Por Alejandra Costamagna // Foto: Santiago a Mil Diciembre 29, 2017

Recuerdo, en la prehistoria de mi memoria, haber visto Hechos consumados en la versión de un grupo universitario, y haber imaginado que Juan Radrigán era un hermano de Juan Rulfo, un primo de Samuel Beckett, un amigo de César Vallejo.

Recuerdo haber ido con mi madre a ver Primavera con una esquina rota, de la compañía Ictus, y haber pensado que el teatro era una herida y una tregua, las dos cosas juntas.

Recuerdo haber leído Lo crudo, lo cocido, lo podrido, de Marco Antonio de la Parra, y haber comprendido que había otras formas de hablar de lo inmediato. Y que De la Parra escribía y nos empujaba a la oscuridad con una extraña luz, que nacía en la médula de las palabras.

Recuerdo haber visto 99 La morgue en un viejo galpón y haber pensado que Ramón Griffero y su grupo Fin de Siglo estaban cambiando algo. Pinochet seguía en el trono, pero ellos estaban cambiando algo.

Recuerdo que en 1994 Carmen Romero y su socia Evelyn Campbell organizaron una muestra teatral en la Estación Mapocho. Baratísimas las entradas: mil pesos. Tal como rezaba el título: Teatro a Mil. También a mil porque las revoluciones estaban a mil, claro.

Recuerdo un cartel que anunciaba un taller con un tal Mauricio Celedón. Recuerdo que decían que era un chileno que vivía en Francia, discípulo de Marcel Marceau y Ariane Mnouchkine. Recuerdo que el resultado de ese taller fue Transfusión, con el recién creado Teatro del Silencio. Recuerdo haber tenido la impresión de que Celedón conducía a los espectadores hacia un trance; que las emociones y los pensamientos parecían entrar por una misma ranura, como si las ideas y los pálpitos fueran una sola argamasa.

Recuerdo, por esos mismos años, haber visto La negra Ester, del Gran Circo Teatro, y haber pensado que Andrés Pérez era un genio, que Roberto Parra era un maestro y que el teatro era una fiesta. Recuerdo haberme pegado con La Regia Orquesta y no haber dejado de cantar “Un zapatero celoso”, con esa letra que hoy me parece ultracuestionable pero que entonces extrañamente no nos hacía ruido.

Recuerdo haber visto Altazor, un hermoso diálogo de Rodrigo Marquet con el texto de Vicente Huidobro. Recuerdo que el actor, que también era poeta, ganó con esta obra el premio al Mejor Director en el Festival de Teatro del Instituto Chileno Norteamericano en 1989. Recuerdo su temprana muerte, en 1999, a los 38 años.

Recuerdo que en 1993, a tres años de iniciada la transición democrática, hubo un hito: el Festival de Teatro de las Naciones. Recuerdo que fueron más de cuarenta espectáculos y veintitantos países invitados. Recuerdo que ahí estaban Taca taca mon amour, del Teatro del Silencio; Popol Vuh, del Gran Circo Teatro, y La manzana de Adán, del Teatro La Memoria. Pero también el griego Mikis Theodorakis con Canto General, basada en el libro de Neruda. O el grupo inglés Red Shift, con una versión casi cinematográfica de Macbeth. O El hilo de Ariadna, dirigida por el colombiano Enrique Vargas: un laberinto en el que los espectadores nos sometíamos a los susurros de los actores en la oscuridad.

Recuerdo que por entonces la productora del Teatro del Silencio era Carmen Romero. También lo era del Gran Circo Teatro. Y del Teatro La Memoria. Y de algunas bandas de música. Recuerdo las funciones al aire libre en las afueras del Museo de Arte Contemporáneo.

Recuerdo que entonces, en 1994, vino el segundo hito, el gran hito para el teatro chileno: Romero y su socia Evelyn Campbell organizaron una muestra teatral en la Estación Mapocho. Baratísimas las entradas: mil pesos. Tal como rezaba el título: Teatro a Mil. También a mil porque las revoluciones estaban a mil, claro.

Recuerdo haber visto Pinocchio, de La Troppa, y haber pensado que el teatro podía ser un juego.

Recuerdo haber visto Historia de la sangre, La manzana de Adán y Los días tuertos, la trilogía del grupo La Memoria, y haber pensado que el teatro podía ser poesía y crueldad.

Juan Radrigán, Manuela Infante, Guillermo Calderón, Luis Barrales, Xuárez, La amante fascista, Hechos consumados, Cristián Plana, La Troppa, La Patogallina, Teatro La Memoria, Andrés Pérez: algunos de los nombres que aparecen en estos recuerdos.

Recuerdo que en 1996 el Teatro a Mil incluyó a compañías extranjeras. Y que en 1997 organizó una feria de exhibición de obras chilenas a productores internacionales.

Recuerdo que a partir de entonces enero empezó a ser sinónimo de teatro. Nacional e internacional.

