santiago, un mundo que estaba muriendo, ya que sus últimos representantes eran en su mayoría ancianos.

Una persona que no compartió esta premura y fascinación era Hilda Parra. Aun cuando Violeta le insistió en incorporar sus recientes hallazgos al repertorio del dúo, la hermana se negaba. Para ella, los cantos recopilados por Violeta tenían una tonalidad ruda, y las letras le parecían extravagantes y lejanas a lo que estaban acostumbrados a oír los oyentes de la radio y los comensales de los restoranes. Para Hilda, eran canciones “raras” y le reiteró a Violeta que estaba equivocando el camino. Lo mejor era seguir con las populares rancheras y boleros mexicanos que venían tocando, así como con las tonadas y cuecas chilenas en la línea de los muy exitosos Huasos Quincheros.

Cuando Violeta se acercó a Lalo y Roberto con la misma propuesta —comenzar a interpretar las canciones auténticas de los campesinos que había conocido—, también se encontró con un muro. Ambos estaban dedicados a la cueca urbana de los bajos fondos de Santiago. Además, habían comenzado a desarrollar el llamado jazz huachaca, una variante jazzística del submundo popular que ellos mismos habían inventado y que mezclaba la cueca con formas musicales de avanzada. “Musicalmente yo sentía que mis hermanos no iban por el camino que yo quería seguir”, afirmó Violeta en una entrevista. La cantora, por lo demás, empezó a componer cada vez más canciones propias inspiradas en el tipo de música que iba recopilando. “Consulté a Nicanor, el hermano que siempre ha sabido guiarme y alentarme —afirmó en esa misma entrevista—. Yo tenía veinticinco canciones auténticas. Él hizo la selección y comencé a cantar y tocar sola”.

Violeta decidió actuar esporádicamente por su propia cuenta, mientras el dúo de las Hermanas Parra continuaba presentándose con el repertorio de siempre y aportando una fuente de ingresos relativamente estable.

El círculo de amistades de Violeta se expandía gracias a Nicanor, sobre todo después de que este ganara el Premio Municipal de Literatura. El mayor de los Parra había conocido en Chillán a Pablo Neruda durante un acto de campaña de Pedro Aguirre Cerda y el Frente Popular. Ambos autores dialogaron aquella vez sobre política y el estado actual de la poesía hispanoamericana. Neruda se sorprendió con la agudeza del profesor de ciencias y poeta aficionado y le autografió uno de sus libros: “A Nicanor Parra, con una estrella para su destino”.

Pablo Neruda cumplía 49 años y los celebraba en su casa. Fue ahí cuando conoció a Violeta Parra, quien llegó con su guitarra y comenzó a cantar algunos temas campesinos y también sus propias composiciones. Todos quedaron impresionados.

En los siguientes años Neruda y Parra mantuvieron el contacto, y fue así como el 12 de julio de 1953 Neruda invitó a Nicanor a su cumpleaños número 49. La celebración se realizó en una de las viviendas que el autor de Crepusculario tenía en Santiago, una residencia llamada “Michoacán”, ubicada en la Avenida Lynch Norte Nº 164, en la comuna de La Reina. Era una parcela que quedaba a pocas cuadras de donde las familias de Nicanor, Violeta y Lalo habían convivido en los años cuarenta.

Nicanor convidó a su hermana al evento. Y Violeta, que no conocía a nadie en esa fiesta, fue con su guitarra. Todos los invitados estaban en el jardín, ya que era un domingo inusualmente caluroso para ser invierno. Violeta Parra se sentó en una silla de cocina al pie de un enorme castaño. Al cabo de un rato comenzó a cantar. Interpretó viejas canciones campesinas que había recopilado recientemente y también sus propias composiciones. Nada del repertorio habitual del dúo con Hilda. Los comensales, entre ellos intelectuales, poetas, periodistas y dirigentes del Partido Comunista, estaban impresionados con la presencia y la música de esta mujer. En un momento Violeta tocó “La Juana Rosa”, tonada que había compuesto hacía poco y en la que una madre campesina le aconseja a su hija buscar marido:

“Arréglate Juana Rosa,/ que llegó una invitación:/ mañana trillan a yegua/ en la casa ‘e l’Asunción/ Te ponís la bata nueva/ y en ca’a trenza una flor;/ tenís que andar buenamoza/ por si pica el moscardón”.

