“En una colonia pobre de las afueras de Atiquizaya, a principios de 2010, un muchacho de 27 años fuma su quinta piedra de crack (…). El muchacho inhala una bocanada grande. De repente, escucha el chirrido de la puerta al abrirse. Retiene el humo, escucha el clac de una pistola. El muchacho encaja cinco dedos en la .40 que tiene en un muslo y cinco dedos en la .0357 que tiene en el otro”.
El protagonista de esta escena que ocurre en El Salvador, se llama Miguel Ángel Tobar y en noviembre de 2014 fue masacrado por sicarios. Más conocido como el Niño de Hollywood, fue un asesino brutal de la famosa Mara Salvatrucha (MS-13) hasta que traicionó a los pandilleros para salvarse junto a su familia como testigo protegido de la policía. Fue en ese momento cuando el periodista y escritor Óscar Martínez (1983) lo contactó para entrevistarlo. A esa altura, ambos sabían que él tenía los días contados.
Martínez —reportero de El Faro.net (una suerte de Ciper de El Salvador)— le siguió la pista durante tres años y cocinó a fuego lento la historia que Miguel Ángel, sabía, nunca leería. Publicó algunos artículos sobre el personaje en El Faro, luego armó un perfil largo que apareció en Los malos (Ediciones UDP) y ahora, en agosto, con el título El Niño de Hollywood, la historia verá la luz por Penguin Random House en Centroamérica, México y Estados Unidos. La vida del pandillero permite entender la complejidad y la violencia despiadada del país más homicida del mundo. Ese donde vive Martínez y donde en 2017 murieron 103 personas por cada 100 mil habitantes.
—A las pandillas es necesario entenderlas para hacerlas desaparecer —advierte Martínez, quien vino a dar charlas a Santiago. Se acomoda los lentes en un hotel de Providencia. En un par de horas desmenuzará la violencia que ha visto padecer a los migrantes que para sobrevivir al horror cruzan rutas donde la diferencia entre policía y mafioso se diluyó. Y donde la corrupción puede venir de alcaldes, gobernadores, sicarios, coyotes, secretarios y presidentes que funcionan con la perfección de un reloj suizo.
—¿Cómo es conversar con alguien que sabes que van a asesinar?
—Yo no sé si soy tan buen ser humano, pero al menos intento ser buen periodista. Y en ese sentido, creo que lo único que una fuente de este ámbito demanda de ti es honestidad. Miguel Ángel quería saber por qué era importante para mí seguir su vida hasta que lo mataran. Y yo le contesté que su vida estaba acabada, pero no así su historia. “Es lo único que veo que se puede salvar de ti”, le dije a quien usó la mitad de su existencia en segar otras vidas.
—¿Qué es lo que te interesaba saber de un sicario?
—La historia de Miguel Ángel no es la de un sicario. Lo que me interesó del Niño de Hollywood es entender cómo la sociedad salvadoreña produjo a un hombre así: capaz de sobrevivir a tantas vicisitudes en este mundo y sufrir y matar sin que su lóbulo frontal colapse —dice sobre los más de 35 encuentros que tuvo con el pandillero mientras huía como un forajido, en casas de lodo o moteles de carretera.
Martínez dice que El Salvador está podrido por las pandillas y que la violencia está compuesta por muchos otros Miguel Ángel desparramados en la región más homicida del planeta Tierra. Denuncia a la vez que se las arregla para salir vivo: no sólo ha soportado palizas y ha tenido que usar escoltas tras sus reporteos, también ha recibido amenazas directas de Los Zetas en México y ha tenido que tomar dos veces un avión para salir de la zona de conflicto.
En su casa hay botones de pánico, alarmas, y armas. Y cada vez que una fuente accede a hablarle, procura hacer alianzas con organizaciones de derechos humanos para que le den protección. La mayoría no la acepta. Así que cada tanto suena su teléfono para advertirle que tal persona que registró su grabadora fue asesinada.
—Nunca nos han disparado a nosotros, dice como si darle un sorbo a la cerveza que bebe en Santiago lo calmara.
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Si Miguel Ángel entró a la Mara Salvatrucha a los 12 años, Martínez vio los primeros cadáveres de su vida a los seis. Hijo de una asistente social que sobrevivió a la guerra civil y lo llevaba a los campamentos de guerrilleros, fue en el de San José de Las Flores donde tomó conciencia de haber nacido en el horror. Allí vio cómo los helicópteros disparaban dejando una fila de cuerpos a su paso. A los pies de una iglesia, la gente lloraba intentando reconocer a sus seres queridos, mientras su madre lo buscaba desesperadamente a él pensando que también estaba muerto.
Martínez creció en el margen, como el 70% de la población salvadoreña, y así como el resto vive bajo la lupa de pandillas que se ramifican en el 90% de los 200 municipios de su país. Martínez dice que la tentación es grande. Que conociendo el contexto en que muchas de sus fuentes nacieron y crecieron, no habría sido descabellado que hubiese terminado siendo como ellos.
—¿Es difícil resistirse?
