Cuando tenía 52 años, Raúl Ruiz empezó a escribir un diario. Es el Ruiz que a fines de los 90 filmará algunas de sus películas más conocidas, como Tres vidas y una sola muerte, junto a Marcello Mastroianni, o su celebrada adaptación de Proust, en El tiempo recobrado. Al inicio, dice que estos son diarios de rodaje, pero pronto se cuelan los libros que está leyendo, sus recetas de cocina, la música que escucha o reflexiones en que Chile ocupa un lugar destacado, con frases demoledoras: “Un año en Chile bastaría para matarme”.
Bruno Cuneo (1973), académico, poeta y director del Instituto de arte de la Universidad Católica de Valparaíso, tuvo a su cargo la edición de estos diarios, que el cineasta escribió hasta julio de 2011, un mes antes de su muerte. El resultado es Diario. Notas, recuerdos y secuencias de cosas vistas (Ediciones UDP), un trabajo que le tomó más de tres años y donde fue descubriendo a un Ruiz mucho más melancólico.
–En los años 60, cuando empezó a filmar, Ruiz escribía los guiones de sus películas en una máquina de escribir. Es muy decidor el gesto de escribir estos diarios a mano. ¿Qué implicancias tiene esta vuelta a lo manuscrito?
–Esa dimensión que mencionas es muy importante, porque el diario se sitúa en una suerte de descampado tecnológico, ya que las cintas para máquinas de escribir se estaban acabando por la época en que comienza a escribirlo, Ruiz no quería pasarse al computador, que no es sólo una máquina de escribir, sino también una máquina de conexión ultrarrápida, que amenaza la introspección, sin la cual es difícil escribir un diario íntimo. La escritura manuscrita se le apareció entonces como una alternativa y, claro, la asumió de una manera poco aparatosa: usaba inspiradoras libretas Moleskine, a veces unos cuadernos de papeles especiales amarrados con cordeles, y además escribía con lapiceros finos: Waterman, Dunhill, Montblanc. Puede parecer una siutiquería, pero para alguien que no había escrito nunca antes una obra a mano, aferrarse a esas cosas impone una disciplina y le da incluso un ritmo peculiar al pensamiento, una cierta morosidad para tiempos acelerados y con pocos rituales.
–Ruiz siempre fue muy recatado para hablar de temas personales. Llama la atención que acá, por ejemplo, escriba que echa de menos a su mujer, la cineasta Valeria Sarmiento. Tú también editaste un libro con sus entrevistas. ¿Qué tan distinto es el Ruiz de las entrevistas y el Ruiz de estos diarios?
–Lo que pasa es que a Ruiz le cargaba el sentimentalismo y aunque el diario tampoco es muy sentimental, de todos modos uno reconoce, más que en otros textos, a un sujeto conmocionado detrás de la máquina. El Ruiz de las entrevistas hace gala de su saber, de su creatividad y de su inteligencia; se pavonea y se peina un poco con las preguntas de sus entrevistadores, mientras que en el Diario se muestra como un sujeto vulnerable, que tiene éxitos, pero también fracasos, que explora las contradicciones de su personalidad e incluso hace unas listas muy adolescentes de cosas que debería hacer para mejorar como persona. Más importante aún, creo que hay una suerte de melancolía que recorre el Diario entero y que tiene que ver con muchas cosas, pero sobre todo con algo que yo llamo, y que pido comprender ante todo de una manera estética, el “temblor de crear”, que no surge sólo de la vulnerabilidad del acto creador, sino también de la inminencia de la muerte y los problemas del mundo. Esto no lo digo en el prólogo porque lo he pensado hace poco, pero creo que el Diario de Ruiz tiene algo también de despedida de la aventura modernista, que comienza a cerrarse con la irrupción de la llamada posmodernidad, un tiempo poco tensionado o donde las tensiones no concitan aventuras transformadoras o radicales, y no me refiero solamente a aventuras políticas. Por ahí dice Ruiz, parafraseando a Eliot, que el siglo XX no termina con un “grito” sino con la música ambiental de un aeropuerto.
De filosofía a los choritos
–Antes de dedicarse al cine, Ruiz partió escribiendo teatro. Nunca dejó de escribir, incluso escribió una novela poco antes de su muerte, El espíritu de la escalera. ¿Qué valor le das a los diarios en términos literarios?
–Yo suelo leer diarios, libros de conversaciones y correspondencias; me interesa ese género de escritura, la escritura íntima, y te diría que este diario me parece extraordinario, sobre todo si uno lo compara con otros “diarios de artistas”. Uno de sus rasgos más notables, pensando específicamente en ese género, es que Ruiz no registra solamente sus ideas u ocurrencias artísticas, sino también, y con el mismo énfasis, la rutina cotidiana en que tienen lugar. Yo siempre tuve presente que si seleccionaba solamente los hechos o las ideas mayúsculas del diario, el resultado sería el registro de un tipo que se pasa de epifanía en epifanía, que tiene puras ideas geniales o le pasan puras cosas increíbles, cuando en verdad la vida no funciona nunca de ese modo, y Ruiz lo tenía claro. Por eso, me encanta cuando está reflexionando sobre Whitehead y acto seguido anota que para la cena piensa preparar choritos al vapor o que el día estaba feo.
