Yo era un tipo solitario e inseguro hasta que conocí a Eloísa. Confieso que, al principio, me fue difícil entender lo de sus hombres, pero con el tiempo pude darme cuenta de que esa situación me ayudó a crecer.
Nos conocimos a través de una página web de contactos. Después de intercambiar mensajes durante un periodo breve, Eloísa me propuso que nos encontráramos en persona y yo accedí. Desde esa primera cita, me dejé seducir por su zalamería y su elocuencia que resultaba ser la precisa para un tipo silencioso y huraño como yo.
No pasó mucho tiempo para que se volviera costumbre el que Eloísa se quedara en mi casa. Al principio se quedaba sólo a dormir, pero cuando las visitas se hicieron más frecuentes, llegamos a tener una convivencia estable. Esa cotidianeidad fortaleció mi confianza en ella. La calma que trajo la rutina me permitió observarla y fue entonces cuando reparé en esa forma tan peculiar que tenía para tomar los objetos.
Me percaté de esto, por primera vez, durante la cena. Antes de llevárselos a la boca, deslizaba, por la mesa, los vasos y cubiertos como si estuviera jugando a la güija. Días después, noté que no sólo lo hacía en la mesa, sino que desplazaba, también, otros objetos de la casa con las mismas maneras.
Al principio no le di importancia, pero, con el tiempo, esos ademanes me llegaron a inquietar. Sabía, por experiencia, que las mañas de las mujeres siempre anunciaban desengaños. Su presencia empezó a perturbarme, más aún, cuando fui consciente de lo poco que sabía de ella. Por ejemplo, no conocía su casa. Ella siempre tenía un pretexto para que no la visitase y yo aceptaba sus excusas para no incomodarla. Por su dirección, sabía que vivía en un distrito alejado y pobre y, a pesar de mi mortificación, nunca tuve el valor de cuestionarla.
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Eloísa vivía en uno de los pocos edificios que quedaban entre esas calles llenas de locales de comida chatarra. La penumbra y el vapor de las fritangas disimulaba el trajinar de indigentes, prostitutas y perros abandonados por los alrededores de su barrio. Toqué uno de los timbres y una voz de niño me contestó por el intercomunicador. Le pedí, amablemente, que me abriera la puerta y así lo hizo.
Al final del vestíbulo, me encontré con un patio bien iluminado con un estanque rodeado de frondosas tujas, arbustos de granada y maceteros de barro rebosantes de flores. Ese jardín me resultó tan exótico como la propia Eloísa. Me preguntaba, entonces, si lo extraño del lugar o sus maneras de mover los objetos eran motivos suficientes para desconfiar de ella. Mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando una vieja se apareció en el patio y empezó a interrogarme:
-¡Oiga! ¿Qué quiere? ¿Qué hace acá?
-Disculpe, estoy buscando a la señorita Eloísa.
-Y, ¿por qué no llamó a su timbre?
-Es que ninguno tenía número.
-Bueno, ella no está, así que haga el favor de retirarse. Los vecinos estamos cansados de tanto hombre raro que trae esa señorita.
Volví a casa. Logré pasar esa noche al lado de Eloísa sin que ella notara mi desasosiego. Al día siguiente, soporté el ritual de alistarnos juntos, pero apenas vi que estaba completamente vestida, la saqué a empujones hasta llevarla al garaje. No me dejé convencer por sus lloriqueos. La sujeté del cuello y la metí a mi auto. Al fin, cuando quedaban sólo unos kilómetros para llegar a su casa, ella empezó a contarme sobre su desorden y sobre esos hombres que la frecuentaban.
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El apartamento de Eloísa era lo más parecido a un basural. Todo estaba desparramado. En algunos lugares se podía notar una intención de orden; sin embargo, parecía que fue un desequilibrado quien se hizo cargo de esta tarea: había ropa dentro de la refrigeradora, macetas sobre el sofá, vajilla regada por todos los ambientes, latas de conserva apiladas al lado del baño. El imaginarla viviendo en ese chiquero me creó una maraña de emociones. Me movía entre la rabia y la lástima cuando, de pronto, un hombre salió de su habitación.
