No sé cómo escribir “ecuación”. Es más, para escribir esa palabra debo abrir el diccionario. Uno recurre al diccionario cuando ya no queda nada, como cuando haces la señal de la cruz antes de que el avión despegue. Pero para mí el rito es mínimo: tengo señalada la página en la que está la palabra con un post it. Página 115. Es un gran diccionario. A veces escribo “ecuación” con “s” en lugar de “c”. No me entra la maldita palabra. Y confieso esto porque esa incapacidad de saber a ciencia cierta cómo escribir una palabra no es una tormenta. Me pasa también con “vaya”, que confundo con “valla”. Pero ese error lo puedo identificar una vez que hago la lectura de revisión. A veces se puede disfrutar de esas equivocaciones, pero no pasan de la corrección. Un escritor no puede darse la libertad del error, porque el error es un acto de crueldad cuando hay libros publicados, cuando árboles se han sacrificado, cuando los enemigos lo van a leer con el único objetivo de aplastar su cráneo y contar lo felices que fueron al hacerlo. Y por eso tiemblo mucho cuando un libro está a punto de publicarse y pienso que no he sido capaz de reconocer el error o imagino que el corrector o la correctora se durmió mientras hacía su trabajo y no notó “ecuasión” o “valla” como verbo. Ese es el horror para mí: reconocer mi incapacidad con algunas palabras y que mi confianza en terceros se vea afectada por un trabajo hecho a medias, que me hace ver como un tipo poco profesional y con un entendimiento reducido de su herramienta de trabajo. Pero me gusta aceptar que no puedo manejar a la perfección estas dos palabras y que por más que intento poner la balanza a mi favor, simplemente no puedo. Esas palabras no están en mí y las uso en exceso porque también me gusta jugar con fuego. Y no, no me gusta la sensación del fuego en las manos, pero disfruto el hecho de tener el peligro al frente y poder resistirlo. No espero que entiendas. En realidad no espero nada de ti, ni de nadie. El asunto es que uno tiene todo el derecho de equivocarse, pero cuando el daño es mínimo, como escribir “valla” en lugar de “vaya” en un estatus de su cuenta de Facebook. El drama está en no darse cuenta de ese error o demorarse como yo: 19 minutos. Tú te diste cuenta apenas lo puse, porque estás a la caza de mis gazapos. No te culpo, pero no te voy a mentir: lo peligroso no son las faltas ortográficas, lo peligroso es detectarlas y asumirlas como un discurso, como lo hiciste. No intentes decir nada, que no te voy a entender. Siento que me cuesta respirar y que mi cuerpo se hará transparente en cualquier momento. Debe ser la ansiedad, con la ansiedad viene la transfiguración y en ese acto te vuelves un agujero a través del cual el mundo se puede ver como realmente es: una alteración de espacio y tiempo. Deberías verte la cara, porque no, no estoy metaforizando nada. A lo que voy es que en el estado en que estoy y en el estado en que estás, quien va a salir perdiendo eres tú. Tiene sentido, espera. No debiste poner ese estado en Facebook y nombrarme. ¿Te leo lo que pusiste por si acaso lo olvidaste? Déjame hacer el tono de ceremonia que requiere una situación como esta: “Y ese pobre de Barreto que no sabe la diferencia entre ‘vaya’ y ‘valla’. Después por qué la literatura de acá está tan en la mierda”. Vaya, veo que es importante para ti. ¿Cómo lo haces? ¿Estás pendiente de todos mis movimientos o sólo fue cuestión de suerte? ¿Te llegan notificaciones cuando escribo algo o es un clásico caso de estar en el sitio equivocado el momento equivocado? No necesitas responderme. No sé por qué asumes que no hay riesgo en tu escritura (pero estás al tanto de que en la mía sí lo hay) y que todo es obra y que estás ahí para recordármelo. Yo aquí hago lo mismo, pero me salto la virtualidad. No lo hago con un ordenador, ni bebo algo para acompañar la risa que me dan los comentarios y los likes que acompañan lo que has escrito. ¿Qué tengo que no tienes? ¿Qué quieres de mí? Tampoco debes responder. En realidad no puedes responder nada. Porque si me pongo a desentrañar las cosas que escribes, no creo que encontraré faltas ortográficas, pero sí la obsesión casi inhumana de adjetivar todo, como si el mundo estuviese llamado a ser sólo un sitio plagado de convenciones. Sí, somos lenguaje, bla, bla, bla, pero cuando uno escribe no importa ese lenguaje, ¿no? Importa lo que se puede hacer con él, lo que se puede conseguir, ese universo que se puede amasar. Y para ti, ese universo sólo es posible si acabas a otro escritor, como yo, por ejemplo. Las faltas ortográficas son una bendición para gente como tú y está bien. Pueden ser un juego, un juego en el que nos convertimos en lo más obvio, esos seres que se ríen cuando