Cruzamos el control y nos adentramos en el mítico Fridericianum y, una vez dentro, comenzamos a recorrer salas enormes de la planta baja del gran museo, salas que habían quedado vacías y parecían proponer, dijo María Boston, una reflexión sobre saturación y vaciamiento, sólo que, al ser tradicionalmente el principal espacio de exposiciones de la gran muestra internacional, el vacío se notaba mucho más que en cualquier otro lugar.
Ante semejante vaciamiento no podía dejar de acordarme del domingo por la mañana en que, hacía ya unos buenos años, abrieron al público con evidente precipitación el entonces recién construido Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, el Macba; lo abrieron a la ciudadanía, pero sin cuadros, sin pinturas ni escultura alguna, sin nada dentro. Los barceloneses se paseaban por el museo admirando las blancas paredes y la solidez de la construcción y otros detalles arquitectónicos, orgullosos de haber pagado aquello con sus impuestos y diciéndose que las obras de arte podían esperar.
Iba pensando en todo esto en el Fridericianum, iba pensando en aquella época feliz de Barcelona cuando Boston, viendo que andaba desconcertado con la corriente de aire que circulaba por aquellas estancias vacantes y que me había obligado a subirme el cuello de la chaqueta, me condujo hacia una discreta y pequeña placa que había en un ángulo entre dos blancas y desoladas paredes.
Pude ver allí en aquella placa, pude ver con asombro, que la corriente de aire era artificial y la firmaba Ryan Gander. Genial, pensé enseguida. ¡Alguien firmaba una corriente de aire! Maravilloso. Aunque, eso sí, no pude evitar tener un pensamiento para los detractores del arte contemporáneo: seguro que encontrarían en aquella placa inspiración para burlarse bien a fondo.
Boston me corroboró que Gander había titulado The Invisible Pull (El impulso invisible) aquella brisa etérea que parecía empujar levemente a los visitantes y darles una suave fuerza inesperada, un ímpetu suplementario.
Aquella corriente de aire me pareció muy interesante, y la relacioné en un primer momento con Duchamp, con su perfume Aire de París, y también con aquel compendio de geometría que regaló a su hermana cuando ella se casó y que había que colocar a la intemperie junto a la ventana de la cocina y dejar que el viento lo hojeara y eligiera los problemas geométricos a resolver: aquel compendio que Duchamp tituló Ready-made desgraciado, intuyendo su destino, ya que al final el viento no dejó ni rastro del regalo.
Pero por duchampiano que fuera El impulso invisible, eso no impedía que la idea de colocar aquella brisa en el corazón de la Documenta 13, de colocarla en el centro espiritual de la misma, era por sí sola una idea genial y producía hasta una cierta alegría. De hecho, me permitió experimentar por momentos un atisbo de “instante estético”, algo que recordé que era una de las cosas que había ido a buscar a Kassel: una especie de instante de armonía que no sabía muy bien en qué consistía, pero que me interesaba catar. Y, por otra parte, además, qué diablos: aquella brisa invisible me llenaba de un raro pero en cualquier caso interesante bienestar y me parecía que eso ya justificaba por sí solo todo mi viaje a Kassel. Me fascinaba y no me importaba saber por qué ejercía sobre mí aquella atracción. Me parecía suficiente con saber que me producía inmediato buen humor, que era lo mismo que me ocurría con el placer intrínseco de las mañanas -que yo comparaba con el arte del olvido, ese arte de la desmemoria tan ligero como el primer aire matinal y siempre liberador- mientras que las tardes y sobre todo las noches, en cambio, sólo me conducían al malestar en cuanto que me resultaban graves y amargas como el propio arte de la memoria, ese arte que sólo traía el recuerdo tenaz del pasado y que era terrible aliado del rencor y de la melancolía.
Lo malo de esa división entre mañanas y tardes, entre estados de ánimo que distinguían entre si estábamos en tiempo matinal o nocturno, era su carácter tan sistemático, pues desde hacía más de cinco años no había un solo día en el que lograra escapar de esta monótona ley: bienestar por las mañanas, y angustia al atardecer.
