Allá en el campo, cerca de Nacimiento, mi abuelo materno tuvo un pariente que salió bueno para la guitarra y la canción. Nacer con ese don en el campo te asegura que de hambre no se ha de morir mientras se pueda seguir cantando. Pero esa bendición se vino a convertir en maldición porque al pariente se lo peleaban para llevarlo a fiestas que había y el hombre sintió el arrebato del aplauso y ya no pudo dejarlo, y en el campo todos saben que el aplauso corre el mismo camino de las tomas. Y desde entonces ya no hubo quién separara al pariente del chuico. Así que mi abuelo hizo como con el sofá de don Otto y prohibió la guitarra en su casa, para que ninguno de los críos siguiera ese camino maligno.
Mi mamá me cuenta que el instrumento lo veían para los velorios y las trillas, nada más, pero que eso fue suficiente para que la oreja le palpitara cuando escuchó las canciones de la Violeta Parra por primera vez. Esas canciones que habían hecho el viaje del héroe completo, saliendo de la aldea para recorrer el mundo y luego de mil peripecias volver al punto de partida trasuntando sabiduría.
Aprendí mucho de Violeta mientras creábamos En fuga no hay despedida (en la foto), la obra de teatro que hicimos en el GAM junto a Trinidad González y Paula Zúñiga.
Me decía mi madre que allá era requeteconocida. Que los campesinos suertudos de tener un tocadiscos se las arreglaban para encacharle el encargo de traerles sus álbumes al que fuera a viajar a la capital(e) y que luego los cantores locales se encargaban de repartir esas canciones fabulosas a los más pobletes, en velorio, trilla o casorio que pillaran. Dice mi mamá que en su tremenda inocencia ella creía que la artista vivía por ahí cerca, porque todos los patudos hablaban de ella como si la conocieran. La Violeta le decían, igual que uno 50 años más tarde, y junto con las canciones le sabían la vida y sus andanzas por el mundo, sus amoríos, el melodrama del abandono, las pataletas y parás de carro y ese ramalazo definitivo y democrático de los campos que era perder una cría. Me veo tentado a decir, para que no queden dudas, de que era una especie rockstar de los campos, una folkstar en este caso, y esa sería precisamente una las tentaciones en las que ella no hubiese caído nunca, porque nunca se permitió ser asimilada. Dicen que lo único no latinoamericano que le gustaba eran los Beatles. Que el resto le daba dolor de orejas.
Esa fue una de las cuestiones que más disfruté de aprender mientras creábamos En fuga no hay despedida, la obra de teatro que hicimos en el GAM con las teatristas Trinidad González y Paula Zúñiga, los músicos Marcello Martínez y Tomás González y el investigador musical Ignacio Ramos, junto a un lote tremendo más de personas. Chile era entonces un país de palo, lana y potrero, y con eso ella bordó sus arpilleras y su vida cotidiana, la gente hablaba como trinando cuando había amor y graznando cuando había rabia y con eso hizo sus canciones. Toda esa materialidad era asunto de vergüenza desde los albores de la existencia colonial hasta que esta cabra tomó las palabritas, las ordenó de nuevo, las amononó y se las fue a cantar al mundo. Y de a poco se nos acabó la vergüenza y de a otro poco nos nació el orgullo.
Otra cosa maravillosa fue su trato paradójico con la tradición. Por un lado se deslomó recorriendo campos y quebradas buscando una cancioncita bella, y encontró cientos que después cantó tal cual las vino a escuchar, y por otro le daba el violetazo y mandaba a la contumelia cualquier expresión popular que le pareciera fea por desabrida, fruncida, tonta, pituca o facha.
Cuentan que una vez se juntó con Margot Loyola, que ya llevaba harto camino trillado con la investigación, y la folclorista le mostró a la lola Violeta la genealogía completa de una canción popular, partiendo de un romance de Francisco de Quevedo que luego pasó a América y aquí gustó, pero como se sabía leer pocazo se hizo canción para que volara de por entre los caseríos. A esa altura el romance ya había tomado forma de cuartetas y después alguien, que al oírla se maravilló pero no alcanzó a aprendérsela de memoria, hizo otra canción de la canción y así no sé cuántas veces hasta llegar a esa que la Margot le mostraba a la Violeta como la gran novedad. En el romance de Quevedo los negros eran la personificación de la maldad, la barbarie y la brujería, y aquí en América se había convertido en una canción burlona sobre dos negros cimarrones que se habían unido en concubinato y eran más miserables que indios y mestizos porque pasaban hasta hambre. Violeta después de escuchar la canción le habría dicho a la Margot: “Qué canción más fea. Mañana le traigo una mejor”. Al otro día Violeta llegó con el “Casamiento de negros” que todos conocemos y Margot se convenció de que había conocido a una maravilla.
Es así: no alcanzan las palabras para describir su inmensidad. Pero eso lo sabemos todos. Hasta los cabros chicos, que apenas la oyen la convierten en una de sus favoritas, sin excepción. Haga la prueba.