Un grupo de cinco niños. Una tarde calurosa. Los zapatos con barro, los cuerpos con sudor. Armados con hondas, sólo los acompaña el silbido chillón de un bienteveo. Se agachan para acercarse un poco. Lo hacen todos a la misma velocidad, unidos por esa lealtad que sólo existe en los grupos de amigos de la infancia. Lo miran bien: sí, es un cuerpo. Sí, tiene la cara podrida. Sí, está sonriendo.
Temporada de huracanes (Literatura Random House), la última novela de la mexicana Fernanda Melchor (1982), parte con el descubrimiento de un cuerpo en La Matosa —pequeño poblado que alguna vez existió en Veracruz—, y termina con el entierro del mismo. Con un abuelo señalándole, en cada palada de tierra que le tira encima, que hay esperanza, que siga derechito hacia la luz. Que todo va a estar bien.
Los mexicanos deben ser, hoy, quienes mejor narran la violencia, pero Melchor da una vuelta de tuerca al contar un crimen pasional, donde los culpables no son los narcos ni el Estado, sino los sentimientos. Su novela es una búsqueda por entender por qué las personas rompen el contrato social. Y esa fórmula le ha dado resultados; su última novela será traducida a ocho idiomas, ha recibido elogiosas críticas de medios como Letras Libres, The New York Times en español y El País de España, y en Estados Unidos será publicada por New Directions, la primera editorial que publicó a Roberto Bolaño en inglés.
Melchor siempre quiso ser escritora. Nacida y criada en el puerto de Veracruz, en el sur de México, en su adolescencia devoraba libros. Entró a estudiar periodismo no muy convencida, pero en el primer año descubrió a Truman Capote, a Norman Mailer y a toda la corriente del Nuevo Periodismo estadounidense. Entendió que ahí había algo, un punto de partida.
Comenzó a escribir historias sobre crímenes que en su ciudad habían alcanzado estatus de leyenda, buscando aterrizarlas. La gente que se las contaba lo hacía como si hubieran ocurrido en tiempos inmemoriales. Necesitaba anclarlas en la realidad. Así nació su primer libro de crónicas, Aquí no es Miami, en 2013.
Ese mismo año, vio una noticia que la obsesionó. En un pueblo habían encontrado un cuerpo en un canal de riego. La policía decía que el principal sospechoso era un amante del difunto, y que muy posiblemente lo había asesinado porque el muerto, que era el brujo del pueblo, había intentado hacerlo volver a su lado con magia negra. Primero pensó, siguiendo su instinto, escribir una crónica. Pero tenía que considerar que desde 2009 Veracruz se había vuelto un refugio del crimen organizado, que era imposible ir a reportear sin que los “halcones” o “sapos” de estos grupos la molestaran. El estado, además, se había convertido en el que ostentaba más periodistas muertos en los últimos años.
—Estaba haciendo una maestría en Puebla y justo tomé un curso de seguridad para periodistas, donde me di cuenta de todos los errores y riesgos que había cometido para escribir mi primer libro de crónicas. La cosa estaba muy caliente para los periodistas, y aun más con las mujeres —dice.
En un principio se deprimió. Pensó ir igual, pero en la reflexión se dio cuenta de que, aunque lograra ir a la cárcel, entrevistarse con el asesino, conseguir el expediente judicial, quizás no encontraría las respuestas que buscaba. Lo que ella quería descubrir era por qué una persona cruza el límite del odio, por qué termina asesinando. Su investigación iba dirigida hacia la dimensión humana. Y no todos los presos son Perry Smith ni Richard Hickock, los criminales de su amado A Sangre Fría. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la respuesta estaba en la ficción.
—Decidí tomar esta noticia y abordarla tomando prestadas las emociones más intensas y tratando de comprender desde la empatía, desde este ejercicio exorcístico que el escritor hace para ponerse en la piel de otra persona. Los personajes fueron brotando naturalmente y agarrando sus propios caminos.
—¿Te parece que la ficción es un recurso válido para abordar la violencia en contextos como el que tú querías exponer?
—Sí, finalmente fue una reelaboración. Es algo que yo inventé, pero empleando situaciones que a la gente aquí en México no le resultan extrañas. Muchas obras de ficción están basadas en sucesos verdaderos que uno trata de entender o explorar. Para mí fue un recurso desesperado. Creo que abordarlo desde la ficción es, tal vez, un recurso extremo, pero me parece también que es válido. Y llega un punto donde también se vuelve algo que haces ya por la ficción misma, donde la referencia se pierde.
—La novela está narrada desde los puntos de vista de varios personajes. Luismi, un homosexual que no puede asumirse como tal; la bruja; Norma, una niña abusada. ¿Es un collage de cosas que fuiste viendo y formulando?
—Tengo un gran archivo de casos que voy encontrando. En realidad, lo que sucedió fue que en la nota salen personajes esquemáticos, entonces yo empecé a tratar de darles un nombre, un pasado, un presente, imaginarlos en escenas. Y empecé a imaginar el pueblo donde todo sucedía, como si fuera un coro de mujeres chismeando. Me sentía como una secretaria del ministerio público escuchando la declaración. Hace poquito me di cuenta de que es una especie de homenaje… Cuando yo era niña lo que más me gustaba, cuando viajábamos en auto, era hacerme la dormida y escuchar lo que platicaban los adultos. Me gustaba mucho escuchar las historias truculentas de amor y de venganza y de crímenes, lo que hablaban cuando creían que una no escuchaba. Traté de dejar fluir esas voces, porque para mí la ficción funciona como si yo fuera una médium. Dejo que la historia hable a través de mí.
