Una noche me enamoré de una chica a la que le faltaba el brazo izquierdo. Yo tenía doce años. Ella quizás compartía mi edad, pero viéndola fumar, con una camiseta negra sin mangas y los jeans rotos como si un perro salvaje la hubiera violado a mordiscos, rodeada de una pandilla de huevones con el pelo largo y las miradas achinadas entre el humo de sus cigarros, parecía de catorce. Y catorce años, para mí, eran una vida tan larga como la carretera que llevaba a la playa desde mi casa.
La vi sentada en una de las gradas más altas del coliseo de mi colegio, donde se celebraba una fiesta profondos para el viaje a Santiago de Chile de mi equipo de fútbol. Yo estudiaba en un colegio de curas sólo para varones. Y en mi barrio las chicas no eran como Lori Singer, la actriz de Footloose. Estaba loco por Lori Singer desde que había visto aquella película. Sus botas de vaquero, la camisa a cuadros, esa melena castaña que le caía sobre los hombros como una ola, su rostro infantil pero desafiante, con esos labios carnosos que deseaba encontrar cada noche al dormirme, todo en ella me sumía en un delirio que me impedía estudiar, concentrarme en un partido o hacer cualquier cosa apenas la recordaba.
Había grupos desperdigados por las gradas del coliseo como tribus enemigas. Si un huevón miraba a una chica de otra tribu, empezaban los insultos y los padres de familia que habían ido para vigilar los excesos, se acercaban y calmaban los ánimos. Yo paseaba solo, buscando el mejor ángulo para admirar a La Chica sin el Brazo Izquierdo, lejos de mis compañeros del equipo de fútbol, obsesionados con robar cervezas. El rock retumbaba en mi cabeza. Las canciones de AC/DC producían descargas de electricidad en mis pies, pero nadie bailaba sobre el dibujo del Águila de Hipona que decoraba la pista del coliseo. En aquella época, la moda la imponían las camisetas con estampados surfers, las casacas de jean, las zapatillas de basquetbolista. Y yo iba a la moda esa noche de sábado.
Dos jugadores de mi equipo pasaron corriendo por mi costado, y uno me pegó en la nuca. Me llevaba mal con esos huevones, daban pena en el campo, sobre todo los titulares, sus viejos eran muy amigos del entrenador. Mascullaba mi odio mientras me sobaba la nuca, cuando vi al Loquito acercarse a la tribu de La Chica sin el Brazo Izquierdo. El Loquito era uno de los pocos jugadores que merecían mi respeto, no se rendía aunque estuviéramos perdiendo por goleada y si lo pateaban respondía con otra patada. Habló con los melenudos de sus amigos un rato. Y de pronto abandonaron todos juntos el coliseo, dejando solas a sus chicas. Corrí a darles alcance.
El Loquito estaba escondido junto a una mancha de treinta huevones en una zanja que había al pie del cerco de ladrillo que rodeaba el colegio. Discutían sobre cómo escapar del colegio. Pensé que querían hacerlo para chupar afuera y me sumé a la excursión. Tenía que hablar con el Loquito. Escalamos el cerco haciendo patita de gallo unos a otros. Uno de los melenudos contó a los presentes. Treinta y cinco. Luego explicó el plan: compraríamos unas chatas de ron, y cuando no quedara nada atacaríamos a los cabros que se prostituían en la esquina de la Javier Prado con la Vía Expresa. Un puente de unos cien metros nos separaba de nuestro objetivo. Yo les había tirado piedras a los cabros a la salida del colegio alguna vez, era divertido verlos correr como jirafas, y admiraba que nunca se cayeran con esos tacones que parecían escaleras, pero nunca había participado en una masacre, porque eso era lo que iba a suceder.
Mientras nuestros corazones se aceleraban con cada sorbo de ron, aproveché para preguntarle al Loquito si podía presentarme a La Chica sin el Brazo Izquierdo cuando volviéramos a la fiesta.
-¿De verdad quieres que te la presente? Tiene otras amigas mejores.
¡Cómo explicarle que era Lori Singer con catorce años!
Quizás no quería presentármela porque le faltaba un brazo, pero a mí eso no me importaba. Yo la protegería de cualquiera que se atreviera a burlarse de su muñón.
-Preséntamela.