Eloísa dijo, casi susurrando:
-Por favor, no le hagas daño. Ya te expliqué mi situación. Le voy a abrir la puerta para que se vaya.
El sujeto abandonó la casa y su actitud enajenada me turbó hasta debilitarme por completo. Me desmoroné y Eloísa se puso de rodillas a mi lado. Cuando empezó a remover sus cachivaches, pude ver que todo lo que me había contado era cierto.
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La plaga de luciérnagas la había invadido hace algunos años. La idea de tener que exterminar a esos bichitos luminosos la afligía demasiado. Pensó que si arreglaba el jardín, los insectos se verían atraídos hacia su medio natural y abandonarían su casa. Cuando el jardín estuvo listo, intentó desalojar a los bichos, pero estos se resistieron. Se le ocurrió hablarles y entonces descubrió que, gracias a su labia, los insectos se transformaban en hombres.
Intentó relacionarse con estos sujetos que ella misma cultivaba con sus discursos, pero desistió cuando se dio cuenta de que esos hombres, aunque contaban con la capacidad de expresarse, no toleraban demasiadas conversaciones y se deterioraban hasta pudrirse. Esas pérdidas la afectaron y se recluyó. Pasó largo tiempo encerrada, experimentando cómo poder deshacerse de esos insectos sin tener que matarlos. Sólo deslizando los objetos que se encontraban impregnados de bichos fue que logró acercarlos a puertas y ventanas para que estos saliesen volando de su casa.
El vivir en silencio y sin poder moverse con libertad le fue insoportable. Hubo momentos en los que se hartó de su propia delicadeza y lo desordenaba todo, cosa que siempre terminaba exacerbando a la plaga. Además, padeció arranques de verborreas histéricas que resultaban en una cantidad de hombres atestados en su casa. Por lo general, estos se iban cuando ella les abría la puerta. Sin embargo, siempre hubo algunos que se resistieron. A estos, tuvo que hablarles hasta desintegrarlos, lo que generó un círculo vicioso. Los insectos oían las conversaciones que descomponían a otros y este barullo era suficiente para iniciar la transformación.
Eloísa decidió no hablar más con ningún hombre. Hasta que me conoció. El quedarse en mi casa le facilitó la tarea de deshacerse de la mayoría de sus hombres enteros y alimentó a los perros callejeros con los seres atrofiados que le quedaban.
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De vez en cuando, volvemos a su apartamento y Eloísa me anima a que les hable a las luciérnagas. Está convencida de que, si me empeño, podría hacer surgir a una mujer con mi conversación. Yo suelto algunas frases amables que no logran más que transformar a esos bichitos en bultos gelatinosos con las protuberancias de un cuerpo femenino.
Sinceramente, no estoy interesado en hablar con otras mujeres, pero creo que a ella le gustaría sentirse especial siendo elegida entre varias. Así son todas: si se preocupan de brillar es porque quieren, además de atraparnos, opacar a las otras. Lo malo es que luego pretenden que nosotros, los hombres, actuemos como ellas.
Hay días en los que se pone a charlar con los insectos con la excusa de que haga nuevos amigos, pero yo sé que no es por eso. Su elocuencia no es otra cosa que un disfraz para su inseguridad. Aunque nunca me lo va a decir, sé que necesita contrastarme con otros hombres para convencerse de que ha escogido bien quedándose conmigo.
Eloísa calla y me deja con los nuevos muchachos. Antes de despedirlos, siempre les ofrezco unas cervezas que bebemos en silencio, pues no necesitamos mostrar nada. Sabemos bien que, a pesar de nuestro brillo tenue e intermitente, somos, ante todo, seres enteros y libres.