—Muy difícil. Las pandillas te toman en edades en las que nadie quiere ser el imbécil del grupo, en las que todos quieren popularidad y tener chicas. Te hacen poderoso, te dicen que la violencia es un valor, y eso significa que a los 13 años eres capaz de hacer bajar la cabeza a hombres que podrían ser tus abuelos, y entonces recibes felicitaciones de pandilleros con nombres misteriosos, que has oído y admirado toda la vida. Los adolescentes sienten que las pandillas le dan sentido a sus vidas. Toda la vida les han dicho que son una mierda, vagos, pobres, en cambio, dentro de ellas se sienten parte de algo fundamental. Es terrible. Creen que son parte de una guerra trascendental, cuando en realidad es una guerra contra jóvenes espejo, contra miembros de otras pandillas que son iguales ellos. La pandilla es, en esencia, la demostración de que el Estado les hace una oferta espantosa.
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Lo que lo mueve es la indignación. Eso lo ha llevado a exponer el pellejo cada vez que escribe sobre migrantes con los que ha huído en los techos de los trenes hasta 13 horas, en viajes donde quedarse dormido puede significar la muerte por asalto o porque una caída te puede costar la cabeza . Ese vértigo está en el ADN de la sociedad salvadoreña. Martínez dice que no conoce la calma. Y que la única forma de relajarse es practicar kickboxing. Así se desahoga.
—¿Te han dado ganas de matar a alguien?
—Muchas veces he sentido un nivel de ira que me sobrepasa. Alguna vez lo dije en broma: si yo dejara el periodismo quizás formaría un grupo de exterminio. Pero esa es la historia de mi país, siempre hemos tratado de resolver la violencia con violencia. Desde la guerra de 1980 que llevamos disparándonos.
“Lo que Trump ha hecho con los indocumentados no es nuevo. Las organizaciones de migrantes latinos en Estados Unidos llaman a Obama deportador en jefe, ya que fue incluso peor”.
—No debe ser fácil vivir en ese contexto.
—Alguien me amenazó una vez y lo arrastré por las vías del tren mientras hacía una cobertura. Estaba entrevistando a un inmigrante hondureño en un lugar que se llama Tierra Blanca, en Veracruz. Un tipo interrumpió la entrevista y dijo que yo era un coyote, y que no había pagado derecho de piso para pasar por Tierra Blanca. Quería dinero. Le dije que se fuera tres veces. Pero él insistió. Estaba harto de que me jodiera y reaccioné violentamente. Le dije: “Bueno, soy coyote y te voy a llevar a Estados Unidos”. Lo tiré al suelo y lo empecé a arrastrar por las vías del tren hasta que mi compañero me dijo “detente”. Hay una frase de Nietzsche que me gusta mucho: no poder mirar fijamente al abismo porque el abismo concluirá por mirar hacia ti.
—¿Ves alguna vía de escape?
—El periodismo, si bien no cambia las cosas al ritmo que uno quiere, al menos hace el efecto de la ola contra la roca. El Faro es el primer medio que ha logrado enjuiciar a dos grupos grandes de policías por masacres. Y el único que ha logrado incluir en el informe anual de violaciones a los DD.HH. de Estados Unidos una exigencia al gobierno salvadoreño para que resuelva un caso como San Blas. Somos el único grupo que tiene preso a un cartel, sólo queda un alcalde prófugo. Lo denunciamos en 2010 y lo hicieron seis años después, pero pasó.
—¿Sientes remordimiento cuando matan a tus fuentes?
—Me genera rabia principalmente. Soy un hombre que funciona mucho por odio. En ese sentido, cuando pasa algo así lo que hago es volver a investigar hasta las últimas consecuencias qué es lo que pasó con mi fuente. Pese a la protección que les dimos y a que nos encaramos con la policía para salvarlos, en diciembre pasado nos asesinaron a tres hermanos de 16, 18 y 21 años: a uno le despedazaron la cara a machetazos, a otro lo incineraron, y el tercero está tan deforme que no se puede distinguir la causa de muerte en la autopsia.
—¿Hace cuánto que sientes rabia?
—No sabría decirte hace cuánto que no la siento. La rabia ha sido un motor de funcionamiento. Algo orgánico. Es como que me preguntes por la primera vez que disfruté de una siesta. No lo sé, siempre. Mi carácter es muy explosivo desde pequeño.
—¿Cómo es un día cotidiano para un salvadoreño?
—En El Salvador vive gente como si fuese de South Beach, Miami. Hay una zona de bares donde puedes ir y tomar copas por 5 dólares. Pero esa no es la gran mayoría de los salvadoreños. La mayoría están cruzando las fronteras en una guerra diaria. Hablo de personas de la pandilla, de empleados de supermercados, de los de la ruta de autobuses, o de directores de escuelas públicas.
—Son vidas difíciles.
