El año 1976 Steven Spielberg aún no podía procesar del todo el exitazo de Tiburón y estaba en pleno rodaje de Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, que se estrenaría al año siguiente. Pero Spielberg, entonces el niño maravilla de Hollywood, no sólo hacía películas sino que también las veía. Una de esas fue uno de los estrenos más fascinantes de ese año: Todos los Hombres del Presidente, una extraordinaria cinta en varios planos, impactante sobre todo por lo poco hollywoodense que resultó. Todo el mundo conocía la historia y, por cierto, el final (Nixon renuncia), pero la mirada de los creativos, liderados por el director Alan J. Pakula, logró transformar en thriller un relato que todos creían conocer de memoria: cómo Bob Woodward y Carl Bernstein, junto a The Washington Post, lograron derrotar por escrito a un presidente. Todos los Hombres del Presidente es una cinta de trabajo, donde no hay tiempo para romances o vida privada: todo es reporteo, hablar por teléfono y anotar en libretas, mientras muchas de las pistas no conducen a nada. Es una cinta acerca del making of que decide terminar muchísimo antes que donde otros cineastas partirían. Washington D.C., fotografiada por el gran Gordon Willis, es una capital tenebrosa y llena de vericuetos que daría la pauta para muchas películas y series (House of Cards, desde luego).
¿Qué pensaba Spielberg cuando vio Todos los Hombres del Presidente? ¿Habrá entendido que los 70 eran una década especial? ¿La supuesta era dorada del cine? ¿Supo que el filme de Pakula no era cualquier cinta? ¿Se daba cuenta de que muchas de esas películas eran los filmes que iban a quedar? ¿Y las suyas, harían historia? ¿Serían consideradas más que pop corn? ¿Bastaba arrasar la taquilla como un tsunami para ser parte de otro tipo de conversación? Este deseo de ser aceptado, de ser serio, ha hecho que haya dos Spielberg: el de los filmes comerciales que logran fascinar a las audiencias y el de las cintas serias que no cautivan tanto. Yo, la verdad, me quedo con sus cintas supuestamente no serias.
Hay grandes momentos periodísticos en The Post, pero nada funciona tan bien como la complicidad casi erótica entre la dueña y su editor, y la manera como, poco a poco, esta señora insegura se va empoderando.
The Post parece importante, pero no lo es tanto y por eso funciona. Así, cuarenta años después, Spielberg hace quizás su primera película setentera. Por fin. Ambientada en 1971, la cinta trata del momento en que The Washington Post dejó de ser un diario de provincia para transformarse en uno de alcance mundial. The Post es una suerte de remix, relectura y precuela de Todos los Hombres del Presidente. Y funciona. Logra lo que toda gran cinta de periodistas debe hacer: que la emoción esté ligada a aspiraciones cívicas, que las rodillas tiemblen un poco cuando las imprentas comienzan a funcionar. Acá no hay besos, romances ni niños, pero hay tinta. La trama es la lucha por defender la Primera Enmienda y publicar, contra la ira de Nixon, los llamados “papeles del Pentágono”. Spielberg canaliza a Pakula, pero también a Samuel Fuller y Billy Wilder y hace una cinta que, a veces, tiene un dejo a tabloide. Y eso le quita solemnidad. Quizás el apuro ayudó a la empresa: se filmó rápido porque al director le pareció urgente. Spielberg deseaba atacar a la administración Trump haciendo paralelos (la prensa es la enemiga del pueblo). La cinta huele a liberales en un cóctel y no se resiste a usar las propias grabaciones de Nixon puteando a la prensa, pero por suerte es mucho más que eso. Es la mejor cinta feminista del año. Tiene tensión y oficio y se sumerge en las glorias del reporteo. Acá es clave el editor hambriento Ben Bradlee, que el año 76 fue interpretado por el gran e irascible Jason Robards (y ganó un Oscar) y ahora por el sólido Tom Hanks (que no estuvo nominado a nada, inmerecidamente). Muchos creen que las cintas de periodistas son sobre reporteros, pero en las mejores el drama está en el editor. Es el que toma la decisión. Eso sucedió con Spotlight (ahí estaba Michael Keaton rumiando qué hacer) y ahora los que deben decidir son Hanks y Meryl Streep, como Kay Graham, una mujer de 65 años que nunca trabajó en su vida y que hereda el diario una vez que su marido se suicida. Streep se luce y goza como hace tiempo no lo hacía siendo Graham, una mujer que mueve mejor los hilos sociales que los del poder. O al menos eso cree.
En Todos los Hombres del Presidente, Kay Graham ni aparece. Ni siquiera tiene un cameo. Pero fue ella quien debió decidir, correr riesgos, alinear a sus amigos políticos y ser la única mujer en la sala. Es casi lo mejor de la cinta: el diario se está jugando para que no lo cierren, pero Graham está apostando por su dignidad, su futuro, por cambiar sin querer las cosas. Hay grandes momentos periodísticos en The Post, pero nada funciona tan bien como la complicidad casi erótica entre la dueña y su editor, y la manera como, poco a poco, esta señora insegura se va empoderando, sin miedo a usar un caftán setentero como vestido. Spielberg a veces se cita a sí mismo (el periódico tiembla a lo Jurassic Park cuando se imprime en la bodega) y no deja de hacer guiños a la cinta de Pakula, pero, como buen cinéfilo, a veces confunde realidad y películas, y The Post no es tanto acerca de Trump ni Nixon sino acerca del cine de los setenta. La cinta se devora con placer, tiene un tempo que ya no se usa, se embriaga en los viejos métodos de impresión y en las máquinas de escribir, y uno sale de la sala oliendo a tinta y pasado a papel.