—Imagínate que ese jardín termina en el mar —dice Juan Grimm mientras señala con su índice una foto de su casa en la playa, en Los Vilos—: Ese jardín es infinito.
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Se dedica a crear paisajes que no existen. Eso hace Juan Grimm (65): crear lugares, espacios, con elementos naturales, con esos materiales que lo han obsesionado desde que era un niño: plantas, árboles, flores. Y su deber —su trabajo— es imaginar eso que no está: convertir un sitio eriazo en un jardín deslumbrante, en un bosque, en un lugar asombroso.
Juan Grimm lleva ya más de treinta años en eso: es arquitecto de profesión, pero su trabajo y su obra los ha hecho como paisajista. Es, para los entendidos, el paisajista más importante de Chile. Un hombre que ha hecho más de 600 jardines a lo largo de su carrera —tanto en Chile como en Sudamérica—, y que en abril lanzará el libro Juan Grimm, un monográfico editado por Puro Chile (realizado en conjunto con LarrainVial y acogido a la Ley de Donaciones Culturales con el patrocinio de la Corporación Patrimonio Cultural de Chile) en el que los lectores podrán revisar una parte importante de su carrera: textos sobre su biografía, de su obra, cuadernos de viaje y más de 250 imágenes en las que podrán observarse algunos de sus proyectos fundamentales: Jardines en Chiloé; parques en el sur; jardines privados, alucinantes; un jardín en el Cuzco; su casa en Los Vilos —un espacio que no tiene límites: sólo el mar allá lejos, el horizonte—; un parque en Montevideo; otro en Quillota; un jardín en el sur de Argentina.
—El paisajismo no es decorar, no es coleccionar plantas bonitas: es crear espacios afuera, es crear un mundo ahí donde sólo hay naturaleza.
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Juan Grimm está sentado en su oficina, un primer piso de un edificio que él construyó hace años, a pasos de El Bosque Norte. Frente a él, una mesa larga, algunos planos, su iMac; atrás, una estantería llena de libros y allá afuera, tras el ventanal de ese primer piso, un jardín que también creó él y que pareciera una extensión natural de su oficina, de su lugar de trabajo: el pasto, unos árboles, el lugar donde a veces pasea mientras se fuma un cigarro.
Juan Grimm nunca estudió paisajismo. No. Entró a estudiar Arquitectura —primero en Valparaíso y luego en Santiago— y un día, por error, tomó una clase que le cambiaría la vida.
—Se llamaba Ecología y Arquitectura —recuerda sonriendo—. Estaba en segundo o tercer año, en la Universidad Católica. Eran los 70. Y tomé ese curso porque yo creía que ecología venía de eco, entonces no sé por qué me imaginé una cosa que tenía que ver con la acústica —dice y se ríe—. Entonces tomé esta cuestión y descubrí que era otra cosa, obvio, y me encontré con Esmée Cromie, que sería de alguna manera mi maestra.
“El paisajismo no es decorar, no es coleccionar plantas bonitas: es crear espacios afuera, es crear un mundo nuevo donde sólo hay naturaleza”.
Esmée Cromie era una paisajista inglesa que impartía clases en la Católica sobre Ecología y Medioambiente en un tiempo en que estas materias eran una rareza. Pero Juan se entusiasmó, porque ese mundo lo conectó, inevitablemente, con su infancia, con esos años en que en vez de jugar a la pelota con los demás niños, se quedaba mirando los árboles o viendo los jardines de los vecinos. Recuerda, sobre todo, los veranos en Maitencillo, recorriendo la playa y mirando el paisaje, las conchitas, los bosques. Recorría los lugares, tocaba los árboles, las hojas, los troncos: los olía, los palpaba, encontraba en ellos un mundo infinito, y así fue conociendo sus nombres, sus características, y cuando no los sabía, no tenía problema en entrar a una casa y preguntar cómo se llamaba ese árbol o esa flor.
Por eso alucinó con el curso de Esmée Cromie y, entonces, no sólo fue su ayudante, sino que al poco tiempo comenzó a trabajar con ella en su estudio.
—Ella encontró que yo tenía un talento especial para esta cosa y me llevó a hacer clases de Composición a la Universidad de Chile, a la Escuela de Paisajismo que quedaba en Cerrillos en esa época. Yo no había hecho ningún jardín, obviamente, yo estaba estudiando Arquitectura, pero me gustaba esto. E impartí ese curso y tuvo tanto éxito que el director de la carrera lo invitó a dar un taller, o sea, a enseñar paisajismo.
—Pero no habías hecho ningún jardín.
—No, pero ya sabía cómo se hacía la cuestión. Pero al poco tiempo después hice mi primer jardín.
Ese primer jardín se lo hizo a Domingo Castaño, el de las panaderías, pues su hermana fue alumna de Juan, entonces ella los puso en contacto.
—Es un jardín que está en La Dehesa, tengo fotos. A veces ella me manda imágenes.
