Hacia fines de los años 80, cuando en Chile había dictadura y la escena contracultural era una de las formas de resistencia política, la música de Laurie Anderson (Chicago, 1947) circulaba en casetes piratas entre los círculos del underground local. La escuchaba gente como Carlos Cabezas, líder de la banda Electrodomésticos, y a pesar de que su música experimental no era tan bailable como el new wave o el pospunk en boga por esos días, hubo una canción de su disco Home of the Brave (1986) que se convirtió en un hit en las fiestas del underground chileno. Su título era “Smoke Rings” y en la letra Anderson recreaba un programa de concursos en el que hacía de animadora. Sobre una melodía sintetizada, decía en español perfecto:
—Buenas noches, señores y señoras. Bienvenidos. La primera pregunta es: ¿qué es más macho? ¿pineapple or knife?
Su éxito mundial había sido “O Superman” (1981), una pieza de ocho minutos a base de loops, sonidos electrónicos y sintetizadores de voz que llegó al puesto número 2 de los rankings en Reino Unido, pero en Chile un referente tan o más recordado de la época es esa crítica al machismo vestida de performance sonora, una anécdota que la artista desconocía hasta ahora:
—¡Oh! ¿En serio? Me pone tan feliz saberlo. Es muy loco. ¡Muy cool! —dice Anderson al teléfono desde su estudio en Canal Street, en Nueva York, ciudad en la que vive desde los años 60—. Hay mucho machismo en Estados Unidos, y en esa época quise escribir sobre el tema. Como la palabra es hispana, pensé que sería chistoso hablar en español, que es una segunda lengua acá y hay muchísima televisión en ese idioma.
“Nadie podía haber imaginado lo que está pasando. El futuro que estamos viviendo es mucho más violento de lo que teníamos en mente”.
Oírla al otro lado de la línea es como escuchar en vivo uno de sus discos: en vez de cantar, Laurie Anderson ha pasado tres décadas recitando y musicalizando historias, reflexionando sobre el poder del lenguaje y la obsesión humana por la narración. Sus shows, por lo mismo, no son conciertos, sino experiencias en las que fusiona música, sonidos, videos, soliloquios, diatribas políticas, teatro y experimentación tecnológica; algo así como performances multimedia que hacen imposible etiquetarla: más que música, es una contadora de relatos; más que compositora, es una creadora integral.
Aunque la prensa se empeña en presentarla como “la mujer de Lou Reed”, el músico legendario del que enviudó en 2013, Anderson es una artista de culto por mérito propio. En los años 70, gracias a sus performances —como “Institutional Dream Series” (1972-73), en la que durmió en lugares públicos para ver si estos alteraban sus sueños—, se destacó en la escena de la vanguardia neoyorquina junto a creadores como la coreógrafa Trisha Brown y el arquitecto Gordon Matta-Clark, amigo íntimo e hijo del pintor chileno Roberto Matta, y el crítico de música John Rockwell la ubicó entre los mejores compositores estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX.
Luego de abordar los temas de la pérdida y la memoria en su disco Heart of a Dog en 2015, de montar un concierto para perros en Central Park y de colaborar con artistas como Philip Glass, Brian Eno, Sophie Calle y Ai Weiwei, Anderson vuelve al escenario para presentar The Language of The Future, un espectáculo que trae a Chile este 21 de octubre, siete años después de su primera visita, y en el que su voz es, una vez más, el instrumento principal:
—Cuento historias personales y otras políticas. Narro también mitos y algunas antihistorias —detalla, y menciona entre ellas Las aves, de Aristófanes, una comedia que usa para criticar el muro de Donald Trump—. Es una suerte de colección de relatos reunidos en torno a ciertas imágenes y a música hecha con teclados, violín y otros sonidos electrónicos. Lo que me entretiene es que me convierto en VJ: controlo las imágenes yo misma. Ahora se pueden hacer mejor las cosas y tener más dominio sobre ellas. Y, como soy una geek, me encanta aprender cómo hacerlo.
Anderson es famosa por inventar sus propios instrumentos, como un violín-fonógrafo o un traje con parches de batería electrónica que convierten a su cuerpo en un dispositivo de percusión. Para el crítico inglés Simon Reynolds, esa propuesta estética y sonora también es política: su dominio de la tecnología, su rechazo a la armonía y su música minimalista de texturas electrónicas, dice, son una subversión de las definiciones que existían hasta entonces de lo “femenino” en el ámbito musical.
