Por Evelyn Erlij Septiembre 8, 2017

Vega no descarta publicar, en los próximos años, algunos de sus otros títulos en Chile.

Dicen que Félix Vega (1971) empezó a dibujar a los dos años. Las paredes de su casa se convirtieron en sus primeros blocs de hojas, pero más que una fechoría infantil, a ojos de sus padres era el gesto de un aprendiz: ella, Ana María Encina, era artista plástica, y él, Óscar Vega —conocido como Oskar— era dibujante, acuarelista y uno de los creadores de la famosa tira Mampato. Mientras iba creciendo, asomaba la nariz al tablero de dibujo de su papá para mirarlo trabajar: Chile estaba en dictadura, la pega era escasa, recuerda, y para ser historietista como él o como sus amigos, Themo Lobos o Máximo Carvajal, había que ser algo así como un gladiador para sobrevivir. La imagen lo desencantó y le dio la espalda a los cómics. Quiso ser ilustrador científico, se obsesionó con los dinosaurios y terminó en Sábados Gigantes.

—El año 82 hicieron un concurso de conocimientos, participé y lo gané. Era de esos niñitos freaks a los que les preguntaban qué dinosaurio encontraron en tal año en la Antártica —cuenta hoy Vega. Lo suyo sería la ilustración de libros de anatomía, astronomía y paleontología, pero el plan cambió el día en que leyó la historieta Balada del dibujante francés Moebius (1938-2012) en la revista argentina Fierro, que empezaba con un poema de Arthur Rimbaud y que, según dice, le voló la cabeza:

—Ese día dije: voy a ser dibujante de cómics. Fue un poco agridulce para mi papá, pero me apoyó e incluso me empujó para que me fuera de Chile. El año 93 o 94 me gané una beca del Instituto Chileno Francés por un concurso que se hizo en un salón de cómics de Viña del Mar y el premio era un viaje a Angoulême (capital europea del cómic) y a París, donde me junté con Alejandro Jodorowsky. Quiso leerme el tarot, pero yo estaba más interesado en hablar con Georges Bess, un dibujante francés que trabajó mucho con él en novelas gráficas como El lama blanco y Juan Solo, y al que le mostré mis dibujos. Me dijo que le gustaban mucho mis mujeres y al mes estaba dibujando “señoritas” en la revista Playboy de España. Me fui a Barcelona y por un par de años ejercí el proxenetismo gráfico —dice entre risas.

Juan Buscamares nació cuando Félix Vega fue al Museo de Historia Natural y vio dos imágenes que lo impactaron: el famoso esqueleto de ballena y la momia del niño del cerro El Plomo

Así despegó su carrera internacional, pero en todos esos años no dejó de darle vueltas a una historia que nació el día en que fue al Museo de Historia Natural de Santiago y vio dos imágenes que lo impactaron: el famoso esqueleto de la ballena y la momia del niño del cerro El Plomo. Eso, sumado a escenas de barcos abandonados que vio en su infancia en Pichilemu, y a un par de secuencias de la película Fitzcarraldo, de Werner Herzog, fueron el origen de su primera novela gráfica, Juan Buscamares, un cómic posapocalíptico que fusiona ciencia ficción, misticismo y mitología inca; una obra de  cuatro volúmenes —titulados El agua, El aire, La tierra y El fuego— que hoy se publica por primera vez en Chile de manera integral. En él, Vega imagina un mundo arrasado por la sequía y dominado por la violencia de hombres que, como Juan, el protagonista, vagan por el fondo del mar peleándose hasta la última gota de agua.

—Cuando lo empecé a dibujar todavía no estaba seco el mar de Arán, que hoy ya no existe. Estaba terminando la Guerra Fría y existía el miedo a un conflicto nuclear, un asunto que ha vuelto en la actualidad. Todo es cíclico: los temas posapocalípticos vuelven a los cómics cada cierto tiempo por las crisis mundiales, y hoy no se deja de hablar, por ejemplo, del cambio climático —explica Vega, en relación a la vigencia que tiene hoy Juan Buscamares. El año en que publicó el primer tomo en Chile, en 1996, los álbumes de cómics —como se llamaba a las recopilaciones de historias cortas— eran casi inexistentes. Su publicación se convirtió en uno de los primeros peldaños de la narrativa gráfica chilena, pero emigró a Barcelona, empezó a trabajar para el mercado francés, español, belga y estadounidense, y en Chile se le perdió la pista por más de veinte años. Hasta ahora.