Eso sería a mediados de los 90. Y fue por esa época, también, cuando se compró junto a un amigo un terreno en Los Vilos, donde se construiría una casa que luego, con los años, se transformaría en una de sus obras más importantes: un jardín en el que experimentaría a lo largo de todos estos años, haciendo y deshaciendo, construyendo ese mundo que no tiene fin, ese jardín que termina en el mar.
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En 1999 le propusieron hacer un primer libro sobre su trabajo. Pero ya desde ese entonces pensaba en este nuevo proyecto, en este nuevo libro, donde podría recopilar algunos de sus jardines más importantes. Pensaba en esto porque el tiempo es un elemento protagónico en su trabajo. Sus obras sólo están completas, realmente, después de muchos años de que las ejecuta.
—Recuerdo que una vez, cuando era joven, llegué a un vivero donde había un señor mayor que manejaba ese lugar, que era increíble. Y me presentaron ante él como un paisajista. Entonces, el tipo me queda mirando y me dice: “¿Tú eres un paisajista? Tú vas a ser un paisajista cuando veas crecer un alcornoque” —cuenta Juan que le dijo el hombre y luego abre el libro, y se detiene en una imagen de uno de sus jardines, un parque que está en Quillota, en un árbol grande y frondoso, imponente—. Y aquí está ese alcornoque, grande. Fue el primer alcornoque que yo planté, y hoy este alcornoque tiene casi 30 años.
Un 90% de los trabajos que realiza Juan Grimm son proyectos privados. Sin embargo, hoy trabaja en un parque para Nacimiento —en la Región del Biobío— y en otro parque para la comuna de Lo Barnechea, en el Cerro del Medio. Uno de sus trabajos que se puede ver, por ejemplo, es el jardín del Templo Bahá’í, en Peñalolén, que diseñó en 2016, entre otros jardines y parques dispersos por la ciudad de Santiago, sobre todo en el sector oriente.
“Me parece importante poblar sobre todo los sitios eriazos que hay. Cuando los veo, pienso: qué ganas de convertir todo eso en bosques para que esta ciudad compense la necesidad de áreas verdes”.
—Santiago es una ciudad muy segregadora. ¿Cómo se ve eso desde su trabajo como paisajista? Porque hay partes donde por falta de dinero no se pueden hacer intervenciones ni parques ni jardines.
—Me parece importante poblar sobre todo esos sitios eriazos que hay, que son muchos. Cuando veo eso lo único que pienso es: qué ganas de convertir todo eso en bosques, porque sería una manera de que esta ciudad compense la necesidad de áreas verdes. Cuando me preguntan cómo deberían ser los jardines de Santiago, pienso: un bosque cada uno. No la ligustrina recortada o lo típico que hacen: embaldosan el patio. Y cuando tienen patio, mientras más pasto y menos plantas tienen, creen que se ve más grande. Pero eso es mentira. No es así. Mientras más bosque, más grande se ve porque no tiene límites. Plantar árboles nativos. Eso hay que hacer. Imagínate. Si cada casa de esas tuviera un árbol, sería un bosque. Y eso sería ya un concepto que va más allá del jardín.
—¿Qué lugares de Santiago le gustan, en ese sentido?
—El cerro Santa Lucía, amo el cerro Santa Lucía. Tú me preguntarás por qué no el San Cristóbal, ya que en una ciudad tener un cerro en la mitad es una rareza, son pocas las que lo tienen, pero el Santa Lucía tiene una cosa como de escala, de una plaza pública increíble, y con esa topografía. Es una joya metida en el centro de Santiago.
—¿Cree que se le podría sacar más provecho?
—Sí, odio el ascensor que tiene, porque lo lindo es poder caminarlo, y a medida que vas subiendo, te vas metiendo en una cosa natural y te despegas de la ciudad, y ahí miras todo desde arriba. Creo que es un lugar muy atractivo.
—¿Y el Parque Forestal?
—Me encanta, pero sufro cada vez que lo veo, porque está espantoso, se está muriendo. Mira, yo desde chico paseaba por ahí y estaban los plátanos orientales, que eran una catedral, se unían arriba y era hermoso, tengo ese recuerdo, era un panorama cuando iba a la Estación Mapocho. Pero después lo remodelaron, le pusieron pasto debajo de los árboles, con florcitas, y todo eso arruinó los árboles, porque les hicieron aparecer hongos y ahora son unos palos que se están muriendo.
—Hay mucha gente que está en contra de los plátanos orientales. ¿Qué piensa usted de eso?
—Los amo por sobre todas las cosas —dice y sonríe—. O sea, encuentro que ese árbol es el que salva: porque crece rápido, muy rápido, es enorme, no le afectan las pestes, puede sufrir falta de agua, etc. Si el único problema es que durante 15 días produce alergia, ¡pero hay miles de plantas que producen alergias durante todo el año! Hay una demonización de ese árbol, pero es Dios…
En 2016, Grimm diseñó el jardín del Templo Bahá’í. Arriba, el boceto que hizo en uno de sus cuadernos.
Jardín Amadori, ubicado en Santiago.
Imagen del jardín de su casa en Los Vilos. Un lugar en el que lleva experimentando desde hace más de 20 años.