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Con sus ternos metálicos, sus mechas en punta y su voz sintetizada, Laurie Anderson parecía en los años 80 un personaje de novela distópica, una extraterrestre que traía desde otro planeta sonidos ajenos a los oídos terrícolas. Imaginar el futuro fue uno de sus ejercicios creativos favoritos, y en esos escenarios hipotéticos más de alguna imagen leída desde el presente parece un presagio. En la canción “The Language of The Future” (1984), por ejemplo, se adelanta a la dinámica comunicativa de las redes sociales (“una cosa instantáneamente reemplaza a la otra”), y en la letra de “From the Air” (1982), sobre un accidente aéreo, algunos ven un anuncio de la llegada de Trump: “Les habla su capitán: estamos cayendo, estamos todos cayendo juntos. Y pensé: oh-oh, esto va a ocurrir algún día”.
—Nadie podía haber imaginado lo que está pasando ahora. Nadie. Lo que ocurre hoy es loco —dice, sobre cómo veía el mundo de hoy en los años 80—. Nos dimos cuenta de que los que imaginábamos el futuro lo hacíamos de manera muy pintoresca y resulta que es increíblemente diferente de lo que pensamos. Nunca hubiera imaginado neonazis en Estados Unidos. Jamás. El futuro que estamos viviendo es mucho más violento de lo que teníamos en mente. Hace pensar en las distopías de George Orwell.
Su crítica constante a Estados Unidos
—país que aparece en su obra como una falsa Tierra Prometida— la convirtió en una de las artistas más comprometidas de su generación. Ya en 1992 decía: “Hoy la política se ha vuelto extremadamente personal, en especial para las mujeres, porque tiene que ver con sentirse aplastado y silenciado”. Ahora, en los tiempos de Trump, el presidente que según los expertos domina el vocabulario de un niño de 11 años y que insulta sin freno a Kim Jong-un, el líder norcoreano que lo amenaza con una guerra nuclear, es difícil no pensar en su single de 1986 “Language is a Virus”, en el que afirmaba que el lenguaje es un virus, un peligro, una enfermedad.
—En el caso de Trump y Corea del Norte no estoy segura de que se pase de la palabra a la acción. Es un juego peligroso de ofensas. Es tan infantil. Son como niños de ocho años diciendo: “¡Tú lo hiciste! ¡no, tú lo hiciste!”. No es diplomacia, es puro insulto. Hoy el lenguaje tiene funciones diferentes de las que tenía antes. Donald Trump tuitea las cosas más horribles y al final no hace nada. Por eso hay que aprender a leerlo y escucharlo, algo odioso de hacer, porque hay tanta maldad en su lenguaje.
—La música en Estados Unidos se ha vuelto más política desde que Trump llegó al poder. ¿Puede el arte realmente hacer algo contra él?
—Es un problema mucho más grande que Trump. Es cosa de ver la manera en que Estados Unidos ha hecho la guerra: todo gira en torno a la creación de caos. (La activista y escritora) Naomi Klein habla de la forma en que los estadounidenses llegan a un país, desestabilizan la economía y luego se adueñan de todo. Es caos, guerra y dinero. Por eso hay que aprender a entender este nuevo lenguaje de la guerra.
—En el tour The Nerve Bible (1995) contó que una vez le preguntó a John Cage, uno de los padres de la música experimental estadounidense, si el mundo estaba mejorando o empeorando. ¿Qué respondería hoy usted a esa pregunta?
—Depende de qué forma. No soy alguien que juzgue el mundo como “bueno o malo”, porque no creo que las cosas pasen por ciertas razones. Es más complicado que eso. En términos de progreso, podría decir que estamos definitivamente yendo hacia un mundo más complejo. No estamos yendo marcha atrás en la escala evolutiva para convertirnos en criaturas más simples y estúpidas. Estamos aprendiendo a ver mejor las cosas, pero también estamos destruyendo mucho más. Es el caso del cambio climático. Me consuela que la gente esté tomando conciencia. Así que si fuera John Cage, al igual que él, diría que sí: las cosas están mejorando.