 

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En 1992, Moebius visitó Santiago invitado por su amigo Alejandro Jodorowsky, con el que había firmado uno de los títulos míticos de la historieta de ciencia ficción europea, El Incal (1980-1988), relato sobre un futuro distópico y extraño, cargado de misticismo, fantasía y mesianismo. Un veinteañero Félix Vega estaba entre el público que asistió a la charla: allí, recuerda, mantuvo la primera de varias conversaciones que tendría con el artista francés, una suerte de gurú, dice, que marcó su carrera:

—Le mostré dibujos sueltos y recuerdo su lección: una historia no tiene por qué ser como una casa, con una puerta para entrar y ventanas para mirar, sino que puede tener la forma de un leopardo, de una nube o del fuego. Sobre todo, me dijo: no dibujes como Moebius, trata de dibujar como lo que ves. Ahí me decidí a dibujar Juan Buscamares —asegura Vega, cuyo nombre no suena tan familiar en Chile como el de Francisco Ortega y Gonzalo Martínez (creadores de Mocha Dick) o Gabriel Rodríguez (autor de la saga Locke & Key), a pesar de ser el dibujante local con más proyección internacional. Para los entendidos, es un autor de culto: por un lado, Juan Buscamares es un “evangelio imprescindible del cómic chileno”, en palabras del escritor Jorge Baradit; y por otro, Vega es de los pocos que viven de su trabajo y que publican en las editoriales más prestigiosas de Europa y Estados Unidos, como la belga Casterman, editora de Las aventuras de Tintín, y Corto Maltés, del italiano Hugo Pratt.

“Si no se me conoce más en Chile es porque pertenezco a una generación más vieja que la de Pancho Ortega y los demás, pero también porque cuando empecé a trabajar, en los 90, la tecnología hacía que fuera prácticamente imposible publicar acá”.

—Si no se me conoce más en Chile es porque pertenezco a una generación más vieja que la de Pancho Ortega y los demás, pero también porque cuando empecé a trabajar, en los 90, la tecnología hacía que fuera prácticamente imposible publicar acá. Por eso me tuve que ir. Cuando recién se empiezan a publicar novelas gráficas en Chile, yo ya estaba dedicado al mercado extranjero —explica Vega, quien además de escribir y dibujar las historias, las colorea y digitaliza él mismo. La primera edición chilena de Juan Buscamares fue en blanco y negro, pero esta nueva versión de tapa dura, publicada por la Editorial Planeta, tiene varios detalles que la convierten en un tesoro para los fanáticos y en un objeto personal para él.

—Retoqué algunos diálogos y viñetas, puse algunas páginas que no cupieron en su momento y la historia queda mejor contada. Como fueron cuatro tomos que se hicieron durante un lapso de varios años, al revisarlos me di cuenta de que faltaban ciertos nexos. Lo remocé narrativamente, no a nivel de estilo, aunque se ve una evolución: las primeras páginas fueron dibujadas en el año 93 y las últimas en 2017. Dejé el color de los primeros dos libros porque los pintó mi papá con acuarela cuando lo publicaron en España, en 1997. Tiene una carga personal muy fuerte: se gestó y se realizó durante toda mi vida. Lo veo como un viaje largo que ahora llega por fin a su fin. Juan Buscamares fue una odisea. Mi propia odisea.

Si se fue de Chile, dice, fue en parte porque nunca quiso ser visto como “el hijo de”, pero su padre, al final, fue el motivo que lo hizo volver después de tantos años.

—Antes de fallecer, en 2007, mi papá tenía un taller,  hacía exposiciones de pintura, de él y de otra gente; vendía sus trabajos, hacía acuarelas —el retrato que acompaña la  biografía de Vega en Juan Buscamares, de hecho, fue pintado por él— y hacía clases. Cuando se enfermó volví un poco a cuidar ese legado, pero no dejé de trabajar para España, Francia, Alemania y otros países. Lo que hice fue deslocalizarme, trabajar desde acá y a la vez cuidar el patrimonio artístico de mi papá.

Se fue a vivir a Pichilemu, donde reside hoy, y aunque sigue con un pie afuera y un pie aquí, las condiciones para tener una mayor visibilidad y reconocimiento en el país se están dando, asegura:

—Hasta hace muy poco era prácticamente imposible que te publicara una editorial en Chile por temas de costos de impresión, porque era muy caro trabajar en color y la gente no lee mucho historietas. Por eso tengo muchos títulos sin publicar acá. Pero hoy hay un auge de las tecnologías y creo que pronto podrá verse otro título mío en Chile. No me apuro en hacer las cosas. Ser paciente es parte de mi trabajo.

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