***
Los más grandes caminaban delante con las correas en las manos. Los demás llevábamos piedras, botellas rotas, lo que fuera, para “matar a esos maricones hijos de puta”. Estaban todos los de mi equipo de fútbol. Ninguno destacaba por su rabia. Los titulares iban callados en la retaguardia.
Me acordé de las polillas. Mis viejos llamaban así a las prostitutas, porque esperaban a sus clientes bajo un poste de luz. Cuando hablaban de los cabros se referían a ellos como mariquitas o maricones. Yo era el único que usaba esa palabra en casa: cabro, y cada vez que la pronunciaba cuando quería burlarme de alguien me castigaban.
Cruzamos el puente como un pelotón dispuesto a morir en su misión.
Unos diez cabros desfilaban casi desnudos por la calle. Algunos bajaban y otros subían apurados a los coches que pasaban con las luces pestañeando. Escondimos las armas. Los cabros se agruparon al vernos cruzar la calle, pero se dieron cuenta de que sólo éramos unos chibolos y empezaron a gritar cosas como que ni siquiera teníamos leche en los huevos. Algunos respondieron mentándoles a la madre, pero el melenudo ordenó que nos calláramos.
-¿Cuánto una chupadita? -le preguntó el melenudo a un cabro.
-Ay, papito, muy caro para ti.
-¿Y cuánto por una chupadita a todos?
-Uy, no, me atoro -se rió el cabro, chocando las palmas con sus amigos.
Entonces el melenudo le pegó con la hebilla de su correa en la cara, y el cabro cayó de rodillas, tapándosela. Sus amigos empezaron a correr como si los persiguiera el diablo. Creo que nadie acertó a pegarle a ninguno más. Cada brinco que daban era como cinco pasos nuestros. Sus chillidos alarmaron a otros cabros que buscaban clientes unas calles más allá, y vinieron en su auxilio. Seguían siendo menos que nosotros, pero eran más grandes y no habían estudiado en un colegio de curas donde dos mil alumnos se callaban la boca apenas veían al jefe de disciplina. Esos cabros tenían más huevos que cualquiera. Vi cómo repartían arañazos y patadas. La sangre regaba la calle. Los coches pegaban bocinazos. Alguien me derribó por la espalda justo cuando sonaban las sirenas de la policía. Me levanté sujetándome del vestido de un cabro y salí disparado como una bala perdida.
No recuerdo cuántas calles corrí. Creo que no fueron muchas, porque salté un cerco de plantas que me era familiar y caí dentro de un jardín de tierra. A veces caminaba por ahí con mis amigos para intercambiar las revistas porno que robábamos de un kiosco. Sin embargo, nunca se me pasaba por la cabeza tirarme a Lori Singer. Yo estaba enamorado, y ella no era como las putas que salían en Macho y Playboy. ¡Ni siquiera sabía pajearme!
Un patrullero pasó, alumbrando con su sirena la pared de la casa donde me había escondido. Apreté los brazos contra mis piernas dobladas, como había visto que hacían los fetos. Cerré los ojos. Quería ser invisible, desaparecer de ese mundo de mierda en el que se había convertido mi noche de sábado. Me pregunté si La Chica sin el Brazo Izquierdo estaría todavía en la fiesta, si alguien se me habría adelantado y la estaría besando mientras bailaban un lento. Mi corazón cabalgaba sobre un río agrio que luchaba por abrirse paso en mi boca. Sentía como si hubiera jugado diez partidos seguidos. Abrí los ojos y no pude creer lo que había al otro lado del jardín: un cabro que temblaba como un pedazo de gelatina humana. Tendría dieciséis o diecisiete años, no más. Lo miré a los ojos. Me recordó a los cuyes que mi abuela mataba torciéndoles el cuello.
En esa época yo no sabía las causas por las cuales los niños podían nacer con malformaciones. Ahora que mi esposa espera mellizos las sé. La verdad es que con doce años no sabía casi nada de la vida, y espero que lo poco que he aprendido desde entonces me sirva para ser un buen padre, uno justo por lo menos. Pero hay algo que estoy seguro nunca sabré: por qué queríamos masacrar a los cabros aquella noche, de dónde nacía ese odio visceral, qué estaba podrido en nuestros corazones, ¿fue por el ron, o porque no creíamos en nada?
Nunca lo sabré.