Por Rodrigo Olavarría* Enero 14, 2015

© Paloma Valdivia

Llevábamos tres años viviendo juntos y casi seis meses sin encontrar trabajo. Al principio, vivimos de nuestros escuálidos ahorros y luego de la venta de objetos que juzgábamos prescindibles. Nunca llegamos a vivir precariamente, pero eso se debió al carácter espartano que Andrea impuso en nuestro hogar y a mis años acumulando libros y discos, colección de la cual empecé lentamente a desprenderme. Como es natural, lo primero que vendí fueron los libros menos significativos, pero al poco andar supe que para tener el dinero que necesitábamos era necesario ir más lejos y deshacerme de los que sí consideraba valiosos. Hice esto cerrando los ojos y con la convicción de que pronto todo volvería a la normalidad, de que el dinero inevitablemente iba a llegar, como siempre, pero aun así, cada vez que vendí algo como La decadencia de Occidente de Spengler o Psychopathia Sexualis de Krafft-Ebing, no pude evitar el sentimiento de aceleración y vértigo de un asteroide al ingresar a la atmósfera, cuando por causa de la fricción y el aumento de la temperatura, empieza a despojarse de su masa hasta quedar reducido a un décimo de su tamaño original.

Después de seis meses, lo mismo le ocurrió a mi biblioteca, quedó reducida a un décimo de su tamaño original, al igual que mi vanidad. Al notar la primera baja de peso empecé a temer que yo también perdería el noventa por ciento de mi masa, pero conforme se acumulaban las semanas y las deudas, todo empezó a importarme poco y desarrollé una doctrina cínica para tolerar mis cada vez más frecuentes desprendimientos. Fue entonces cuando empezamos a concebir todo tipo de planes para ganar dinero, me inicié en la compraventa de vinilos y empecé a traspasarlos a compact disc, Andrea hizo sándwiches y los vendió en la universidad.

Ella siempre dijo que le gustaba mi voz y que podría trabajar en la radio si me lo propusiera, a lo que yo respondía diciéndole que si un guepardo hembra pudiera hablar lo haría con la elegancia y la nobleza de su voz. Esa fue la razón por la cual hicimos unos demos donde imitamos publicidades de la radio y diálogos de dibujos animados. Al terminar la grabación examinamos el resultado y quedamos perplejos, nuestras voces eran fantásticas, perfectas para cualquier tipo de locución, perfectas para doblar series o documentales, estábamos salvados. A la mañana siguiente dejé copias de los demos en todas las radios y agencias de publicidad que conocía, compré un libro y me senté en un café a leer, tal era mi optimismo.

El caso es que nunca recibí una llamada de las radios o las dichosas agencias. Ella, en cambio, empezó a trabajar todas las semanas, grabó publicidad, dobló películas, documentales y se convirtió en la voz oficial de algunas marcas importantes. Fue en ese momento cuando la caída libre y la descomposición de mi biblioteca se detuvieron, pero fue también el momento cuando lo que llamábamos “nosotros” empezó a perder sustancia. Entré al doctorado y ella dejó la universidad para dedicarse a su trabajo, yo me la pasaba leyendo y ella de fiesta con sus nuevos amigos, yo engordaba y ella embellecía.

Estuvimos años distanciándonos milimétricamente, acostumbrándonos al silencio, a estar juntos y separados a la vez, y luego terminamos. Después, cuando tuve que escribir la tesis, me vine a vivir a Castro, mal que mal, el título de mi tesis es “Navegantes Holandeses en el sur de Chile” y qué mejor lugar para escribirla que el escenario preferido de esos piratas, traficantes y exploradores. Pasado mañana me toca defenderla ante una comisión de expertos, no estoy nervioso, sólo siento un poco de vergüenza por el epígrafe y la dedicatoria que no pude evitar poner en la segunda página, el primero es un verso de Charles Wright que dice: “Todos los exploradores mueren con el corazón roto” y la dedicatoria dice: “Para Andrea, le guste o no”.

Antes siempre hacía el viaje entre Puerto Montt y Santiago en bus, viajar de noche me acomodaba y me servía para leer. Me gustaban esas horas en que las únicas luces encendidas eran las que estaban sobre mi asiento, horas que pasaba dosificando tragos de agua mineral entre los movimientos de un taichi destinado a no despertar a mi compañero de asiento. Pero ahora prefiero viajar en avión.

