Por Nona Fernández* Junio 18, 2014

© Paloma Valdivia

                                                                 Para Dante y Api

Todos los años era lo mismo. El niño tomaba una hoja en blanco, la encabezaba con un dibujo y un saludo cordial, y luego escribía un listado con tres opciones de regalos. El orden de las opciones era largamente meditado durante el año y se organizaba en la lista de manera directamente proporcional a su entusiasmo y su deseo. Cuando el niño terminaba de escribir, firmaba la carta con su nombre y la doblaba cuidadosamente para introducirla en un sobre aéreo cuyo destino era el Polo Norte. Todos los años era lo mismo. La abuela tomaba el sobre, lo metía en su cartera, y se despedía para ir a dejarlo a la oficina del correo, que no era más que una caja de zapatos verde escondida en un clóset donde estaba el sobre del año anterior, y del anterior, y del anterior. El día veinticinco de diciembre amanecían tres paquetes en la cama del niño, y entonces él se despertaba y los abría, y casi por arte de magia rompía los papeles de colores en el mismo orden en el que había organizado sus regalos en la lista, directamente proporcional a su entusiasmo y su deseo.

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Y así un año. Y así otro año. Y así otro año más.

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Todos los años era lo mismo. Pero cuando el niño cumplió diez y su letra se volvió clara, precisa, y muy bien dispuesta entre los márgenes de la hoja en blanco, el padre se acercó a preguntarle durante cuánto tiempo más escribiría esas cartas con destino al Polo Norte. El niño lo meditó largamente. Luego, sin dar ninguna respuesta, tomó la hoja, la encabezó con un dibujo y un saludo cordial, y escribió un listado con tres opciones de regalos organizadas, como siempre, de manera directamente proporcional a su entusiasmo y su deseo. Cuando terminó de escribir, firmó la carta con su nombre y agregó una nota final que nunca antes había escrito. Después de eso dobló la carta con cuidado y la introdujo en un sobre aéreo que tenía por destino el Polo Norte. La abuela tomó el sobre, lo metió en su cartera, y lo fue a dejar a la oficina del correo, que no era más que aquella caja de zapatos verde escondida en el clóset.

     
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Como todos los años había sido lo mismo, cuando el niño tuvo once y llegó el mes de diciembre, la abuela le llevó una hoja en blanco para que anotara su lista de regalos. El niño la miró un momento, y luego le dijo que en la carta del año anterior había escrito una nota dando su palabra de que no habría más peticiones. Como todos los años había sido lo mismo, el padre se acercó al niño y le preguntó si estaba seguro de su decisión. El niño lo meditó un poco y le respondió que no, pero que ya había dado su palabra. Como todos los años había sido lo mismo, la madre también se acercó y le dijo que ninguna decisión era irrevocable, que siempre podría haber más listas y más deseos y más regalos, pero el niño decidió que una vez dada su palabra, no escribiría nunca más cartas con destino al Polo Norte. Esa mañana del veinticinco de diciembre no hubo paquetes en la cama del niño. Tampoco en la cama de la abuela. Tampoco en la cama de los padres.

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Todos los años era lo mismo. La abuela y los padres recordaban aquellas cartas y esas mañanas encendidas de regalos y papeles rotos.

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Cuando el niño cumplió quince años, la abuela ya no estuvo. Ese veinticinco de diciembre, como hace mucho tiempo no pasaba, amaneció un paquete de regalo en su cama. Cuando el niño lo abrió descubrió una vieja caja de zapatos color verde llena de sobres aéreos con destino al Polo Norte. Casi por arte de magia, el niño fue abriendo aquellos sobres de manera directamente proporcional a la fecha de envío de cada uno. Vio sus dibujos encabezando las cartas e intentó descifrar con ojo de arqueólogo aquella caligrafía desbordada y extraña de un tiempo demasiado lejano. Leyó con cuidado lo que logró entender. Y lo que no entendió creyó adivinarlo. Del uno al tres se organizaban las listas que iban diseñando una pequeña cartografía de deseos y entusiasmos. Un oso de peluche, un libro de dinosaurios y un juego de magia que tenga una varita de mago. Una pista de autos, una miniatura del Hombre Araña y un atril para pintar como pintor de verdad. Y así los deseos concedidos seguían en las cartas. Por más que el niño intentó recordar cada uno de ellos, no lo logró. Sólo los más recientes aparecían en su memoria, pero la mayoría ya no existía, o simplemente habían ido a parar al cajón donde van a dar para siempre los juguetes olvidados.

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Ese veinticinco de diciembre, después de mucho tiempo, el niño tomó otra vez una página en blanco. La encabezó con un dibujo y un saludo cordial, y luego escribió un listado impreciso, que no meditó mucho, pero que inauguraba nuevos deseos y mejores entusiasmos. El niño acompañó su listado con una breve nota en la que señalaba, entre otras cosas, su agradecimiento por los viajes a la oficina del correo. Cuando la carta estuvo lista, el niño la dobló con cuidado y la introdujo en un sobre aéreo con destino al Polo Norte. Luego la guardó en la vieja caja de zapatos verde que hacía las veces de correo. Y, para terminar, abrió su propio clóset y todo junto quedó escondido ahí, hasta nuevo aviso.

Polo Norte

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