Di media vuelta y volví al lugar donde estaba la placa, la volví a leer y sonreí feliz y regresé a la posición anterior, junto a Boston, y me quedé mirando sus sandalias doradas, las mismas que en Barcelona tanto me habían encantado. Ahora me seducían quizás menos, también su voz había perdido un poco la demoledora fuerza del efecto inicial de aquel día de nuestro primer encuentro, pero todo esto era normal y, además, ella seguía pareciéndome una agradabilísima presencia, aunque no perdía yo nunca de vista la diferencia de edad y sobre todo la “mirada tierna al anciano” que, como si se tratara de un tiro al blanco, parecía su juego favorito.
Por éste y por otros motivos, decidí centrarme en la brisa invisible. Y entonces, consciente de lo que significaba tomar ese camino, me pregunté por el autor de esa frase que decía que el hueco que la obra genial deja cuando quema lo que nos rodea será siempre un buen lugar para encender la pequeña luz propia. Ni recordé entonces al autor ni lo recuerdo ahora, pero el caso es que hubo un antes y un después de aquella corriente de aire que me pareció, ante todo y sobre todo, creadora de luz propia.
Quizás no fuera la mejor obra de arte de aquella Documenta -¿cómo iba a saberlo, por otra parte, si sólo había visto hasta entonces dos únicamente y una de ellas era un cuarto oscuro?-, pero una luz surgió de allí, se instaló en mí con fuerza y ya no me abandonó a lo largo de mi estancia en Kassel.
De lo genial, pensé, siempre surge algo que nos incita, que nos empuja hacia adelante, que nos lleva no sólo a imitar parte de lo que nos ha deslumbrado, sino a ir mucho más lejos, a descubrir nuestro propio mundo… No había ya nada qué hacer para cambiar mi opinión respecto a la genialidad de aquella brisa. Boston, por su parte, en momento alguno intentó que modificara un entusiasmo, que quizás en secreto compartía conmigo. Aunque, eso sí, tuvo a bien advertirme que genial era un adjetivo demasiado elástico, pues en castellano había terminado por significar demasiadas cosas. En todo caso, dijo, la palabra genial nos servía para entendernos.
Aún teniendo a Boston de mi lado, también calibré la posibilidad de que me hubiera equivocado, precipitado, tal vez hubiera errado al exagerar de aquel modo con mi entusiasmo por la brisa, pero ya todo esto daba igual. Si mi atracción por el empuje invisible era algo infundada, tan sólo me estaría ocurriendo lo que nos ocurría tantas veces en el amor, gran reino en muchas ocasiones de lo infundado y de lo gratuito. ¿O ya no me acordaba, por ejemplo, del enamoramiento de Stendhal, que viajó por Italia y se enamoró de ese país con tal fuerza y gratuidad que su coup de foudre adoptó el rostro de una actriz que cantaba en Ivrea El Matrimonio secreto de Cimarosa? Aquella actriz tenía un diente delantero roto, pero la verdad era que eso poco podía importarle al empuje invisible que hay en todo amour fou. ¿O ya no me acordaba de que Werther se enamoró de Carlota, entrevista tan sólo por una puerta mientras cortaba rodajas de pan para sus hermanitos, y esa primera visión, aunque trivial y profundamente gratuita, le condujo muy lejos, le llevó hasta la más grande de las pasiones y al suicidio?
Aquel ímpetu suplementario, aquel ímpetu invisible ya podía ser objeto de burla por parte de miles de idiotas de todo el mundo, pero ya esto no importaba en absoluto, qué más daba, me había enamorado de aquella brisa y de aquel impulso y, además, sospechaba que en su empuje, en su fuerza, se ocultaba algo que se me escapaba, quizás un mensaje cifrado.
-¿Dónde compraste estas sandalias? -pregunté a Boston.
-¿Por qué? ¿Te gustan?
-Van bien con la brisa. Me gustan, sí. Pero -engolé la voz y simulé que bromeaba- hay momentos en que creo que podrían llevarme a la más grande de las pasiones.
-¿Al amor? -preguntó con impresionante precaución.
-O al suicidio. ¿Te imaginas? Matarse por unas sandalias doradas.
El impulso invisible
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