Por Alberto Fuguet Febrero 9, 2018

Décadas atrás, R.E.M. lanzó la canción “It’s the End of the World as We Know It, una suerte de oda al nihilismo y a la rabia y a la angustia adolescente, que condensaba la sensación de no sentirse parte del todo con lo demás. Michael Stipe, que nunca quiso o se sintió invitado al gran grupo de los normales, creó un himno que celebraba la debacle de sus mayores, pero terminaba optimista. Es el fin del mundo tal como lo conocemos, decía el tema. Y yo me siento bien, sentenciaba.

La nueva serie inglesa de Netflix, The End of the F***ing World, no es sobre una catástrofe. El título ya lo adelanta. Es el fin del mundo c****do lo que aquí se celebra y desea. Un mundo duro, cruel, raro y que no acoge sino aplasta. Obvio que la posibilidad de que deje de existir (o deje de apremiarnos) es vista como una fantasía inalcanzable. Si bien la serie es violenta, también es poética, tierna e irresistiblemente romántica. Explora con precisión quirúrgica lo que hace que el mundo sea un desastre: la imposibilidad de intimidad, la falta de conexión, el sentirse básicamente solo y el cero interés de estar con los demás.

Uno no desea que la f***ing serie termine,  porque esta adaptación de una novela es, tal como su pareja protagónica, una anomalía. Eso es: rara, intensa y libre.

Al segundo capítulo, ya estaba convencido, seducido y hasta adicto. No sólo empecé a empatizar con estos poco atractivos personajes adolescentes, en extremo dañados (emos ingleses, digamos; en la veta de Morrissey o Ian Curtis, pero colegiales), sino que comencé a saborear todo su espesor narrativo (dobles narradores en off, insertos, flashbacks como punzadas de la memoria). Al tercero ya empecé a seguir el increíblemente ecléctico playlist de la serie en Spotify, compuesto por temas country, indie y retro.

Uno no desea que la f***ing serie termine (es corta y rápida), porque esta adaptación de una novela gráfica dark y proletaria —del estadounidense Charles Forsman— es, tal como su pareja protagónica, una anomalía. Eso es: rara, intensa y libre. ¿Es una pesadilla romántica? ¿Una comedia negra? Es chico-quiere-asesinar-a-chica pero también es chica-desea-tirar-con-chico-raro. Y luego deriva en  Bonnie and Clyde para centennials, con algo de Thelma y Louise, y sin duda mucho de Something Wild de Jonathan Demme. James es feúcho y taciturno, su madre se suicidó frente a él y un día optó por quemar su mano en aceite caliente para ver si era capaz de sentir. Alyssa busca sexo, escape y tropezar con el lado oscuro. Ella intenta seducirlo para huir lejos. No saben realmente lo que quieren (¿Cómo sería ser un sicópata? ¿Es mejor huir que pudrirse en un pesadilla suburbana?), pero los creadores, Jonathan Entwistle y Lucy Tcherniak, sí saben lo que quieren: hacer una serie de autor y asumir que puede ser un lugar donde experimentar y hasta remezclar la nouvelle vague.

La puesta en escena es la estrella, y es jugada y creativa. Estos no son los adolescentes que uno ve en el cine; son más que nada personajes de novela negra. Antes, no hace tanto, aparecían seres así en cintas indies (me recordó un poco Mysterious Skin o a Drugstore Cowboy, pero sin drogas). Pero qué va: hace rato que el cine-que-se-estrena-en-las-salas (y las películas del circuito festivalero, ojo) no ha intentado correr tanto riesgo. The End of the F***ing World no es de esos artefactos que desean ser para todos, sino que abraza su título y manda a la mierda las convenciones.

En un momento, la chica-perdida dice: “Si esto fuera una película americana, el auto explotaría”; luego explota, pero esta serie inglesa tiene poco de los blockbusters y se aleja del canon de los amantes-que-huyen, como en Asesinos por naturaleza. Y eso quizás es su maravilla: en temporada de Oscar, esta serie no desea ganar un puto Oscar ni un puto Globo de Oro ni un Emmy. Esto es punk y pega.

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