Recuerdo que en 2001 el festival de Romero y Campbell pasó a llamarse Santiago a Mil. Ya eran varios los escenarios, los espacios tomados, los grupos antiguos y emergentes conviviendo en un mismo ciclo.

Recuerdo el multitudinario funeral de Andrés Pérez en enero de 2002. Recuerdo el ataúd trasladado dentro de una micro antigua, colorida y floreada, que llevaba un cartel: “Línea Pérez Araya”.

Recuerdo que alguna vez escuché decir a Ramón Griffero que el teatro era “un templo de lo primitivo”.

Recuerdo haber visto nacer a compañías que lo dieron todo desde los años 90. Recuerdo a Bufón Negro, La Puerta, Teatro Circo Imaginario, Teatro Provisorio, Equilibrio Precario, El Cancerbero, RKO - Fábrica de Sueños, La Trompeta, La Borja, Anderblú.

Recuerdo especialmente a Rodrigo Achondo, creador de Anderblú, y sus obras crudas e implacables, que montó entre 1996 y 2002. Recuerdo que mientras la democracia daba sus primeros balbuceos a todo color, a todo circo y carnaval, Achondo prefería el blanco y negro de la desconfianza. Recuerdo su sorpresiva muerte en marzo de 2016, a los 46 años.

Recuerdo que nos dio pena que se acabara La Troppa. También recuerdo la aparición de Teatrocinema y Viajeinmóvil, creados tras la separación del grupo.

Recuerdo a otras compañías, variadísimas en lenguajes y registros: La Fusa, La Provincia, Geografía Teatral, Tryo Teatro Banda, Matadero Palma, La Nacional, La Resentida, Lafamiliateatro, Teatro La Perra, Niños Prodigio, Teatro Sub, Furia Teatro, Lunar, Maleza, La María, Teatro de Chile, Central de Inteligencia Teatral, Teatro en el Blanco, Teatro El Hijo, Los Contadores Auditores, Teatro y su Doble (ex Teatro Milagro), Bonobo. Algunas muy vivas, otras no tanto.

Recuerdo la aparición de La Patogallina, el colectivo de teatro callejero dirigido por Martín Erazo. Recuerdo estar en el Patio de los Cañones de La Moneda, en 2001, viendo El Húsar de la Muerte.

Recuerdo haber visto Prat, de Manuela Infante y haber asistido a una fresca revisión del patriotismo, del discurso del éxito y de la figura de héroe. Pero también a la insólita polémica que generó su montaje. Recuerdo haber visto todas las obras de Infante, desde Prat hasta la reciente Estado vegetal, y haber concluido que es la dramaturga más talentosa de las últimas décadas en Chile. La que mejor une pensamiento y arte.

Recuerdo haber visto las obras Neva, en 2006, y Niñas araña, en 2008, y haber corrido a ver todo lo que viniera de los dramaturgos Guillermo Calderón y Luis Barrales.

Recuerdo haber visto Xuárez y haberme dado cuenta de que ahí estaban los talentos más granados del teatro chileno actual, juntos y revueltos: no sólo Infante y Barrales, sino también las actrices Patricia Rivadeneira y Claudia Celedón.

Recuerdo, mucho antes de Xuárez, haberme reído con ganas al ver a Claudia Celedón junto a Cuti Aste, Ramón Llao y José Martínez en los shows de humor negro del colectivo Hermanos Martínez Internacional. Incluso antes, recuerdo la sátira y el absurdo de las obras del grupo Bareatoa, donde Celedón compartía escenario y chifladuras con Álvaro Rudolphy y Fernando Larraín.

Recuerdo haber visto La amante fascista y haber pensado que era la mejor obra sobre la dictadura chilena. Mejor, sin duda, que muchas novelas. Una obra escrita por Alejandro Moreno, dirigida por Víctor Carrasco e interpretada con maestría por Paulina Urrutia.

Recuerdo la primera vez que vi un montaje de la compañía La Niña Horrible, de Carla Zúñiga y Javier Casanga. Recuerdo haber quedado deslumbrada con su estética entre el expresionismo y lo grotesco, con la plasticidad de su discurso de género y con su delirio.

Recuerdo haber disfrutado la zona turbulenta a la que nos conducen los montajes de Cristián Plana. Su mirada cruda y la enorme fuerza plástica que es capaz de activar siempre.

Recuerdo haber escuchado, en una sesión de la Escuela de Espectadores que coordinaba Javier Ibacache, un diálogo entre Juan Radrigán y Egon Wolff. Recuerdo haber pensado: qué maravilla que existan estos monstruos teatrales. Recuerdo con tristeza que ya no están vivos.

Recuerdo una frase de Hechos consumados: “De todas nuestras muertes, ninguna es tan atroz como el silencio que sobreviene después de una conversación donde ya se ha dicho todo”.

Recuerdo que en Santiago a Mil 2018 habrá una exposición fotográfica con registros del Teatro La Memoria, pertenecientes al archivo de Juan Francisco Somalo. Y estoy segura de que ahí, viendo esas imágenes, aparecerán otras decenas de recuerdos ocultos bajo el velo fugaz del presente.

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