–En el prólogo afirmas que Ruiz era consciente de que estos diarios podrían ser publicados algún día. ¿Por qué llegaste a esa conclusión?
–Él mismo dice en el diario que aunque no tiene ninguna intención de publicarlos, es un poco absurdo escribir un diario si nadie lo va a leer nunca. A veces le habla incluso a ese primer lector virtual, que finalmente resultó ser este humilde servidor. Ruiz no dejó ninguna instrucción sobre esto y ni siquiera les hablaba mucho del diario a sus amigos. Finalmente, fue Valeria Sarmiento la que tomó la decisión de darlos a conocer después de conversarlo con nuestro amigo Andrés Claro.
–¿Valeria Sarmiento te hizo alguna petición especial?
–Valeria me encargó la edición de este diario sin haberlo leído previamente, en un acto de confianza que todavía me sorprende. Después lo fue leyendo a medida que yo avanzaba en la transcripción y porque además le pedí que me ayudara a aclarar nombres y frases ilegibles. Me ayudó mucho en eso, pero sobre todo me permitió trabajar con absoluta libertad y con gran respeto a la palabra de su marido. Ella es una artista también y aquí actuó como tal y no como una viuda controladora. Se lo agradezco mucho, como también agradezco mucho el trabajo de revisión que hicieron Andrés Braithwaite y Andrés Claro. En verdad, no puedo imaginar mejores compañeros de viaje.
–Cuando se conocieron los diarios de Donoso, llamaron la atención por los comentarios feroces sobre otros pares y su familia. En el caso de Ruiz, no es muy pelador, como sí suelen serlo los chilenos.
–Es buena esa relación que haces con los diarios de Donoso, porque yo sabía desde un comienzo que los de Ruiz no serían así y por eso acepté editarlos. Te voy a ser muy franco: si en el curso de la edición me hubiese topado con un porcentaje muy alto de observaciones punzantes o de “comentarios feroces”, como tú los llamas, es probable que hubiese decidido no seguir adelante, porque no me habría gustado ser cómplice de amargar al mundo y porque creo que uno puede hacerse pebre a uno mismo, pero otra cosa es hacer pebre a los demás de manera solapada o esperando no estar presente cuando la bomba estalle. Por suerte el Diario de Ruiz es de otro tipo, no la venganza de un tímido, aunque de todos modos existen comentarios que pueden caer muy mal, sobre todo cuando habla de los chilenos.
“A Ruiz Chile le dolía, eso es claro, y su reconciliación, que nunca fue plena, fue para él un proceso lento”, dice Bruno Cuneo.
–¿Cómo fue cambiando su relación con Chile? Parece una relación compleja, de amor-odio, de un país que Ruiz ya no reconoce como propio, pero al que siempre tiene que volver. ¿Es como el “horroroso Chile” del que habla Lihn?
–A veces nos olvidamos que Ruiz era un exiliado y no veo por qué un exiliado deba tener una actitud benevolente o buena onda con el país que le impidió por años vivir en él y visitar a sus padres. Además, la mayoría de los exiliados que volvieron a Chile se encontraron con un país cambiado, y para mal: un país arribista, poco solidario, obnubilado por el neoliberalismo más grosero. A Ruiz Chile le dolía, eso es claro, y su reconciliación, que nunca fue plena, fue para él un proceso lento. Pudo haberse olvidado de este “eriazo remoto y presuntuoso”, para citar otra frase de Lihn, pero él mismo decía que ser chileno no se le pasaba a uno ni peregrinando a Lourdes.
–¿Qué fue lo más difícil en la edición de estos diarios, además de tener que pesquisarlos y de la titánica misión de transcribirlos?
–Lo más difícil fue tratar de acostumbrarme a la letra manuscrita de Ruiz, que yo desconocía y que por momentos era tan ilegible como una receta médica. Después me acostumbré y terminar el trabajo de transcripción fue sólo un desafío atlético de muchas horas, casi todos los días, durante tres años. Después de eso vino el trabajo de edición, que es de otra naturaleza. Yo transcribí íntegramente el diario, pero la edición que decidí publicar excluye un tercio del total (como 500 páginas), porque de lo contrario el resultado habría sido un libro, no sólo inmanejable, sino también agotador y su efecto, creo, se habría diluido. Excluí muchas anotaciones verdaderamente irrelevantes y otras tantas relacionadas con los procesos de rodaje de las películas, porque cuando Ruiz entraba en eso usaba el diario sólo como una libreta de apuntes y habría sido una lata darle al lector, por ejemplo, un listado de tres páginas con los nombres de un casting. El trabajo de edición incluía también verificar cada nombre o título mencionado, verificar las fechas en el calendario perpetuo, ordenar las anotaciones, ya que Ruiz solía retomar algunos cuadernos anteriores para incluir anotaciones de tiempos muy distantes… en fin, son muchas cosas, como para quedar à bout de souffle, como dice al final el narrador de El espíritu de la escalera.
–A propósito de El espíritu de la escalera. ¿Te sentiste conectado con el espíritu de Ruiz durante la edición de estos diarios?
–No suelo tener ese tipo de experiencias, pero un amigo se reía de que a veces le hablaba de Ruiz en presente: “Oye –le decía–, hoy día a Ruiz se le murió el papá”, y mi amigo me decía que el que se había muerto era Ruiz y hace como cinco años.