Para los asistentes, la música de esta mujer de ropaje sencillo y apariencia humilde constituía una revelación. A oídos de la intelectualidad se trataba de algo exótico, nunca antes escuchado, aun cuando proviniera y se inspirara en los cantos tradicionales todavía cultivados entre los peones e inquilinos de los fundos cercanos a Santiago. José Miguel Varas, periodista, escritor y militante comunista, quien estuvo presente en esa ocasión, dejó plasmadas sus impresiones: “Al pie de uno de los altos castaños estaba sentada una mujer de pelo oscuro, de rostro popular, sin maquillaje, ‘vestida de pobre’. Aquella mujer se puso a rasguear la guitarra sin ceremonia ni aviso previo y rompió a cantar. No miraba a los oyentes, que pronto formaron un círculo en torno de ella. Tocó un vals campesino, que producía tal fascinación y tan sobrecogedora tristeza (…) que todos quedaron como en suspenso. Aquella voz cruda y tan campestre, desabrida y muy musical al mismo tiempo, no parecía una interpretación artística, sino la cosa misma (…). Terminó de golpe el canto. La cantora parecía esconderse detrás de la guitarra. Hubo un silencio, después aplausos”.

Tras terminar la breve actuación, Laura Reyes, la hermana de Pablo Neruda, cuyo verdadero nombre era Neftalí Reyes, se acercó a Violeta. La abrazó, la besó, le pasó un vaso de vino tinto y le preguntó:

—Disculpe, yo nunca había oído cantar así. ¿Cuál es su nombre?

—Me llamo Violeta Parra —contestó la cantante—. Soy hermana de Nicanor.

A partir de ese momento se abrieron para Violeta las puertas grandes del Partido Comunista, que inclusive proscrito gozaba de excelente salud en el frente cultural e intelectual. Tomás Lago Pinto fue uno de los asistentes al cumpleaños de Neruda y, por cierto, se fascinó con Violeta. La dejó invitada para actuar en el Museo Popular que él dirigía. Otros comensales la invitaron a la sección chilena del Comité de la Paz, una organización internacional que, bajo el alero de Moscú y en el contexto de la Guerra Fría, advertía sobre la proliferación de armas nucleares.

El comité funcionaba en una casona antigua de la calle Monjitas, en el centro de Santiago, y ahí se reunían artistas e intelectuales que militaban o simpatizaban con el comunismo. Violeta comenzó a acudir a ese local, donde conoció a un grupo de folcloristas que era liderado por Margot Loyola, y que recién había formado el conjunto Cuncumén, “murmullo de agua” en mapudungun. Los integrantes de Cuncumén venían retornando de una gira por Europa del Este que consideró presentaciones en el Cuarto Festival Mundial de las Juventudes en Bucarest, Rumanía. Entre ellos estaban Silvia Urbina, Rolando Alarcón, Helia Fuentes, Alejandro Reyes y su esposa, Ximena Bulnes, muchos de los cuales se convirtieron en amigos y colaboradores de Violeta en los años venideros.

En las reuniones de este comité no sólo se hablaba de política, sino que también se tocaba y escuchaba música. “La vi por primera vez en las reuniones artísticas que se realizaban en el Comité por la Paz con el fin de sensibilizar a la gente respecto al desenfrenado crecimiento de las armas nucleares”, afirmó Silvia Urbina. “La sensación de que Violeta cantaba desde las entrañas, desde el útero mismo, se acentuaba al mirarla. Tomaba la guitarra y la ponía sobre su pierna cruzada. Fijaba su mirada un poco hacia abajo y otro poco hacia el costado, sin atender mucho al público. Era innegable que alcanzaba una tremenda proyección”.

Margot Loyola estaba a punto de irse de la fonda cuando Violeta Parra comenzó a tocar “La jardinera”. En ese momento intuyó que el futuro le pertenecería a ella: “Violeta apareció con un portentoso genio creador”, iba a decir en distintas ocasiones.

Aunque los nuevos contactos y amistades le ampliaron el mundo, el día a día de Violeta no cambió mucho. Después de aquella presentación informal en la residencia de Neruda, siguió actuando como siempre con su hermana y, de vez en cuando, presentándose sola. Pero, sobre todo, continuó con su frenética labor de recopilación.

A diferencia de Hilda, Nicanor alentaba el rumbo que había tomado la hermana menor. No dejó de marcarle, sin embargo, una advertencia y un desafío que la propia Violeta se encargaría de recordar: “Tienes que lanzarte a la calle, pero recuerda que tienes que enfrentarte a un gigante: Margot Loyola”.

Loyola, un año menor que Violeta, ya era la gran estrella de la investigación e interpretación folclórica en Chile. Había realizado sus primeras giras como solista a Argentina y Perú. Y no sólo eso. También era la artista favorita del Partido Comunista, donde además militaba. El 2 de septiembre de 1946 fue la principal figura musical en el acto de cierre que los comunistas le organizaron al candidato González Videla. Ante unos ochenta mil asistentes, Margot bailó una cueca con el secretario general del PC, Elías Lafertte. “Me siento orgullosa de ser la abanderada del gran Partido Comunista”, declaró al diario El Siglo. Y dos años después, a comienzos de 1948, Margot actuó ante los prisioneros comunistas que estaban confinados en el campo de concentración de Pisagua. Violeta, en cambio, aún estaba lejos de la nomenclatura del partido.