En la mañana estuve leyendo los aforismos de Kafka. Supongo que debo estar medio trastornado por la muerte de Michael Jackson. Murió hace dos días. Ayer me pasé todo el día escuchando sus discos y respondiendo mensajes de condolencias. El caso es que no dejo de hallar formas de pensar su vida, hace un rato leí un texto en que Kafka dice: “Si caminaras por una planicie, tuvieras la voluntad de avanzar y, sin embargo, retrocedieras, entonces sería una situación desesperada”, una línea que me dio una perspectiva totalmente nueva a la hora de considerar el significado del moonwalk. Según Kafka, cuando vemos a Michael caminar hacia atrás estamos frente a la manifestación más pura de la desesperación y la claustrofobia que lo convirtieron en un recluso obsesivo que vivía como faraón. La clara imagen del perfecto diamante en que su padre lo había convertido a punta de golpes y humillaciones.

La biografía de Michael Jackson fue el primer libro de más de doscientas páginas que leí y también el primero que compré con mi propio dinero, de hecho, lo compré el mismo día en que cumplí siete años en una librería donde trabajaba una amiga de mi madre. Debo haberlo leído varias veces, porque todavía recuerdo que se enfocaba en la relación con su padre, aunque claro, también repasaba las giras, la separación de los Jackson 5, el éxito de Thriller y las madres sustitutas que buscó toda su vida y encontró en mujeres como Diana Ross y Elizabeth Taylor. El libro finalizaba antes de la grabación de Bad sugiriendo que Michael estaría pensando formar una familia con Brooke Shields. Era una biografía inocente, alejada de las ominosas teorías que aparecerían con el tiempo.

Estaba llegando al aeropuerto, sentía como si este viaje ocurriera en una máquina del tiempo o en una cámara diseñada para recordar, pensaba en Michael como si en él existiera una clave por desentrañar, como si tras su muerte algo quisiera salir a la luz. Está muerto hace menos de dos días y las radios todavía no dan muestra alguna de conocer otra canción que “Billie Jean”. Fue mi hermano el que me llamó para darme la noticia, también estaba triste, celebró que justo me tocara defender la tesis y me propuso almorzar al día siguiente, fumar y escuchar el Dangerous.

Esa misma noche, poco antes de las doce, me llamó Andrea. Esa voz había sido el faro que me permitió muchas veces volver a casa, mi estrella del norte cuando era un navegante, pero ahora soy sólo un explorador enviado a morir quién sabe dónde, un explorador condenado a estudiar las páginas de exploradores con el corazón roto. Habíamos pasado un año entero sin hablar. Dijo que yo había sido la primera persona en que pensó al enterarse de la muerte de Michael y yo solté algo tonto como gracias o qué bueno. Al rato le pregunté si recordaba una actuación de los Jackson 5 que vimos en un documental sobre Motown. Era 1971, Michael Jackson tenía doce años, se disponía a cantar “Who’s Loving You” de Smokey Robinson y, a modo de presentación dijo: “Ahora les quiero hablar sobre el blues”, uno de sus hermanos le preguntó: “¿Del blues, Michael?” Y él respondió: “Sí, del blues. Nadie ha sentido el blues como lo he sentido yo, puede que sea joven, pero sé perfectamente de qué se trata”. En ese momento nos dio risa, pero viéndolo con perspectiva ya no me parece tan divertido, ella estaba de acuerdo. Antes de despedirnos le dije que cuando fuera a Chiloé me llamara, respondió que no sabía si era buena idea y agradeció la invitación.

Me quedé pensando en Michael como una bengala que una vez encendida se dispara hacia el cielo nocturno, como un cohete quemando todo lo que tiene dentro, mientras se dirige a la explosión que marca a la vez el punto de su máxima altura y el punto donde inicia su caída. Una bengala que mientras cae ilumina los rostros de los que la vieron subir, crea un momentáneo resplandor en sus ojos y luego se va apagando hasta que cada objeto que iluminó regresa a la oscuridad de donde brevemente lo había sacado.

Me gustaría seguir la trayectoria de esa bengala más allá de donde su luz se extingue, quisiera hallarla temblando sobre la hierba, encontrar su caja negra, estudiar los detalles de su vuelo y entender. Pero es imposible, el fuego de una bengala se consume en su caída, es imposible rastrearla hasta donde cayó. Aunque sí puede ocurrir que a la mañana siguiente u otra mañana de un día cualquiera alguien la encuentre por casualidad y entienda.

Me senté, metí mi bolso bajo el asiento delantero, abroché el cinturón y escuché: “Buenas tardes, señores pasajeros. El comandante y la tripulación les damos las gracias por elegir este vuelo de Star Airlines con destino a Santiago de Chile”. Era la voz noble y elegante de un guepardo hembra, si pudiera hablar.

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