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En Temporada de huracanes, el lenguaje y la forma juegan un rol clave. Mientras el narrador se funde con los personajes, y comparte con ellos el tono áspero, rudo, coloquial, los textos están estructurados como párrafos largos que recuerdan Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño, o El Otoño del Patriarca, de Gabriel García Márquez. Así, el lector va entrando de a poco en esta fosa común, en la que excava para ir encontrando aun más oscuridad.
—¿Que el relato funcione como una fosa fue una elección o se dio así?
—Hay una intención. Es imposible no hablar de estas cosas al haber crecido en Veracruz, que eso no apareciera en mi literatura. Tendría que ser un robot o de piedra para no terminar hablando de esto.
Los mexicanos deben ser, hoy, quienes mejor narran la violencia, pero Melchor da una vuelta de tuerca al contar un crimen pasional, donde los culpables no son los narcos ni el Estado, sino los sentimientos.
—¿Podríamos hablar del concepto de indigencia emocional que has ocupado, que cruza toda la novela?
—Tiene que ver con que los personajes están buscando el amor, pero cómo van a buscar si no saben lo que es, nunca han sido amados. La gente dice “oye, el crimen es causado por la pobreza”, pero no creo. Porque tú puedes ser pobre, y puedes tener pocas oportunidades, pero si tú tienes una familia que te apoya y tienes padres cariñosos, siento que uno puede sobrevivir a muchísimas cosas. Y lo ves en las memorias de las guerras, ¿no? Los hijos de padres que hicieron todo lo posible por sus hijos, que hicieron grandes sacrificios por ellos, la gente sale adelante y no se convierte ni en asesinos, ni psicópatas ni en ladrones. Me refiero, sobre todo, a la indigencia emocional. Creo que en el corazón de la enfermedad de la sociedad está la incapacidad de ponerte en el lugar del otro justamente porque alguien más no fue capaz de ponerse en tu lugar.
—La novela se termina contando como los chismes de un pueblo; en un capítulo un personaje parece terrible, pero en el siguiente se redime, o se logra entender su conducta.
—Sí, ese tipo de narración le daba textura y me permitió también darles dimensión a los personajes. Era algo que me interesaba, y hacerlo de una manera que resultara interesante, que generara tensión, curiosidad, suspenso y que constantemente hubiera una suerte de actitud de duda por parte del lector. Así como de a ver: ya me dijeron esto y ahora resulta que es esto y ahora no. Me gusta generar eso en el lector. Me gusta que se sienta no sólo entretenido, cautivado y a la expectativa, sino también que el lector esté incómodo, que dude de lo que está leyendo, que se sienta mal. Hubo una chava que me dijo que las escenas de sexo eran horribles porque había violencia, pero que la excitaron. Esa es la literatura que busco. Hachazos que puedan romper el mar congelado que llevamos dentro.
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Terminada la novela, Melchor tuvo que buscar terapia. La intensidad, los temas tratados, removieron cosas que estaban enterradas hace tiempo.
—A mí me gustaría escribir más como Gabriel García Márquez o Juan Pablo Villalobos, que te cuentan todo con ironía, humor, y yo me voy siempre más hacia el lado melodramático, es lo que me gana. Crecí viendo telenovelas con mi mamá, ¿no? Lo tengo como en la sangre.
—En la novela no aparece la palabra amor en ninguna de sus acepciones. En el mundo que creaste, ¿existe?
—Yo creo que sí, pero tal vez en la novela no sale. Es que qué es el amor, también… Es un poco una de esas preguntas del tipo qué es la violencia. Salvador Elizondo tenía una frase supermatadora que decía algo así como: la violencia es la imagen del coito reflejada en el espejo de la muerte. Yo creo que sí hay amor en La Matosa, pero tal vez Temporada... no es una historia que busca hablar del amor, sino que más bien busca entrar a esos lugares oscuros donde no existe. ¿No? En este particular momento yo necesitaba hablar de los lugares oscuros, más que de los lugares luminosos, que también deben existir, estoy casi segura.
“Decidí tomar esta noticia y abordarla tomando las emociones más intensas y tratando de comprender desde este ejercicio exorcístico que el escritor hace para ponerse en la piel de otra persona”.
—Volviendo al tema de la sociedad egoísta, los personajes son reactivos: buscan satisfacer sus impulsos a cualquier costo. ¿Es un poco una metáfora de la actual sociedad de consumo?
—Yo creo que sí, porque la mayor parte de ellos están en la lucha diaria por la supervivencia, del ahora y el todo, entonces sí. Y muchas personas viven así en esta sociedad, o muchos hemos vivido así en muchas épocas. Y no solo en lo material, también en lo emocional. Recurrir a las drogas, al sexo rápido es para llenar este vacío que necesitamos llenar ahora, en este momento. Y creo que no es algo sólo de México o de ámbitos menos privilegiados. No hay sentido, todo cambia demasiado rápido, los lazos sociales se disuelven, y por eso uno piensa que quizás es mejor pasársela bien en este momento, ¿no? Y no tratar de pensar en las consecuencias.
—¿Al final, lograste entender dónde se encuentra el diablo?
—Es una ilusión. El nombre que les ponemos a las cosas que nos asustan de nosotros mismos. Está en todos nosotros.