Dicen que si tu padre es muy famoso, lo mejor que puedes hacer es dedicarte a otra cosa que al negocio familiar y no reclamar. Esto, al parecer, es más fácil tuitearlo que asumirlo. En estos días en que el nepotismo se volvió una práctica complicada, es bueno recordar que ser hijo (o hermano o yerna) de... no siempre es un trauma y a veces hasta sirve de trampolín. Diana Bolocco la supo hacer. A George W. Bush claramente le sirvió seguir los ejemplos de su padre, tal como sucedió acá más cerca con Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Lo que sí, al parecer, es fatal es si tienes ganas de ser artista y tu padre ya lo fue.
Eso es complicado.
Eso es algo que es mejor anular de tus sueños antes de que despiertes. Un amigo algo cínico comentó una vez en una cena: si tu padre es talentoso y, además, famoso, mejor que corras en la dirección contraria. Pero quizás los genes tiran. Todo esto lo pensé viendo uno de esos estupendos documentales que HBO produce, compra y exhibe. En este caso, Arthur Miller: Writer. Qué vida, qué producción, qué talento, qué contradicciones las de este Miller. No sólo fue un dramaturgo colosal que hizo al menos una obra cumbre que les explicó el mundo y quizás el futuro a aquellos que vieron La muerte de un vendedor en los años 40 posguerra, sino que se relacionó con los mejores talentos norteamericanos y fue no sólo testigo sino partícipe. Fue aliado de Elia Kazan hasta que éste testificó para la comisión anticomunista del senador McCarthy y de esa ruptura salió El crucifijo acerca de otro tipo de caza de brujas. Miller se transformó en la conciencia progre, un artista comprometido, liberal, un intelectual que no sólo escribía sino opinaba. Y luego se casó con la mujer más deseada del planeta: Marilyn Monroe. La símbolo sexual de Hollywood era una chica insegura y deseosa de aprender y ser tomada en serio, y arruinó su carrera y su vida al intentar transformarse en una intelectual: bajo la guía del profesor de actuación Lee Strasberg, que la hizo dudar de sus innumerables dones, y luego casándose con Miller, que quiso que fuera una gran actriz y una mujer más deseada por su cerebro que por su cuerpo. Esto fue una debacle. Miller escribió un guion para ella, pero lo cierto es que The Misfits, un wéstern existencial y crespuscular, no era el tipo de rol para ella. Miller la traumó y la hizo huir, para morir al poco tiempo de una sobredosis. El dramaturgo usó ese material para escribir una de sus peores obras: Después de la caída, un texto acerca de cómo una mujer carnal destroza a un hombre lleno de principios. Esto no fue bien recibido, y la Monroe no se mereció ese trato. Miller, de alguna manera, nunca se recuperó y nunca tuvo un éxito crítico ni comercial, y dejó de ser parte de la conversación. Por esa época, además, se casó con una fotógrafa sueca y tuvo a Rebecca y luego a un hijo con síndrome de Down al que decidió internar de inmediato en un sanatorio (evento que el documental consigna, pero no juzga ni indaga).
Rebecca Miller nació como la “hija de...”. Y se dedicó a las artes. Primero como actriz, sin mayor eco, y luego directora de cine de filmes indies, algunos más logrados que otros. Pero nunca tuvo un nombre. Y cuando pudo quizás acceder a uno, su marido, un actor inglés, se volvió un ícono: Daniel Day-Lewis. Para enredar las cosas, Day-Lewis quiso protagonizar El crucifijo, que volvió a darle relevancia a Miller, justo cuando Dustin Hoffman protagonizó el remontaje de su obra más célebre.
Arthur Miller fue un dramaturgo colosal. Su hija Rebecca filma este documental sobre su vida, sin indagar en sus rincones más oscuros.
En esta era del #MeToo, este documental, que no intenta destrozar o matar al padre sino recordarlo con cariño, funciona sólo a medias. A veces da la impresión de que la hija no es capaz de expresar todo lo que siente acerca de su padre. Lo cuida. Lo que es algo clave a nivel familiar, pero no necesariamente lo adecuado para un documental. La vida de Arthur Miller es conocida y aquí lo que aporta su hija son videos caseros y un dramaturgo más interesado en la carpintería que en las tablas. Al lado de él, ella se ve disminuida. Queda como una actriz que no lo logró y una cineasta que coquetea con el documental porque sabe que su padre vale o, al menos, valió oro. Hay algo de aprovechamiento. El viejo Miller acepta ser filmado tal como algunos veteranos aceptan pasar un fin de semana largo cuidando a los nietos. Uno podría decir: es un documental valiente, pero la propia hija no se expone y tampoco expone a su padre. Lo mira pero no lo observa y ella intenta no opacarlo y, al tomar esa decisión, se opaca ella. El documental es una obra entre desesperada y a la deriva y, por sobre todo, plana. Lo mejor es todo aquello que no filmó Rebecca: las imágenes de archivo con un Miller arrogante, guapo, alto, pagado de sí mismo y convencido de que era un genio. Rebecca Miller no es Pilar Donoso enfrentando a su padre en Correr el tupido velo. Esto no es un acto de venganza ni un ajuste de cuentas. Es un recuerdo familiar que se siente ajeno a aquellos que no somos parte de la familia.