Llegamos a pensar que nunca veríamos un guion y cuatro dígitos a continuación de 1914 porque la muerte tan presente en la obra de Nicanor Parra, en su poesía llena de tumbas, de ataúdes, de cruces, de difuntos que hablan, mientras él seguía viviendo y sobreviviendo a sus contemporáneos, a los que vinieron después y a los subsiguientes, porque esa muerte en la obra y esa vitalidad en la persona habían ido propiciando desde hace al menos dos décadas la tentación de creer que no moriría, que ya no había muerto. De otro modo no se explica la sorpresa generalizada ante la muerte de un hombre de 103 años: es como si con su muerte se acabara un poco la vida, así a secas, como si en vez de un ser de carne y hueso desapareciera un tiempo, un mundo, un Chile, como desapareció de una vez y para siempre —cuánto lo lamento— el largo mensaje de voz que hace doce años el mismísimo antipoeta, cuando editábamos las versiones para el libro que recogería sus discursos de sobremesa, me envió al celular explayándose acerca del poema XVI del discurso “Happy Birthday”, en el que habla un hombre que resulta ser un testigo distraído que “devuelta del trabajo / cansado como perro” oyó unos martillazos y unos quejidos estremecedores y al acercarse vio “que estaban crucificando a un hombre / De unos 30 años / Esquelético y melenudo”.
La capacidad de generar voces que hablan de hechos conocidos o comunes pero desde perspectivas impensadas es uno de los grandes hallazgos de la antipoesía, como pasa en el poema recién citado o en ese de Hojas de Parra en que un ataúd cuenta con lujo de detalles y creciente desconcierto su tránsito desde una funeraria hasta “este recinto donde ahora me encuentro / bajo una tonelada de flores / en espera de nuevos acontecimientos”. Creo que en ese mensaje de voz perdido y en esos poemas Parra hablaba de una misma cuestión: cómo oír lo que habitualmente no oímos para después, y sólo después, resolver cómo decir lo que no podemos decir.
La muerte de Parra nos hace chocar de cabeza con eso que siempre estuvo en el fondo de su obra, que es la muerte misma, pero que antes es la pena. Porque la antipoesía podrá ser luminosa, humorística como ninguna otra en la lengua, pero esa luz y esa festividad, esa ironía y esa cercanía (“escribir como hablan los lectores / & punto”) no son sino tentativas de salir de lo único que en la antipoesía, como en la vida, no es imaginario: el dolor, la pérdida. Así se explica tal vez esa necesidad del otro que Parra no atina nunca a esconder, esa permanente búsqueda del encuentro con lo demás, con los demás: con los vecinos, con los recuerdos, con los amigos, con los enemigos incluso (como Pablo de “Rokk” o el “amigo Volodia”), con los muertos, con los canallas, con la publicidad, con la hermana viva, con la hermana luego muerta, con los lectores y los no lectores. Y con la incorrección: un día revisábamos erratas en su discurso sobre Luis Oyarzún y de repente me dijo: “En la próxima sesión mejor dediquémonos a meter un par de errores”. Parecía broma, pero en la siguiente jornada se dedicó a des-uniformar criterios y a cambiar, como venía siendo su tendencia de escritura hace ya un tiempo, palabras por marcas que las representaran, poniendo por ejemplo el signo π en vez de “pi” antes de ano, de manera que quedara π ano y no piano. Alguien dirá que se trata de una jugarreta, y probablemente lo haya sido, pero también era una celebración de la informalidad, la incorrección, la imprecisión, la incertidumbre.
Parra abrió la casa de la poesía y voló el techo. Leerlo es experimentar que cualquier cosa es posible, no sólo en la escritura, sino en la vida, lo que por supuesto no significa que todo valga la pena, pero sí que todo puede valerla.
La libertad que se tomó Parra la tomó para todos. Abrió la casa de la poesía y voló el techo. Leerlo es experimentar que cualquier cosa es posible, no sólo en la escritura, sino en la vida, lo que por supuesto no significa que todo valga la pena, pero sí que todo puede valerla. De su obra surgen lectores y obras, bifurcaciones que se llaman por ejemplo Raúl Ruiz, Enrique Lihn o Roberto Bolaño, que no por nada dijo “todo se lo debo a Parra”.
Es impresionante que Parra esté ahora en uno de esos ataúdes que tanto aparecen en sus versos. Se ha dejado sentir una pena negra en Chile porque Parra está en todos, partiendo por los que lo desconocen: la antipoesía es parte del país como las cordilleras o las carreteras, el viento o la ironía. La oreja atenta de Parra es la clave tras una obra en la que tantos chilenos nos reflejamos, nos deformamos y nos enderezamos —o no—, una obra que puede hacer reír y llorar a auditorios enteros; por eso quizás Parra se apagó sólo cuando ya perdía marcadamente la audición. Recuerdo la vez en que, según me contó en esos meses de trabajo feliz, fue a la caleta en San Antonio y de repente oyó a sus espaldas un grito que, supuso, daría paso a una pelea a combos entre dos pescadores pero que sin embargo, según captó al darse vuelta, no era sino un apelativo habitual y hasta amistoso con que un hombre que había dicho algo raro era interrogado por un compañero: “¿Te tragaste un filósofo maricón reculiao?”, frase que ese mismo día Parra incorporó tal cual en un poema donde un tipo increpa a otro por botarse a místico.
Murió Parra en su “cabañísima de La Reina”, esa en donde según su poema “Antes me parecía todo bien” vivió alguna vez “días felices / o por lo menos noches sin dolor”. Quedará enterrado en el patio de la casa donde pasó las últimas décadas, en Las Cruces, perpetuando desde ultratumba la vecindad con Neruda y Huidobro: su figura aúna geográfica y literariamente a esos opuestos eternos, algo tan impensable como en su momento lo fue que un poeta sostuviera que la izquierda y la derecha unidas jamás serían vencidas.
En uno de sus artefactos aparece una capilla y dice “En las iglesias ya no pasa nada / Dios se mudó a los supermercados”. El miércoles, el mismo Parra, desde el Más Allá, lo contrarió milagrosamente: la Catedral de Santiago se llenó como un supermercado el viernes por la tarde: eran miles de chilenos yendo a despedirlo mientras por los parlantes sonaba “La petaquita” de Violeta y la curia ocupaba un tercer o cuarto plano. Y ya. Por obra y gracia de su poesía y su historia, desde ahora y para siempre Nicanor Parra será lo que en un poema dijo que era o podía ser el hombre: “Ruido multiplicado por silencio: / Medio aritmético entre el todo y la nada”. Y lo demás sería lo de menos, como solía decir.