alguien se cae. Hay caídas más graciosas que otras, señor. Esto lo puedo aceptar. A mí me gusta cuando caes, por ejemplo. Y con eso estamos a mano, no puedo mentirte. Cuando en tu novela escribes que “la hermosa mujer de cuerpo atlético me miró, sentí que las piernas demacradas no podían servirme para nada”, me río. No sólo yo. Supongo que lo sabes. Imposible no reírse de una pobre selección de palabras y de un ego tan grande como el tuyo. O eres tú o soy yo. No podemos existir ambos. Dime, ¿qué es una hermosa mujer para ti? ¿Alta? ¿Pequeña? ¿Delgada? ¿Curvilínea? ¿Pelo largo? ¿Corto? ¿Está bronceada? ¿Sus ojos son de equis forma y color? ¿Qué? El peor error que se puede cometer al escribir es confiar en la convención, porque lo que para ti es bello, no puede serlo para otra persona. Ese acuerdo social semántico no existe, se escribe para ponerle al lenguaje una bomba en sus entrañas. Y no sé si entiendas eso. Te insisto sobre lo de la mujer que escribes. ¿Por qué asumes que ese “hermosa” va a dar en el clavo? ¿Tienes editor? ¿Editora? ¿Qué? ¿No tienes amigos que te lean y que te digan que eso no está bien? ¿Por qué asumes que un adjetivo tan genérico va a constreñir el universo? Esa es la manera más pobre de concebir a las descripciones. Ver el mundo y trasladarlo a un lugar mejor no significa que ese lugar mejor, ese cuarto propio, sea el que los demás necesiten. ¿Piensas en lectores? ¿Sólo quieres expresarte? ¡Responde, maldita sea! Perdón, no soy tan bueno con estas cosas, las manejo como tú manejas los adjetivos. Es bueno el chiste, trata de reírte, hace bien en situaciones así. ¿Te duelen las muñecas? Dime, porque tengo curiosidad: ¿Por qué no te interesa la descripción? ¿Qué hace que el doctor de tu novela se vuelva loco por esa mujer? ¿Sólo porque es mujer? ¿Qué clase de personajes construyes? Y eso que ni siquiera se me ocurre preguntarte por lo de las piernas demacradas, porque eso no me dice nada, ya que nunca más escribes sobre esa referencia en la historia, no tiene ningún valor en tu novela, o el doctor debe utilizar sus piernas para algo narrativamente valioso -cortárselas, rompérselas, comérselas-, o si realmente disfruta al gatear en su casa por algún tipo de perversión sexual o qué sé yo. El lenguaje es el mundo, pero el mundo no es gratuito. Y esa es la lección que debes aprender ahora. Yo no aprenderé a escribir “ecuación” o colocar la “y” o “ll” en “vaya” o en “valla”. Sé que esos tropiezos me ayudan a entender que escribir es un acto cruel y exigente. Sobre todo, porque hay gente como tú, pero eso no me interesa en este preciso momento. De nuevo empieza. Siento el calor en las manos y la respiración entrecortada. Quizás si hubieras sabido lo que me pasa cuando me altero, no habríamos llegado a esto. Porque así va a pasar. Voy a reventar, mis átomos chocarán unos contra otros y mi propia masa será engullida por mí y nada saldrá de este espacio. Ni el tiempo. Todo se va a detener y no hay nada que puedas hacer. Yo me despertaré mañana y tú ya no estarás. Tu cuenta de Facebook seguirá abierta, desde luego. ¿Tienes familia? Me gustaría decirte que me voy a cuidar de ellos, pero no soy un tipo noble con la gente que me quiere ver caer o que me envidia en dimensiones que no se me hacen comprensibles. Yo me equivoco. No creo que sepas que te equivocas, sobre todo conmigo. Mis manos tiemblan. La luz va a reventar en esta habitación, no podrás ver lo que seguirá porque el destello te dejará ciego el tiempo suficiente para que todo termine en un agujero negro. Lo dije, agujero negro. Escribir es jugar con las obviedades. Una vez que la luz se filtre por todo mi cuerpo, como último instante de vida, todo volverá a su lugar y empezaré a aspirar lo que queda aquí. Una novela épica en dos segundos. La historia de la humanidad en un código binario. 0 y 1. ¿Adivina cuál es tu número? ¡No digas más! Ya está pasando. El calor se volverá frío y cuando te des cuenta sólo serás un conjunto de moléculas flotando sin sentido, sin crear nada, en el interior de mi pecho sin fondo. Tampoco es metáfora. Y escribiré sobre ti y sobre esto. Nadie sabrá de ti por ti, lo que se sabrá de ti podrá entrar en tres páginas de Word. Una fábrica abandonada, un hombre amordazado y amarrado a una silla; otro a punto de volverlo parte del infinito. Espero esta vez sí entender la ecuación. Ahora empieza. Cierra los ojos, es hora de borrarte de la línea. Que te vaya bien.
Ficción QP: Faltas ortográficas
* Eduardo Varas (1979). Periodista y escritor ecuatoriano. En 2011 fue
seleccionado como uno de "Los 25 secretos mejor guardados de América
Latina", por la FIL de Guadalajara. Su último libro es "Los descosidos"
(Alfaguara).
[Ilustraciones: Paloma Valdivia]