En septiembre de 1953 se produjo el primer encuentro cara a cara entre las cantantes. Violeta actuaba en una fonda de Fiestas Patrias en la Quinta Normal y Margot Loyola fue especialmente a escucharla. Su amigo Pablo Neruda le había comentado del improvisado recital que Violeta dio en su casa y de la buena impresión que causó entre los asistentes. Margot probablemente se sorprendió con las alabanzas del poeta. Conocía a las Hermanas Parra, pero no se había conmovido con su música. “Yo la oí cantando y no me pareció nada de extraordinario”, recordó después.

También llegó a oídos de Loyola que Violeta Parra estaba recopilando canciones campesinas en los alrededores de Santiago, es decir, que estaba involucrándose en su propio ámbito de conocimiento. Así que, intrigada, se dirigió a la fonda donde actuarían las hermanas y Violeta como solista. Cuando Margot entró a la carpa, Violeta interpretaba un tema que tenía de pie al público. Era un corrido titulado “Tranquilo el perro”: “Tranquilo estaba mi perro/ La casa cuidandomé/ Cuando llegó la perrera/ Al perro llevaronmé/ Al quedar la casa sola/ Ladrones entraronsé/ Se llevaron a mi suegra/ Gran favor hicieronmé”.

Y el estribillo que seguía era coreado a plena garganta por los asistentes: “Dónde está el perro, guau guau/ Yo no soy perro, guau guau/ Tranquilo el perro/ Perro, perro guau guau”.

Loyola estaba a punto de irse al confirmarse su idea previa de que esa folclorista era sólo una más entre las decenas de cantantes dedicadas al canto popular, pero Violeta Parra tocó otra canción, una tonada festiva, llamada “La jardinera”: “Para olvidarme de ti/ voy a cultivar la tierra./ En ella espero encontrar/ remedio para mi pena./ Aquí plantaré el rosal/ de las espinas más gruesas./ Tendré lista la corona/ para cuando en mí te mueras”.

Y a continuación el estribillo, siempre en tono alegre:

“Para mi tristeza, violeta azul,/ clavelina roja pa’ mi pasión/ y para saber si me corresponde,/ deshojo un blanco manzanillón”.

El público estaba entusiasmado. Y Margot también. Tras bajar del escenario, la música veterana se acercó a Violeta y le preguntó:

—Violetita, dígame, ¿dónde recopiló esa canción?

Violeta Parra no se sintió para nada empequeñecida por tener al frente al “gigante” del que hablaba su hermano mayor. Al contrario, dando muestras de su carácter combativo que no se achicaba frente a casi nada ni nadie, le espetó de mal humor:

—¿Cómo de quién es? Mía, pues, ¿de quién más va a ser?

Violeta estaba por darse vuelta e irse enojada cuando Margot la detuvo y le dijo que era una canción maravillosa, que tenía talento y que debían juntarse en otra ocasión para hablar de música. Violeta asintió, intercambiaron sus datos y concordaron en reunirse prontamente. “Ella era muy altiva”, diría Margot.

En los meses posteriores, Margot Loyola se convirtió en una figura crucial para sacar a Violeta Parra del anonimato e introducirla en los circuitos de la radio, la universidad y el ambiente intelectual y artístico de Santiago. No se trataba de un gesto de simple buena voluntad de una artista consagrada hacia una colega emergente. Loyola intuía que Violeta podía ser la gran cantante que el propio Neruda pedía para el país. Un par de años antes, el poeta había animado a Margot a componer canciones con contenido social. “Pero le dije (a Pablo Neruda), que yo no podía, porque no era compositora”.

El día en que Margot escuchó a Violeta interpretar aquella tonada intuyó que “estaba destinada para eso”, lo que venía pidiendo el poeta. “Lo intuí en ella desde el día que le escuché ‘La jardinera’”, afirmó en varias ocasiones. “Violeta apareció con un portentoso genio creador”.

De hecho, “La jardinera” mostraba los primeros signos de un tipo de composición entonces inusual: música alegre y letra triste. Violeta también usaría a futuro la combinación inversa: música triste, con letra alegre. Probablemente el mejor ejemplo de esto último haya sido su canción “Gracias a la vida”, que compondría en los últimos meses de su existencia.

Desde este fin de semana se consigue en librerías a un valor de $18.000. 

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