—Sí. El empleado del supermercado tiene que viajar en varios autobuses para no pisar el territorio contrario de la pandilla que lo gobierna. Y aunque no es pandillero y nunca lo fue, vive detrás de un gobierno que no puede pisar el terreno de otro gobierno. Por otro lado, muchísima gente usa un arma para defenderse. Cada vez nos cuidamos más y tratamos de ir a menos lugares, de hacer nuestras fiestas en casa. Moverse no es un riesgo, siempre y cuando sea en auto. No puedes caminar después de las siete de la tarde, y aunque gran parte de la población viaja en bus, siempre existe la posibilidad de que te asalten o que haya una balacera. La gente vive bajo candados. Encerrados en sus casas desde que llegan del trabajo. Claro que hay niños que van al colegio, pero muchas madres los acompañan, aunque tengan 15 o 16 años. Van y los recogen, porque saben que hay acoso de las pandillas en las escuelas.
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“Trump está fortaleciendo a la Mara Salvatrucha”. Así se titula la columna que escribió Martínez en el Sunday Reviews del New York Times en febrero pasado, a propósito de que el presidente de los Estados Unidos canceló un acuerdo migratorio propuesto por un grupo bipartidista de senadores. Y que la deportación asoma nuevamente como la “gran solución” al conflicto de las pandillas.
Para Martínez estas propuestas son las que provocaron hace décadas que el archienemigo de Trump, la MS-13, pasara de ser un grupo de unos cientos de salvadoreños a una organización trasnacional que ahora cuenta con más de cien mil miembros en toda Centroamérica y Estados Unidos.
Las cifras hablan solas y las expone cada vez que va a dar charlas allá: ahora viene llegando de Vermont. Tanto La Bestia como Una historia de violencia —sus libros anteriores— fueron traducidos al inglés.
—A fines de los 80, Estados Unidos deportó a unos cuatro mil miembros de diferentes pandillas del sur de California y los envió a El Salvador, pensando que así terminaría con ellas. Pero esos pocos deportados fueron enviados a un país empobrecido por la guerra, donde en tres décadas se convirtieron en 60.000.
—¿Cómo te reciben allá?
—Muy bien. Salvo en la feria de Tucson, Arizona, donde alguna gente muy iracunda se levantó de mis charlas, republicanos recalcitrantes, que querrían ver colgados de una viga a los migrantes indocumentados, en casi todos los lugares en Estados Unidos me tratan muy bien. Intento cuidarme de todos modos de la burbuja que es estar ahí. Contacto a la comunidad indocumentada de los lugares que voy sólo por escuchar qué más está pasando. Ahora, yo sí creo que este tema de Trump fue exclusivamente una decisión de un presidente que a veces tiene destellos de astucia, y que sabía, como lo han sabido muchos políticos a lo largo de décadas desde que existe la MS-13, que es un enemigo al que engordar. Que es un buen enemigo con el que subirse a la palestra.
—¿Por qué?
—Por dos razones. La primera es que no son la agrupación trasnacional completamente coordinada como la suelen presentar; y en segundo lugar, sus miembros incluso plásticamente deciden cómo se ven, son malos perfectos o lo parecen: tienen la cara tatuada, han cometido terribles homicidios, parece que son parte de una fiesta de la sangre sin razón. Entonces Trump ha hecho algo que ya muchos otros presidentes hicieron en Centroamérica, incluso en México o Estados Unidos en los 80 o 90. Sólo que Trump lo ha hecho desde un megáfono más poderoso.
—Tú hablas de Obama en la columna.
—Claro. Las organizaciones migrantes de indocumentados latinos en Estados Unidos lo apodaron “el deportador en jefe”. Obama es un presidente que tuvo esa faceta que trascendió poco. Fue un presidente que apostó a la deportación masiva, y que expulsó muchísimos más migrantes indocumentados que su antecesor, George W. Bush. Es decir, Obama, en términos de políticas públicas no se distinguió en nada de lo que los anteriores presidentes venían haciendo. En ese sentido, fue un presidente bastante igual que los demás.
—¿Qué pasa con la gente que no se ha corrompido en El Salvador?
—Dentro de la porquería es donde se encuentran las perlas más brillantes. Es decir, que sí, que hay pepitas de oro. Y es posible encontrar gente que ante la adversidad mantiene constantemente sus valores éticos y morales. Todas las historias violentas están construidas también con personajes de ese tipo. En El Salvador, están monseñor Romero, los jesuitas durante la guerra, decenas de hombres y mujeres que hacen un trabajo anónimo y discreto y que siguen todos los días ahí, intentando atender comunidades marginales a las que el Estado sólo llega de forma impulsiva. Pero son destellos. Y para que esos destellos brillen necesitas una noche muy oscura. Y eso es Centroamérica.
—Tienes una hija pequeña. ¿No te dan ganas de agarrarla e irte a otro lado?
—María me suaviza y me llena de temores. Claro que me da miedo que crezca en un país como El Salvador, donde cualquier cosa puede pasar. Y es difícil cuidarla sin convertirla en una burbujita. Pero no, no podría irme.
—¿Adicción a la adrenalina?
—Más bien nos hemos entrenado con el paso de los años para esa situación. Y no puedes de repente llevarte un martillo a una fábrica de algodones, porque no va a hallar función. Ya viví en Barcelona y me aburrí. Sólo sé vivir en un lugar así.