Por Luciano Lamberti* Agosto 27, 2014

1. LOS EX HOMBRES DE MI VIDA

 Una noche me propuse hacer una lista de los ex hombres de mi vida. Estaba desvelada, en una especie de crisis existencial que tengo cada dos o tres meses, y pensé que era una buena idea. Así que me hice un té y me senté en la cocina con un cuaderno espiralado. Escribí: “Número 1: Maurito Zabala”. Maurito fue el chico con el que perdí la virginidad. Ahora tiene 2 hijos y parece un hombre de 40 o de 50 años: encontrarlo me da miedo. Seguí con el número 2, y después el número 3, y el número 4 y el 5 y así hasta llegar al número 122: Fabrizio Rearte, mi ex novio, que me dejó cuando volví del viaje a Europa porque estaba confundido. Fabrizio siempre fue un idiota, pero no me di cuenta hasta que me dejó. En el medio había tenido muchísimas relaciones con muchísima gente, algunas habían sido casuales y no me acordaba del nombre, entonces ponía un rasgo, ejemplo: “Número 78: el chico de camisa cuadriculada con aliento a chicle de fruta”. Cuando terminé, la luz entraba por la ventana y todo ese día fue raro, ir a trabajar sin haber dormido, comportarme como un zombi, fuera de foco, separada unos centímetros del mundo, pensando en esa lista, ahí, en la mesa. Los ex hombres de mi vida, cada uno con una parte de mí, dispersos como esquirlas de una explosión, no nuclear, porque eso sería demasiado, pero sí de una buena bomba moderna y poderosa de esas que estallan “por error” en hospitales y escuelas. Esa noche no quise volver a casa y encontrarme con la lista, así que fui a un bar, me emborraché y me encerré en el baño de una estación de servicio y llamé a uno de los de la lista por teléfono, uno en el que siempre pensaba. No sé qué le dije. Incoherencias, seguramente, cosas de borracha. Alguien golpeaba la puerta porque quería entrar, pero no le presté atención. Del otro lado mi ex se reía. Me dijo que estaba bien, que me extrañaba, que siempre pensaba en mí. Le dije que no sea mentiroso. Me dijo que era verdad, puso varios ejemplos de momentos específicos en los que me extrañaba. Los golpes en la puerta seguían. Había olor a pis y pedazos de papel higiénico mojado en el piso. Me largué a llorar. Gracias, le dije. Gracias.

2. LA AVISPA

Padre: un día te picó una avispa. Estábamos en el campo, haciendo no tengo idea qué cosa, vos y yo, solos. No muchas veces nos quedábamos solos, en el sentido estricto de la palabra, y cuando nos pasaba no era inusual sentir una ligera incomodidad flotando en el aire. Era como si todas las formas mutuas en las que nos despreciábamos corrieran como anguilas debajo de nuestra conversación. Vos mirabas al frente, manejando, yo veía tu perfil, concentrado en los desniveles del terreno. Era un camino de tierra, difícil de andar con la jardinera en la que repartías los huevos, un aparato monstruoso y gigantesco que se bamboleaba haciéndolos chocar: no pocas veces teníamos que lamentar alguno roto, o una de nuestras clientas nos mostraba, a la luz del mediodía, la cáscara quebrada, como una gran evidencia de nuestra ineficiencia e improductividad. Padre: teníamos esa fama en el pueblo. Ineficiencia e improductividad. Sin ir más lejos yo, con casi veinte años, no había aprendido a manejar, no había terminado el secundario, no tenía oficio ni un norte claro en la vida. Claro que la gente del pueblo nos llamaba de otra forma. Los vagos, los lelos. Ahí vienen los vagos, decían cuando la monstruosa jardinera en la que íbamos, llena de parches y con el guardabarros trasero sujeto a la chapa con un alambre, surgía en la esquina en todo su esplendor. ¿Qué hacíamos esa tarde, padre? ¿Estábamos llevando huevos a alguna parte? ¿Buscábamos una provisión de huevos en la casa de algún vecino que nos vendía al por mayor? No lo recuerdo. Sé, en cambio, que las anguilas chapoteaban bajo las pocas palabras que nos dirigíamos. Estabas de malhumor ese día, me habías encargado un trabajo que no hice y me lo reprochabas, con frases hirientes que olvidé pero que me quemaron por dentro como si fueran hierros al rojo vivo.  Entonces una avispa entró por la ventana y te picó la garganta. Fue así de simple. Vos eras alérgico, un mosquito o una hormiga podían matarte. Aplastaste a la avispa y la miraste en tu mano. Casi enseguida empezaste a hincharte. Paraste el auto en la banquina, la hondonada por la que circula el agua que baja de los campos, y yo traté de sacarte el aguijón pero era muy pequeño, no podía engancharlo con las uñas y vos ya tenías la cara inflamada, el cuello casi del doble del tamaño normal, y boqueabas, con inspiraciones cortas. Entonces hice algo en lo que todavía pienso. Me senté a verte morir, eso hice. Y vos me miraste con tus ojos grises que se iban apagando y lo entendiste. Supiste lo que yo sentía.

Padre: ahora manejo la misma reventada jardinera vendiendo los mismos huevos que se quiebran entre sí. Me gusta hacerlo, me gusta ir con la ventanilla abierta, dejar que el viento me embolse la camisa y me tire el pelo para atrás. Es verano, la vida me sonríe. A veces incluso silbo canciones que vos odiarías, y a mí me parecen lo más bello de este mundo.

3. MONÓLOGO CON BOLSA DE PAPEL EN LA CABEZA

Cuando era chico, mis padres se separaron y mamá me llevó a vivir con su nuevo novio, un hombre muy violento. Hay personas que estallan, personas que son violentas de a ratos, pero este hombre era permanentemente violento. Hablaba con violencia, comía con violencia, incluso dormía con violencia. Una vez creyó que le había robado, me despertó a los golpes y me mandó a que esperara afuera para recapacitar, de noche y en pleno invierno. A la semana siguiente me escapé. No sabía adónde iba: caminé al lado de la vía pensando que tarde o temprano iba a encontrar un pueblo. Encontré en cambio una casa iluminada en medio del campo, donde vivía una pareja de campesinos, viejos, callados, muy católicos, increíblemente severos. Me alimentaron y cuidaron de mí, pero también me hicieron arrodillar horas enteras sobre granos de maíz para “fortalecer mi voluntad”. Me volví a escapar y trabajé en un restorán y en una estación de servicio y en una empresa de animación para fiestas infantiles. Me junté con una de las payasas del grupo y tuvimos un hijo, un chico orejón y miedoso que cuando escuchaba ruidos fuertes se iba a meter debajo de la cama. Al tiempo compramos un castillo inflable: yo atendía los detalles técnicos, la payasa animaba a los chicos y el hijo que habíamos tenido hacía trucos de magia. Un día, una anciana se quedó hasta el final de la función y después se acercó y me dijo soy tu madre. Esa noche durmió en casa. Nunca quiso contarme qué había hecho en esos años, aunque a veces insinuaba una historia donde había un viaje en sulky y un partido de tabas que terminó en tragedia. Se había convertido en una persona impredecible: a veces desaparecía por semanas enteras. De una de esas excursiones volvió con una dirección escrita en un papelito: la casa de papá. Estaba lejos, como a cinco pueblos de distancia. Un domingo al mediodía saqué el auto y la llevé. Durante el viaje se retorcía las manos de los nervios. La casa era casi un rancho y cuando llegamos papá estaba enderezando clavos sobre una mesa basta, en el patio. Nos reconoció, sacó unas sillas a la sombra y nos sentamos. Nos quedamos mirándonos. 

Papá se levantó, le pegó una cachetada a mamá y volvió a sentarse.

-Ahora sí -dijo después.

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